El mapa del cielo (44 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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Clayton sonrió con melancolía, observando el apéndice metálico que le asomaba por la manga de la chaqueta.

—Ha acertado, señor Wells —reconoció—. La perdí en una… misión.

—Espero que mereciera la pena —se apiadó Wells, a quien la amputación de un miembro se le antojaba un trauma imposible de superar, una calamidad que probablemente terminaría conduciéndole al suicidio.

—Digamos que fue decisivo —resumió el agente, sin demasiadas ganas de extenderse.

Wells asintió, dándole a entender que no iba a preguntar nada más sobre el asunto.

—Parece un trabajo exquisito —se limitó a comentar educadamente.

—Sí, lo es. —Clayton sonrió con visible orgullo, acercándole la mano ortopédica para que pudiera estudiarla al detalle—. Ha sido fabricada por un cirujano y un maestro armero francés.

Fingiendo más interés del que en realidad sentía, Wells acunó la prótesis en sus manos, dándole tratos de reliquia. El joven se dejó hacer casi con aburrimiento, mientras le explicaba que podía desenroscarse y admitir un sinfín de utensilios para otras funciones, desde comer hasta matar. Wells se acordó de su tío Williams, que había perdido el brazo derecho y mostraba un muñón en el que se atornillaba un garfio que a la hora del almuerzo sustituía alegremente por un tenedor. Pero la sofisticada prótesis que lucía Clayton convertía la de su tío en el trabajo manual de un escolar. Cuando terminó su vago estudio, retiró sus manos y ambos se abismaron de nuevo en la contemplación del paisaje, mientras el silencio volvía a instalarse en el carruaje.

—¡Es absurdo que piense que tengo alguna relación con los marcianos porque escribí una novela para anunciar su invasión! —dijo de repente Wells, como para sí.

La brusca queja de Wells sobresaltó al agente.

—Tan absurdo como que alguien reproduzca una invasión marciana para conquistar a una dama —le contestó con una sonrisa.

—Bueno, pronto saldremos de dudas —murmuró Wells, encogiéndose de hombros.

Clayton asintió y volvió a sumirse en el paisaje, dando por zanjado el asunto. Pero al poco, se aclaró la garganta y, para sorpresa de Wells, anunció:

—Por cierto, ¿le he dicho ya que soy un gran admirador de su obra? He leído todas sus novelas con sumo placer.

Wells cabeceó con indiferencia. Lo que menos le apetecía ahora era tener que agradecer los elogios de un admirador.

—Yo también escribo, ¿sabe? —confesó entonces Clayton, con el exagerado pudor de los principiantes. Volvió a carraspear y añadió—: ¿Podría pasarle algún manuscrito para que me diera su opinión? Para mí significaría mucho.

—Por supuesto, agente Clayton. Con mucho gusto. Envíemelo a mi residencia de Marte —respondió Wells, y se concentró en el paisaje que mostraba la ventanilla.

21

Un par de millas de silencio después, el carruaje llegó a los prados comunales de Horsell. Desde que cruzaron el puente de Ottershaw hacia las canteras de arena, habían empezado a encontrarse con grupos de curiosos que acudían desde Woking o Chertsey para ver lo mismo que ellos. Pero aquellas pequeñas avanzadillas se convirtieron en una verdadera marea humana cuando alcanzaron el lugar donde supuestamente había aterrizado el cilindro marciano. Atisbando por la ventanilla del carruaje, Wells pudo comprobar que allí reinaba el desorden más absoluto. Un enjambre de curiosos atestaba los pastos, y apostados aquí y allá, varios muchachos vendían periódicos recién horneados, componiendo con sus agudas voces un orfeón de titulares que dejaba traslucir las dudas y especulaciones del hombre sobre lo que había aparecido en Horsell: «¿Nos invade Marte?», «Máquinas extrañas en Woking», «La ficción se hace realidad», «¡No estamos solos!», «¿Es H. G. Wells un marciano?»… El carruaje se detuvo junto a una docena de coches y cabriolés que se arracimaban al comienzo de los pastos, entre los que descollaba un carruaje de lujo que no pasó desapercibido a Wells. Clayton y él se apearon del vehículo y se dirigieron, abriéndose paso entre un caos de ciclistas, carretas de vendedores de manzanas y tenderetes de cerveza de jengibre, hacia el penacho de humo que señalaba la posición del cilindro, apenas visible tras la multitud de curiosos que parecía agitarse ante él como un grupo de adoradores.

A medida que fueron acortando distancia, pudieron comprobar que la máquina se hallaba parcialmente enterrada en la arena. El impacto del proyectil había abierto un enorme agujero en la tierra, salpicando arena y piedras en todas direcciones e incendiando los brezos de los alrededores, que todavía exhalaban graciosas hilachas de humo hacia el cielo del mediodía. Bracearon entre el mar de curiosos hasta situarse en primera fila, y Wells pudo certificar entonces que Murray había hecho finalmente un trabajo excelente. El supuesto cilindro marciano era casi idéntico al que él había descrito en
La guerra de los mundos
: rotundo, enorme y revestido de un fuselaje ceniciento contra el que rebotaban las piedras que en aquel momento le lanzaban los niños que había sentados al borde del pozo. Y el mundo también había reaccionado tal y como él había predicho, creando aquel aire de diversión campestre en torno a la mortífera máquina. Algunas personas incluso se estaban haciendo fotografías con el cilindro al fondo, como si se tratase de un monumento.

—Coincidirá conmigo en que es como estar dentro de su novela —dijo Clayton como si le leyera el pensamiento, abarcando todo aquel alboroto con los brazos abiertos.

—Sí, es una recreación perfecta —admitió Wells con admiración—. Murray es el mejor estafador del mundo.

—No lo dudo, señor Wells, no lo dudo. Hasta ha conseguido que el tiempo coincida con el de su novela: hace calor y no corre el menor aire —ironizó Clayton. Luego sacó su reloj de bolsillo y añadió, fingiendo desilusión—: Aunque lo que no ha conseguido es que se paren nuestros relojes, y creo recordar que en su novela se detenían, al tiempo que todas las brújulas apuntaban hacia el lugar donde había caído el cilindro.

—Suprimiría esa parte si volviera a escribirla… —murmuró Wells, distraído.

Sus ojos se habían posado en una muchacha de buena condición que observaba el cilindro ligeramente apartada del tumulto. Como el velo de una viuda, la sombra de su sombrillita le cubría parte del rostro, pero dado que no había ninguna otra dama de aspecto adinerado por los alrededores, Wells pensó que tal vez fuera la amada de Murray, que habría llegado hasta allí en el lujoso carruaje que había visto antes. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando la muchacha comenzó a hacer girar su sombrillita con ademán nervioso. Así que la mujer existía. Murray no se la había inventado, por muy idílico que se le antojara el retrato descrito en su carta. Wells la contempló con atención, mientras ella observaba el cilindro con una gravedad que contrastaba con la desenfadada jovialidad que mostraban todos los allí reunidos. Y no pudo sino compadecerla, pues la muchacha tendría que casarse con el millonario si Murray lograba sacar un marciano de la chistera de hierro que había arrastrado hasta allí. Eso significaba, se dijo, que él estaría también por los alrededores, quizá incluso disimulado entre el público, regocijándose de la expectación que había creado con su juguete. Aprovechó que Clayton fue a hablar con el capitán de policía que intentaba que los curiosos no se acercaran demasiado al pozo, para pasear una mirada rápida por la alborotadora multitud, pero no lo reconoció. ¿Tanto había cambiado su aspecto que era incapaz de identificarlo?, se preguntó.

Sacó entonces su reloj de bolsillo y consultó la hora. Probablemente, en aquellos instantes, Jane estaría subiendo al tren que la llevaría a Londres, donde había quedado para almorzar con los Garfield. Antes de marcharse con el agente, Wells le había dejado una nota en la cocina explicándole a grandes rasgos la situación, y diciéndole que continuara con sus planes, que él estaría ocupado en aquello toda la mañana. Lo más seguro era que ella regresara de Londres por la tarde, más o menos a la hora que lo haría él, pues Murray no tardaría demasiado en realizar su siguiente movimiento —sacar un marciano del cilindro o lo que fuera que hubiese preparado—, y entonces se descubriría al fin que todo aquello no era más que una pantomima, Clayton le pediría disculpas por sus ridículas sospechas y él podría volver a Worcester Park y seguir con su vida, al menos hasta que Murray intentara llevar a la realidad
El hombre invisible
.

Tras su charla con el capitán de policía que parecía estar a cargo de todo aquello, Clayton regresó a su lado, sorteando a los mirones con fastidio.

—Varias compañías de soldados se dirigen hacia aquí, señor Wells —le informó—. En menos de una hora, el cilindro estará rodeado. El regimiento de Cardiff se está desplegando desde Aldershot. Y otra compañía se encargará de evacuar Horsell, por lo que pueda pasar. También se esperan cañones Maxim… Como ve, su novela es una guía estupenda para adelantarnos a los acontecimientos.

Wells lanzó un bufido de cansancio.

—No creo que la presencia del ejército sea necesaria en este caso —respondió.

Clayton le contempló divertido.

—Sigue convencido de que esto es obra de Gilliam Murray, ¿verdad?

—Por supuesto, agente.

—Pues debe de contar con un presupuesto bien holgado para sus galanteos, pues el capitán Weisser ha oído rumores de que han caído otros cilindros en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks.

—¿Caído? ¿Tiene noticias de que alguien los haya visto caer del cielo? Algo así no hubiera pasado desapercibido a ningún observatorio, ¿no cree? —preguntó irónicamente Wells.

—No, no tengo ninguna noticia de eso —reconoció Clayton con fastidio.

—Entonces, podría decirse que es como si alguien los hubiese colocado ahí, como piececitas de ajedrez, ¿no le parece?

El agente iba a responder cuando algo llamó su atención.

—¿Qué demonios es eso? —exclamó mirando por encima del hombro de Wells.

Al volverse también hacia el cilindro, el escritor descubrió la causa de su sorpresa. Una suerte de tentáculo de acero había surgido de su interior y oscilaba en el aire, sinuoso como una cobra. Estaba rematado por un extraño artilugio que parecía un periscopio, pero que bien podía ser algún tipo de arma. Clayton reaccionó con rapidez.

—¡Ayúdeme a echar hacia atrás a esos idiotas! Por lo visto, ninguno ha leído su novela.

Wells sacudió la cabeza.

—¡Cálmese, Clayton! —ordenó, atrapándolo por el brazo—. Le aseguro que no sucederá nada. Todo esto no es más que una farsa, hágame caso. Lo único que Murray pretende es asustarnos. Y si lo consigue…

Clayton no respondió. Su mirada estaba clavada en el hipnótico fluctuar del tentáculo.

—¿Me ha oído? ¡Todo es una farsa! —repitió Wells, sacudiéndolo—. Esa cosa no disparará ningún rayo calórico.

En ese momento, el tentáculo se meció levemente, como haciendo puntería, y un segundo después un rayo calórico brotó del artilugio que lo coronaba, emitiendo un silbido ensordecedor. A continuación, una especie de escupitajo de lava golpeó el cinturón de curiosos que rodeaba el cilindro, alcanzando de lleno a cuatro o cinco individuos que, antes de comprender lo que estaba sucediendo, se encontraron envueltos en llamas. La deflagración duró apenas unos segundos. Luego alguien pareció apartar el manto de fuego que los cubría, para desvelar un puñado de retorcidas esculturas de ceniza que enseguida se desmoronaron, esparciéndose delicadamente sobre la hierba. Como un solo hombre, la muchedumbre presenció espantada el atroz espectáculo, y acto seguido se volvió hacia el tentáculo, que ejecutaba un nuevo movimiento destinado a encañonarlos. La desbandada fue instantánea. Todos echaron a correr alejándose del pozo en cualquier dirección, como dados lanzados sobre el tapete por la mano del pánico.

Sin comprender cómo era posible que Murray hubiese ordenado abrir fuego contra inocentes, Wells corrió en busca del refugio de los árboles más próximos, que se hallaban a unos cien metros de distancia. Clayton, que corría a su lado, le gritó que avanzara en diagonal, para evitar ofrecer un blanco fácil al tentáculo. Él trató de seguir su recomendación, empujado de un lado a otro por la despavorida multitud, mientras el miedo se le remansaba en el estómago como agua helada. Se oyó entonces un nuevo silbido, y al instante otro rayo impactó unos cinco metros a su izquierda, lanzando a varias personas por los aires como en un manteo macabro. Antes de que Wells pudiera protegerse, un terrón de tierra le golpeó el rostro, atontándolo lo suficiente como para hacerle perder el hilo de sus pasos. Eso le obligó a detener su alocada carrera y echar un vistazo a su alrededor, tratando de orientarse. Cuando el humo se dispersó, contempló espantado el plantío de cadáveres carbonizados que adornaba la hierba unos metros a su derecha. Tras ellos, pudo distinguir a la muchacha que había identificado como la amada de Murray. El disparo no la había alcanzado por muy poco, pero la onda expansiva la había hecho caer, y ahora se encontraba arrodillada sobre la hierba, demasiado conmocionada para darle a sus piernas la orden de levantarse.

El tentáculo osciló de nuevo en el aire, escogiendo un nuevo blanco, y Wells aprovechó la efímera calma que había entre disparo y disparo para correr a auxiliar a la muchacha. Sorteando cuerpos calcinados y socavones del terreno, logró llegar a su lado y la tomó de los brazos con intención de levantarla. La muchacha se dejó hacer sin oponer resistencia.

—Yo no quería esto… Yo no quería… Le dije que bastaba con… —gimoteaba, inmersa en un ataque de pánico.

—Lo sé, señorita —la tranquilizó Wells—. Pero ahora lo único que importa es salir de aquí.

Echaron a correr hacia los árboles a trompicones, mientras oían cómo el tentáculo disparaba arbitrariamente sobre la aterrorizada multitud. Wells no pudo resistir la tentación de mirar por encima de su hombro. Lleno de espanto, contempló cómo varios rayos rajaban el manto del aire e impactaban contra los carruajes estacionados a la orilla de los pastos, fabricando un remedo del infierno del que surgieron un par de caballos forrados de llamas. Condenados, engalanados de serpentinas de oro por la muerte, los animales trotaban sin rumbo sobre la hierba, aportando cierto lirismo a aquella pesadilla.

Como en su novela, el rayo barría los campos de forma rápida y brutal, repartiendo muerte, destrozándolo todo con fría irreverencia. Vio árboles carbonizados, la tierra abierta en heridas humeantes, hombres y mujeres huyendo aterrorizados, carretas volcadas, y comprendió que había llegado el tan anunciado día del Juicio Final. ¿Cómo era posible que Murray…? Pero su mente no pudo terminar de formular la pregunta porque un rayo impactó a apenas un par de metros a su derecha, derrumbándolos sobre la hierba. Aturdido, ensordecido y con la piel ardiéndole, como si lo hubiera envuelto el aliento de un dragón, Wells buscó a la muchacha con la mirada, y descubrió con alivio que se hallaba tumbada a su lado. Tenía los ojos fuertemente cerrados, aunque no parecía haber sufrido ningún daño. Sin embargo, cuanto más tiempo permanecieran en el suelo, mayor sería el riesgo de recibir otro disparo o incluso de ser arrollados por la despavorida muchedumbre. Tomó aire, preparándose para levantarse de nuevo y reanudar aquella desesperada huida, cuando oyó la voz del agente Clayton.

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