El Mar De Fuego (47 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—¿No tendrá nada que ver con la profecía, verdad? —preguntó de improviso, atento a la reacción de Alfred.

Todo el cuerpo del sartán dio un respingo como si fuera un muñeco movido por un titiritero: irguió la cabeza, alzó las manos y abrió unos ojos como platos.

—¡No! —protestó—. ¡No, te lo aseguro! ¡No sé nada de esa..., de esa profecía!

Haplo lo estudió detenidamente. Alfred no renunciaba a mentir si se veía obligado a hacerlo, pero era malísimo para ello y soltaba sus mentiras con una expresión ansiosa, suplicante, como si rogara a su interlocutor que le creyese. En aquel momento, el sartán miraba a Haplo y tenía un aire asustado, abatido...

—¡No te creo!

—Lo digo de veras —respondió Alfred con un hilo de voz.

—¡Entonces, eres idiota! —exclamó Haplo, furioso y decepcionado—. ¡Deberías haberles preguntado! Al fin y al cabo, esa profecía fue mencionada en relación contigo.

—¡Razón de más para que no quiera saber nada de ella!

—¡Ésta sí que es buena!

—Una profecía significa que estamos destinados a hacer algo. Es una imposición, algo sobre lo cual no tenemos elección. Nos priva de nuestro libre albedrío. Con demasiada frecuencia, las profecías terminan cumpliéndose por sí mismas. Una vez que la idea penetra en la mente, actuamos, consciente o inconscientemente, para que se cumpla. Es la única explicación..., a menos que uno crea en un poder superior.

—¡Un poder superior! ¿Cuál? ¿Los mensch? —replicó Haplo en son de burla—. No tengo la menor intención de creer en esa «profecía». Pero estos sartán sí creen en ella y es eso lo que me interesa. Como bien dices —añadió con un guiño—, esa profecía podría «cumplirse por sí misma».

—Tú tampoco sabes a qué se refiere, ¿verdad? —apuntó Alfred.

—No, pero me propongo descubrirlo. De todos modos, no te preocupes. No voy a contártelo. Escucha, duque... —el patryn se volvió hacia Jonathan.

—¡Haplo! —Alfred contuvo el aliento y lo sujetó por el brazo.

—¡No intentes detenerme, te lo advierto...! —Haplo se desasió.

—¡Las runas! ¡Observa las runas!

Alfred señaló la pared con un dedo tembloroso. Haplo miró a su interlocutor pensando que se trataba de un truco para impedir que hablara con el duque, pero Alfred parecía sobresaltado de verdad. A regañadientes, con cautela, el patryn volvió la vista.

Desde que habían abandonado las mazmorras, los signos mágicos habían ido iluminándose uno tras otro, situados siempre en lo que sería el zócalo de las paredes. En cambio, en aquel punto, abandonaban la parte baja de la pared y subían por ésta hasta formar un arco de brillante luz azul. Haplo entrecerró los párpados para vencer el resplandor y miró más allá del arco de runas. No advirtió otra cosa que oscuridad.

—Es una puerta. Hemos llegado a una puerta —dijo Alfred, nervioso.

—¡Ya lo veo! ¿Adonde conduce?

—No..., no lo sé. Las runas no lo dicen. Pero... creo que no deberíamos avanzar más.

—¿Y qué sugieres que hagamos, entonces? ¿Esperar aquí y presentar nuestros respetos al dinasta?

Alfred se humedeció los labios con la lengua y su cabeza calva se perló de sudor.

—No, no... Es sólo que... En fin, que yo no...

Haplo avanzó hacia el arco. Ante su proximidad, las runas cambiaron de color; del tono azulado pasaron a un rojo flameante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. El patryn se cubrió el rostro con la mano e intentó seguir avanzando. El fuego rugía y crepitaba; el humo le cegaba los ojos. El aire sobrecalentado le laceró los pulmones. Las runas de sus brazos incrementaron su tono azul en respuesta, pero sus escasas fuerzas no podían protegerlo de las llamas que ya casi le chamuscaban la piel. Haplo retrocedió, respirando entrecortadamente. Atravesar aquel arco le habría costado la vida.

El patryn miró con rabia a Alfred considerándolo, sin ningún motivo, responsable de lo sucedido. Cuando Haplo se retiró, el fuego de las runas se convirtió en un leve resplandor rojo amarillento.

—Son runas de reclusión. No puedes cruzar —dijo Alfred, con la luz de los signos mágicos reflejada en sus ojos desorbitados—. ¡Nadie puede hacerlo! Por aquí hay otro pasadizo —añadió, y señaló un túnel que se extendía en ángulo recto con el que ocupaban.

Dejaron el arco ardiente, cuyas runas se apagaron hasta quedar de nuevo en completa oscuridad tras ellos, y avanzaron por el nuevo pasadizo. Alfred reinició su canturreo y las runas azules volvieron a iluminarse en la parte baja de las paredes, guiando su avance. Sin embargo, no habían dado ni cincuenta pasos cuando descubrieron que el pasadizo doblaba a la derecha, conduciéndolos de nuevo en la dirección de la que venían. Haplo no se sorprendió al ver que ante ellos se iluminaba otro arco.

—¡Oh, vaya! —murmuró Alfred, afligido—. ¡Pero no puede ser el mismo!

—No lo es —confirmó Haplo con voz sombría.

—Mira, el pasadizo tiene otra salida por ahí...

— ...y apuesto a que sólo nos conducirá a otro arco. Puedes ir a comprobarlo, pero...

—Los muertos se acercan —intervino de pronto el lázaro, con sus labios helados en una sonrisa extraña y espectral—. Puedo oírlos.

«... oírlos...», musitó el fantasma.

—Yo también los oigo —asintió Haplo—. El ruido del frío acero.

Miró al sartán. Alfred se encogió contra la pared; a juzgar por su expresión, se diría que hubiese querido fundirse con la roca.

—Runas de reclusión, has dicho. En tal caso, serán para impedir que alguien salga, no para evitar que entre.

Alfred lanzó una mirada trémula y desesperada a los signos mágicos.

—Nadie que se encuentre con estas runas querría entrar, por nada del mundo...

Haplo contuvo una réplica acerba y se volvió hacia Jonathan.

—¿Tienes alguna idea de lo que pueda haber ahí dentro?

El duque alzó hacia él unos ojos vidriosos y miró a su alrededor sin dar muestras de interés. Apenas tenía idea de dónde estaba y, evidentemente, le importaba aún menos. Haplo soltó un juramento en voz baja y se dirigió de nuevo a Alfred.

—¿Puedes romper las runas?

Al sartán le corría el sudor por el rostro. Tragó saliva, movió la nuez y asintió.

—Pero no lo entiendes —dijo con voz temblorosa, casi inaudible—. Estas runas son las más poderosas que es posible conjurar. ¡Tras esa puerta existe algo terrible! ¡No la abriré!

Haplo miró fijamente al sartán, midiendo qué sería preciso para forzarlo a actuar. Alfred estaba muy pálido pero tenía un aire resuelto, con los hombros muy erguidos; sus ojos sostuvieron la mirada de Haplo sin pestañear, con inesperada firmeza.

—¡Sea! —murmuró el patryn y, dando media vuelta, echó a andar hacia el arco. Las runas se inflamaron y notó el calor en el rostro y en los brazos. Apretó los dientes y continuó avanzando. El perro soltó un ladrido frenético.

—¡Quieto ahí! —le ordenó su amo, y siguió andando.

—¡Espera! —gritó Alfred en un tono no menos frenético que el del animal—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tu magia no puede protegerte!

El calor era intenso. La respiración se hacía difícil. La puerta mágica estaba en llamas, como un arco de fuego.

—Tienes razón, sartán —asintió Haplo. Entre toses, continuó avanzando con decisión—. Pero el final... será rápido. Y mi cuerpo... —miró atrás— no será de mucha utilidad a nadie cuando esté...

—¡No! ¡No lo hagas! ¡Yo... la abriré! —gritó Alfred entre temblores. Se despegó de la pared con esfuerzo y avanzó hacia el arco de runas arrastrando los pies.

Haplo se detuvo, se hizo a un lado y lo miró con una sonrisa calmosa y complacida.

—No tienes aguante —murmuró con desdén cuando el sartán pasó lentamente ante él.

CAPÍTULO 36

LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH

La figura de Alfred, ridícula y desmañada con la túnica negra excesivamente corta, empezó una danza solemne ante el arco en llamas.

Sus pies, incapaces de dar diez pasos sin tropezar, ejecutaron de pronto complicados pasos con una gracia y una elegancia extraordinarias. Su expresión era grave y severa, completamente absorta en la danza, que acompañaba de una cantinela también grave y severa. Sus manos trazaban runas en el aire y sus pies repetían los trazos sobre el suelo.

Haplo lo observó hasta que se dio cuenta de que una parte díscola de su ser se sentía conmovida y fascinada por la belleza de lo que contemplaba.

—¿Cuánto va a durar esto? —inquirió con voz áspera y disonante, interrumpiendo el canturreo.

Alfred no le prestó atención, pero el cántico y el baile terminaron poco después de que Haplo interviniera. La luz roja de las runas de reclusión parpadearon, se difuminaron y terminaron por apagarse. Alfred se sacudió y aspiró profundamente, como si emergiera de aguas profundas. Contempló la luz agonizante de las runas y exhaló un suspiro.

—Ya podemos pasar —anunció, secándose el sudor de la frente.

El grupo cruzó el arco sin novedad, aunque Haplo tuvo que vencer una inesperada y abrumadora sensación de rechazo a entrar, y experimentó un desagradable e intenso escozor en las runas tatuadas en su piel. De haber estado en el Laberinto, habría hecho caso de aquellas advertencias.

Fue el último en pasar bajo el arco, con el perro pegado a sus talones. Las runas volvieron a encenderse casi de inmediato y su fulgor rojizo iluminó el túnel.

—Esto debería detener a quien nos siga; al menos, debería retrasar su marcha. Puede que la mayoría de los sartán haya olvidado la antigua magia, pero no me atrevo a asegurar lo mismo de Kleitus... —Haplo hizo una pausa y frunció el entrecejo. Los signos mágicos en forma de arco despedían su brillo a ambos lados del arco—. ¿Qué significa eso, sartán?

—Estas runas son distintas —respondió Alfred con voz débil y atemorizada—. Los signos del otro lado estaban estructurados para mantener fuera a la gente. Estas —se volvió y clavó la vista en el oscuro pasadizo— tienen por objeto mantener algo dentro.

Haplo, cauteloso, se agazapó junto a la pared del túnel. Los patryn no destacaban por su imaginación y su creatividad, pero era preciso muy poco de una y de otra para que Haplo evocara visiones de diversos monstruos terribles que pudieran acechar en las profundidades de aquel mundo.

Y no le quedaban fuerzas ni para enfrentarse a un gato casero enfurecido.

Notó una mirada posada en él y alzó la vista rápidamente. El lázaro de la duquesa lo estaba contemplando. Los ojos del rostro muerto estaban fijos y pasmados, inexpresivos. Pero los del fantasma, que a veces miraban a través de los del cuerpo como una sombra consciente, lo observaban ahora fijamente.

Y su mirada era aciaga, siniestra. Una leve sonrisa curvaba los labios amoratados del lázaro.

—¿Por qué luchar? Nada puede salvarte. Al final, serás uno de nosotros.

El miedo atenazó a Haplo, le comprimió las entrañas y se le clavó en las tripas. No era el miedo cargado de adrenalina del combate, que da al hombre la fuerza que no tiene, la resistencia y la capacidad de sufrimiento que no posee. El temor que experimentaba ahora era el del niño a la oscuridad, el terror a lo desconocido, el miedo debilitador a algo que no entendía y que, por lo tanto, no podía controlar.

El perro, percibiendo la amenaza, emitió un gruñido y se situó entre su amo y el lázaro, con los pelos del cuello erizados. El cadáver bajó sus ojos de mirada malévola, roto su horrible hechizo. Alfred había reemprendido el avance por el túnel, murmurando las runas para sí. Los signos mágicos azules de las paredes volvían a guiarlos hacia adelante. Detrás de él caminaba el cadáver del príncipe Edmund, cuyo fantasma había vuelto a separarse del cuerpo y flotaba tras éste como un velo de seda raído.

Tembloroso y acobardado, Haplo permaneció pegado a la pared, tratando de recuperarse, hasta que la luz de las runas casi se hubo desvanecido. En ese momento, una voz que surgía de la penumbra le puso en dolorosa tensión cada nervio de su cuerpo.

—¿Crees que todos los cadáveres nos odiarán tanto? —Era la voz de Jonathan, desgarrada y angustiada.

Haplo no había estado atento, no había percibido la proximidad del duque. Tal desliz le habría costado la vida en el Laberinto. Haplo maldijo a Jonathan, y su maldición se extendió a sí mismo, al túnel, al veneno y a Alfred. Agarró al duque por el codo y lo empujó con aspereza pasadizo adelante.

El túnel era ancho y espacioso, con las paredes y el techo secos. El suelo de roca estaba cubierto de una capa virgen de polvo, sin marcas de pisadas o de garras, ni rastros sinuosos como los dejados por serpientes y dragones. Allí no se había producido intento alguno de borrar las runas y éstas brillaban con intensidad, iluminando el camino hacia lo que fuera que les esperaba.

Haplo aguzó el oído y olfateó, palpó y saboreó el aire. Pendiente de las reacciones de las runas tatuadas en su piel, avanzó muy atento a la menor señal de su cuerpo que pudiera advertirle de un peligro.

Nada.

Más aún: de no haberle parecido descabellado, el patryn habría jurado que experimentaba, en realidad, una sensación de paz, de bienestar, que relajaba sus músculos en tensión y calmaba sus nervios exacerbados. El sentimiento era inexplicable, no tenía sentido y, en pocas palabras, aumentaba su irritación.

Delante de él no percibía ningún peligro; en cambio, era indudable que sus perseguidores continuaban tras ellos.

El túnel se extendía en línea recta, sin curvas ni recodos, sin otros pasadizos que se bifurcaran de él. El grupo pasó bajo varios arcos, pero ninguno de ellos estaba protegido por runas de reclusión como las que habían encontrado en el primero. Entonces, de pronto, las runas azuladas que los guiaban desaparecieron bruscamente, como si el pasadizo quedara interrumpido por una pared.

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