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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (91 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—El suicidio es algo que siempre está a nuestra disposición —dijo con voz suave, llamando la atención de su gemelo—, por lo que es recomendable apurar otras opciones primero.

El muchacho se volvió, sorprendido, y le observó con recelo. Y durante los segundos que duró su escrutinio, Wells pudo estudiarse también a sí mismo. Así que ese era su aspecto a los quince años, se dijo, asombrado por aquellos ojos faltos de experiencia, por aquellos labios en los que todavía no anidaba el rictus irónico que exhibiría luego, por aquellos ademanes exageradamente trágicos. Se encontró terriblemente frágil y expuesto, por mucho que el muchacho, investido del absurdo coraje de la juventud, se considerase de algún modo invencible.

—Yo no estoy pensando en… —oyó que empezaba a decir con aquellos labios sin bigote, para callar luego de golpe, y entre desconcertado y desafiante, añadir—: ¿Cómo lo sabe?

Wells le sonrió lo más afablemente que pudo, esperando que aquel manso gesto propiciara un fluido diálogo entre ellos.

—Oh, no es difícil de deducir —respondió con despreocupada jovialidad—, sobre todo para alguien que durante su juventud también pensaba lo mismo mirando estas aguas, con la misma ansiedad y tristeza con que tú lo haces ahora. Creía que el suicidio era la mejor solución para mis problemas. —Sacudió exageradamente la cabeza, manifestando cuánto le dolía recordarlo ahora—. Pero antes de eso, hay que luchar, probar otras opciones. Si tu vida no te gusta, muchacho, trata de cambiarla. No te sientas derrotado todavía. La derrota no es definitiva hasta la muerte, que es el final de todo.

El muchacho lo contempló en silencio durante unos segundos, todavía con cierta suspicacia. ¿Qué pretendía aquel desconocido? ¿Por qué se había acercado hasta él y le hablaba de aquel modo?

—Gracias por el consejo, quienquiera que sea… —respondió con frialdad.

—Oh, no soy nadie. —Wells se encogió de hombros, fingiéndose distraído por el suave ondular de las aguas—. Solo un desconocido que te ha visto venir aquí demasiadas veces. Trabajas en la pañería del señor Hyde, ¿verdad?

—Sí —respondió el muchacho, visiblemente incómodo de saberse espiado por un extraño cuyas intenciones no lograba comprender.

—Y sin duda piensas que mereces un destino mejor que el de un simple pañero —continuó Wells procurando que su tono sonara lo más amigable posible—. No te sientas culpable por ello. Yo también pensaba lo mismo a tu edad, muchacho, cuando me veía obligado a desempeñar un trabajo igual de ingrato, un trabajo que ni me gustaba ni me satisfacía. Yo quería ser escritor, ¿sabes?

El muchacho le observó con cierto interés, aunque Wells sabía que a esa edad él aún no había decidido ser escritor. Le gustaba la lectura, sí, pero todavía desconocía su potencial para emular a los escritores que más le gustaban. Hasta que ingresara en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, donde ejercía el profesor Huxley, no empezaría a esbozar sus primeros relatos, con aquella escritura torpe y sin gracia que luego perfeccionaría en la Academia Holt, de Wrexham. De momento, las clases a Horace Byatt, a las que había asistido durante los meses que había pasado en Midhurst, habían despertado en aquel Wells adolescente una vaga fascinación por la figura del educador, que aportaba a la sociedad un bien incomparable al de los escritores.

—¿Y lo consiguió? —inquirió de repente, sacando a Wells de su momentáneo ensimismamiento.

—¿Cómo?

—Ser escritor, ¿lo logró?

Wells lo contempló en silencio durante unos segundos, barajando su respuesta.

—No, solo soy un modesto boticario —se lamentó al fin—. Llevo una vida corriente. Por eso me he permitido darte este consejo, muchacho, porque sé que no hay nada más terrible que vivir una vida que no nos gusta. Si crees que tienes algo que aportar al mundo, lucha por ello con todas tus fuerzas. O acabarás convertido en un boticario triste y amargado que no deja de soñar despierto, inventando historias que nunca escribirá.

—Lo siento por usted —dijo el muchacho, sin molestarse en fingirse apenado. Luego dejó transcurrir unos segundos, y con cierto pudor, añadió—: ¿Puedo preguntarle por qué no se suicidó entonces?

La pregunta sorprendió a Wells, aunque no debería haberlo hecho, pues no era más que una temprana muestra de su propio pragmatismo: era evidente que había agotado todas las opciones, ¿por qué arrastraba entonces aquella existencia tan insatisfactoria?

—Oh, bueno… los libros me mantienen vivo —improvisó.

—¿Los libros?

—Sí, leer es lo único que me produce placer, y hay tantos libros que leer todavía… Solo por eso merece la pena seguir vivo. Los libros me hacen feliz, me ayudan a evadirme de la realidad. —Wells contempló las aguas en silencio, sonriendo apenas—. Los escritores realizan un trabajo extremadamente valioso: hacen soñar a los demás, a quienes no pueden soñar por sí mismos. Y todo el mundo necesita soñar. ¿Existe acaso un trabajo más importante que ese?

Tras decir aquello, Wells guardó silencio, un tanto avergonzado por el tono reivindicativo con el que había impregnado sus palabras, las cuales, por otro lado, no parecían haber impresionado demasiado al muchacho. Por la mueca ligeramente desdeñosa que había asomado a sus labios, dedujo que se le ocurrían un sinfín de cosas mucho más importantes para la sociedad que los libros, aunque el joven no se vio con fuerzas ni con ánimos para rebatírselo. Tal vez le resultaba indiferente lo que pensara aquel desconocido, y se limitaba a compadecerlo en silencio. Luego se volvió, cogió una pequeña piedra del suelo y la arrojó a las aguas, como si quisiera darle a entender a Wells que por lo que a él concernía aquella extraña conversación ya podía concluir. El escritor reparó entonces en que el muchacho lucía un pequeño vendaje en el lado de la barbilla que hasta entonces no había podido ver con claridad.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, señalándose su propia mandíbula.

—Oh, esta mañana me he caído por las escaleras mientras transportaba varias piezas de cretona. A veces intento cargar más de lo debido, para acabar cuanto antes mis tareas, pero esta vez me he excedido —respondió el muchacho algo ausente—. Me temo que me quedará una cicatriz horrible.

Wells guardó silencio durante unos segundos, tratando de localizar en el baúl de su memoria aquel accidente, pero no lo encontró. De todos modos, estaba claro que no iba a quedarle ninguna cicatriz, por la sencilla razón de que bajo su espesa barba no escondía ninguna.

—Yo no me preocuparía por eso, muchacho —lo tranquilizó—. Seguro que parece más grave de lo que es.

El muchacho sonrió con indiferencia, como si en el fondo le diera lo mismo, y Wells decidió entonces que había llegado el momento de conducir la conversación hacia el verdadero motivo que le había llevado a hablar consigo mismo.

—¿Quieres saber cuál es la última historia que he inventado? —preguntó en tono despreocupado.

El muchacho se encogió de hombros con displicencia, como si aquello tampoco le interesara demasiado, y el escritor tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragarse su indignación. Trató de parecer despreocupado cuando dijo, señalando la noche estrellada que pendía sobre sus cabezas:

—Observa este cielo, muchacho. ¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de que en algunos de los millones de mundos que pueblan el universo exista vida?

—No… Sí… No lo sé… —se atropelló el muchacho.

—Yo sí. En Marte, nuestro planeta vecino, sin ir más lejos. ¿Sabías que Schiaparelli, el astrónomo italiano, ha descubierto una compleja red de canales sobre la superficie marciana, de innegable construcción artificial?

Wells sabía que el muchacho lo sabía, por lo que no le sorprendió que asintiera, vagamente intrigado.

—Pues bien, imagina que los marcianos existen y que poseen una ciencia muy superior a la nuestra. Imagina también que su planeta está agonizando, pues a lo largo de su larga existencia, los marcianos han ido agotando sus recursos. Eso les ha situado en una encrucijada: deben mudarse a otro planeta cuanto antes o su raza morirá. Y la Tierra es el planeta cuyas condiciones les resultan más favorables, así que deciden conquistarla.

—Resulta aterrador… —dijo el muchacho, con sincero interés—. Continúe.

Wells sonrió, satisfecho de haber atrapado su atención. Sabía que al muchacho que era a los quince años, incluso al anciano que llegaría a ser, le fascinaría una historia así. Tras leer cientos de novelas de todas las clases, había descubierto que solo aquellas que escondían entre sus páginas algún elemento fantástico eran capaces de estremecer su mente con un chispazo de placer inexplicable, una suerte de resplandor solo equiparable al que le provocaba el orgasmo. Ignoraba el motivo por el cual el resto de las historias no lograban producirle aquella sensación, y no comprendía que hubiera personas inmunes a ella. Todo eso le había llevado a pensar que aquella querencia suya por lo fantástico debía de tener una causa biológica, pero la ciencia de su tiempo no estaba lo suficientemente avanzada aún para permitirse perder el tiempo hurgando en el cerebro del hombre, tratando de encontrar el secreto de sus pasiones.

—Imagina que los marcianos llegaran a la Tierra —prosiguió, al reparar en la expectación del muchacho—, cruzando los sesenta millones de kilómetros de insondable oscuridad que nos separan de ellos, en unos cilindros disparados desde su planeta por algún poderoso cañón, y que una vez aquí, fabricaran las máquinas de combate con las que arrasarían nuestras ciudades. Imagínate unos siniestros trípodes de largas y finas patas de unos veinte metros de altura o más, que al avanzar aplastaran pinos, casas y todo lo que encontraran a su paso, mientras desde la estructura superior disparasen una suerte de rayo calórico con el que vencerían fácilmente a cualquier ejército terráqueo. Con unas máquinas así, los marcianos nos conquistarían en cuestión de semanas, puede que solo de días.

—Me gustaría leer esa historia —reconoció el muchacho, entre sobrecogido y fascinado.

—Pues te regalo la idea —dijo alegremente Wells—. Puedes escribirla cuando quieras. Y así yo también podré leerla.

El muchacho sacudió la cabeza, sonriendo con timidez.

—Me temo que no me gusta escribir —se disculpó.

—Quizá te guste con el tiempo —dijo Wells—. Nunca se sabe. Tal vez ese sea tu destino, muchacho: convertirte en escritor. ¿Cómo te llamas?

—Herbert George Wells —respondió el muchacho—, un nombre muy largo para cualquier escritor.

—Siempre puedes acortarlo. —Wells sonrió con simpatía, y luego le tendió la mano—. Encantado de conocerte, George.

—Igualmente —dijo el muchacho, tendiéndole la suya.

Y junto a las negras aguas del malecón de Southsea, un hombre se estrechó la mano a sí mismo, sin que el universo estallara o pareciera acusar de algún modo la anomalía. Tras ello, Wells, sintiendo la tibieza de su propia mano en la suya, se despidió de sí mismo con una inclinación de cabeza, y comenzó a caminar hacia la salida del malecón. Pero apenas había dado un par de pasos, cuando se volvió de nuevo hacia el muchacho.

—Por cierto, una última cosa… —le dijo con una sonrisa, fingiendo que había olvidado lo más importante que tenía que decirle—. Si algún día escribes esa historia, no permitas que ganen los marcianos, por mucho que quieras criticar el colonialismo británico.

—Pero yo no voy a… —trató de decir su gemelo.

—Escribe un final donde los marcianos sean derrotados, por favor. No les quites la esperanza a los lectores.

El muchacho dejó escapar una risita escéptica.

—Bueno, lo haré. Si algún día llego a escribirla, le prometo que lo haré. Pero… —dudó—. ¿Qué podría vencer a esas poderosas máquinas marcianas?

Wells se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea, pero seguro que se te ocurre algo, muchacho. Desde ahora hasta que la escribas, tienes tiempo de sobra.

El muchacho asintió, divertido ante el encargo del desconocido. Wells se llevó la mano al sombrero, a modo de despedida, y se fue por donde había venido, sin dejar por ello de estar todavía allí, frente a las negras y susurrantes aguas del malecón, sonriendo con un rictus irónico que visitaba por primera vez sus labios.

42

Tuvieron que pasar diecisiete años para que aquel muchacho, convertido en escritor por su tozudo destino, publicara
La guerra de los mundos
. Cuando al fin tuvo la novela en sus manos, Wells pasó las páginas de aquel libro que tan bien conocía con la misma melancolía con que había pasado las de su vida, pues durante el tiempo transcurrido había visto crecer al muchacho del malecón, abandonar aliviado la pañería de Southsea para trabajar como ayudante de Byatt, conseguir una beca para ingresar en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, casarse con su prima Isabel sabiendo que no tardaría en divorciarse para irse a vivir con Jane a Mornington Place, vomitar sangre en las escaleras de la estación de Charing Cross, publicar
La máquina del tiempo
, maldecir ante la puerta de Viajes Temporales Murray, mudarse a la casita con jardín de Woking… Y todo eso había ocurrido exactamente como debía ocurrir, sin que Wells hubiera percibido el menor cambio en los acontecimientos, y ahora, con la novela ante sí, al fin podía comprobar si la arriesgada conversación que había mantenido consigo mismo frente al malecón de Southsea había servido para algo.

Su novela era casi idéntica a la que él había escrito, pero le alegró constatar que difería de ella en dos cosas: los marcianos no arrasaban su planeta en aeronaves con forma de mantas rayas, sino en trípodes con aspecto de siniestras arañas, lo cual estremecería al lector con un terror mucho más cercano. Aquellas páginas incluso le hicieron revivir el miedo que había padecido mientras huía de los verdaderos trípodes, en una vida que, aunque a veces se le antojaba poco más que un terrible sueño, había dejado en su alma un poso lo suficientemente vívido como para que algunas noches lo torturasen las pesadillas.

Pero la sustitución de las aeronaves por los trípodes no dejaba de ser un detalle irrelevante. El motivo por el que Wells se había arriesgado a conversar con su yo de quince años era convencerlo para que cambiara el final, y le agradó comprobar que el muchacho había cumplido su promesa. Si en su versión los marcianos conquistaban el planeta, tomando como esclavos a los escasos supervivientes, en la novela escrita por su gemelo temporal, estos eran derrotados a los pocos días de su llegada, aunque no por el hombre. No, claro que no, ¿cómo podría hacerlo? Lo que derrotaba a los poderosos marcianos eran los organismos más humildes que Dios, en su infinita sabiduría, había puesto sobre la Tierra: las bacterias. Sí, después de que todas las armas de los hombres fracasaran, esas criaturas microscópicas, que habían estado cobrando su precio sobre la humanidad desde el inicio de los tiempos, que la habían diezmado sin piedad hasta que esta consiguió volverse inmune a su presencia, habían invadido el organismo de los marcianos en cuanto arribaron a nuestro planeta, imperceptibles, hacendosas y mortales. Dada la ausencia de gérmenes en Marte, los marcianos no habían podido desarrollar ninguna defensa contra ellas. Podía decirse que estaban condenados antes de poner sus pies sobre nuestro mundo.

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