El Mar De Fuego (48 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Cuando Haplo llegó de nuevo a la altura de Alfred, descubrió que, efectivamente, de eso se trataba. Un muro de roca negra, sólida y firme, se alzaba ante ellos. Sobre su pulida superficie se adivinaban unos trazos borrosos.

Runas. Más runas sartán, observó Haplo al estudiarlas en detalle bajo el tenue resplandor de los mágicos signos azulados que los habían llevado hasta allí. Sin embargo, hasta sus ojos inexpertos advirtieron que en aquellas runas había algo raro.

—¡Qué extraño! —murmuró Alfred al contemplarlas.

—¿El qué? —preguntó el patryn, nervioso e impaciente—. Perro, vigila —ordenó al animal. Éste, a un gesto de la mano de su amo, volvió sobre sus pasos para montar guardia en el camino—. ¿Qué es eso tan extraño? ¿Estamos en un callejón sin salida?

—No, no. Aquí hay una puerta...

—¿Puedes abrirla?

—Sí, desde luego. De hecho, un niño podría abrirla con facilidad.

—¡Entonces, busquemos a un niño para que lo haga!

Haplo ardía de impaciencia. Alfred, entretanto, estudiaba la pared con interés científico.

—La estructura rúnica no es complicada; se parece a los pestillos que uno usa en las alcobas o los cuartos de baño de una casa, pero...

—¿Pero qué? —Haplo reprimió el impulso de retorcerle el cuello largo y huesudo—. ¡Déjate de divagaciones!

—Aquí hay dos series de runas. —Alfred levantó un dedo y las señaló—. ¿Te das cuenta ahora, no?

Sí. Haplo reconoció las dos estructuras diferenciadas y se dio cuenta de que era aquello lo que había notado al contemplar la pared.

—Dos series de runas —Alfred parecía hablar consigo mismo—. Una de ellas, parece añadida más tarde..., mucho más tarde, me atrevería a decir, pues los signos están grabados encima de las runas originales.

La frente alta y abovedada del sartán se llenó de arrugas; sus cejas finas y canosas se juntaron en un gesto de pensativa consternación. El perro lanzó un único y sonoro ladrido de advertencia.

—¿Puedes abrir la condenada puerta o no? —repitió Haplo con las mandíbulas encajadas y los puños crispados, conteniendo su irritación.

Alfred asintió con aire abstraído.

—Entonces, hazlo.

El patryn lo dijo en un susurro para no hacerlo a gritos. Alfred se volvió hacia él con expresión desolada.

—No estoy seguro de que deba.

—¿Que no estás seguro? —Haplo lo miró, sin dar crédito a lo que decía—. ¿Por qué? ¿Tan terrible es lo que hay escrito en esa puerta? ¿Más runas de reclusión?

—No —reconoció Alfred, tragando saliva en un gesto nervioso—. Son runas de..., de santidad. Este lugar es sagrado, ¿no lo notas?

—¡No! —mintió Haplo, colérico—. ¡Lo único que noto es el resuello de Kleitus en la nuca! ¡Abre la condenada puerta!

—Sagrado..., santificado. Tienes razón —susurró Jonathan con voz de temerosa admiración. El duque había recobrado algo el color y miraba a su alrededor con asombro, a la defensiva—. ¿Qué lugar es éste? ¿Cómo es que nadie sabía que existía esto aquí abajo?

—Las runas son antiguas, casi de la época de la Separación. Probablemente, los signos mágicos de reclusión mantuvieron a distancia a todo el mundo y, con el paso de los siglos, su existencia cayó en el olvido.

Haplo expulsó de su mente el desagradable pensamiento de que aquellas runas de reclusión habían sido colocadas para impedir que lo que hubiese más allá pudiera cruzarlas.

El perro ladró de nuevo. Volviendo sobre sus pasos, corrió hacia su amo y se plantó a sus pies, tenso y jadeante.

—Kleitus se acerca. Abre la puerta —insistió Haplo—. O quédate aquí y disponte a morir.

Alfred miró hacia atrás con temor. Después, miró adelante con la misma expresión. Exhaló un suspiro y pasó las manos por la pared recorriendo las runas y cantándolas en voz baja. La piedra empezó a disolverse bajo sus dedos y apareció en la pared, más rápido de lo que la vista podía captar, un boquete circundado de runas azuladas.

—¡Atrás! —gritó Haplo. Se pegó a la pared y se asomó con cautela a la oscuridad del orificio, preparado para enfrentarse a unas fauces babeantes, unos colmillos afilados o algo aún peor.

Nada. Sólo una nube de polvo. El perro lo olfateó y estornudó.

Haplo recuperó la compostura y, cruzando la abertura, se sumió en la oscuridad. Casi deseaba que algo saltara sobre él. Algo sólido y real, que el patryn pudiera ver y combatir.

Su pie encontró un obstáculo en el suelo. Lo empujó suavemente con la puntera y el objeto rodó hacia adelante con un sonido hueco.

—¡Necesito luz! —murmuró Haplo volviendo la cabeza hacia Alfred y Jonathan, que permanecían agazapados al otro lado de la abertura.

Alfred avanzó hacia el patryn agachando la cabeza para no golpearse con el quicio de la entrada. Una vez dentro, movió las manos con rápidos gestos y recitó unas runas con una cantinela que produjo dentera a Haplo. Pronto empezó a surgir una luz blanca y suave de un globo recubierto de runas que colgaba del centro de un techo alto en forma de bóveda.

Debajo del globo había una mesa ovalada tallada en una piedra blanca, inmaculada; una mesa que no procedía, con certeza, de aquel mundo. Siete puertas selladas en las paredes de la sala conducían sin duda a otros tantos túneles, parecidos al que habían seguido, que desde diferentes direcciones confluían en aquel lugar. Y todos ellos, sin duda, estarían marcados con las mortíferas runas de reclusión.

Unas sillas, que un día debieron de estar colocadas en torno a la mesa, aparecían derribadas por el suelo, volcadas y desordenadas. Y, en medio de aquel desorden...

—¡Sartán misericordioso! —exclamó Alfred, juntando las manos con una palmada.

Haplo siguió su mirada. El objeto que había apartado con el pie era un cráneo.

CAPÍTULO 37

LA CÁMARA DE LOS CONDENADOS, ABARRACH

El cráneo, impulsado por el puntapié, había rodado hasta tropezar con una pila de huesos pelados, donde se había detenido. Más esqueletos y más cráneos, casi demasiados para contarlos, llenaban la cámara. Todo el suelo de la habitación estaba alfombrado de huesos. Perfectamente conservados en la atmósfera sellada, intactos a lo largo de los siglos, los muertos yacían donde habían caído, con las extremidades torcidas en posturas grotescas.

—¿Cómo ha muerto esta gente? ¿Qué los mató? —Alfred miró a un lado y a otro, esperando ver surgir en cualquier momento al responsable de las muertes.

—Puedes tranquilarte —dijo Haplo—. No los atacó nada. Se mataron entre ellos. Y algunos ni siquiera iban armados. Mira esos dos, por ejemplo.

Una mano empuñaba una espada cuya brillante hoja de metal no se había oxidado en aquella atmósfera seca y cálida. El filo mellado del arma yacía junto a una cabeza seccionada y separada de los hombros.

—Un arma, dos cuerpos.

—Sí, pero entonces, ¿quién mató al matador? —inquirió Alfred.

—Buena pregunta —reconoció Haplo.

Se arrodilló a examinar con más detalle uno de los cuerpos. Las manos del esqueleto estaban cerradas en torno a la empuñadura de una daga. La hoja estaba firmemente encajada entre las costillas del propio cadáver.

—Parece que el matador se dio muerte a sí mismo —observó el patryn.

Alfred retrocedió un paso con una mueca de horror. Haplo echó un rápido vistazo a su alrededor y constató que más de uno había muerto de su propia mano.

—Asesinato en masa. —Se incorporó—. Suicidio en masa.

Alfred lo miró, espantado.

—¡Eso es imposible! ¡Los sartán veneramos la vida! ¡Nosotros jamás...!

—¿Igual que jamás habéis practicado la nigromancia? —lo cortó Haplo con brusquedad.

Alfred cerró los ojos, hundió los hombros y ocultó el rostro entre las manos. Jonathan penetró a regañadientes en la estancia y contempló el panorama con aire perplejo. El cadáver del príncipe Edmund se quedó junto a una pared, impasible, sin demostrar el menor interés. Aquella gente no era su pueblo. El lázaro de Jera se deslizó entre los restos de esqueletos moviendo con rapidez sus ojos muertos-vivos.

Haplo no perdió de vista a la duquesa mientras se acercaba a Alfred, que se había recostado contra la pared con aire abatido.

—Domínate, sartán. ¿Puedes cerrar esa puerta?

Alfred lo miró con cara angustiada.

-¿Qué?

—¡Cerrar la puerta! ¿Puedes hacerlo?

—Eso no detendrá a Kleitus. Ha sabido cruzar las runas de reclusión.

—Al menos, retrasará su entrada. ¿Qué diablos te sucede?

—¿Estás seguro de que quieres que...? ¿De veras quieres... quedarte aquí encerrado?

Con un gesto de impaciencia, Haplo indicó las otras seis puertas de la cámara.

—¡Oh, sí, claro, ya entiendo...! —murmuró Alfred—. Supongo que no sucederá nada...

—¡Supón todo lo que quieras, pero cierra esa maldita puerta! —Haplo dio una vuelta sobre sí mismo, inspeccionando las otras salidas—. Bueno, debe haber algún modo de averiguar adonde conducen. Debe haber alguna indicación...

Un sonido crepitante lo interrumpió; la puerta empezaba a cerrarse.

«¡Vaya, muchas gracias!», se disponía a comentar Haplo con sarcasmo, pero se contuvo cuando advirtió la expresión de Alfred.

—¡No lo he hecho yo! —exclamó el sartán, vuelto con los ojos desorbitados hacia la puerta de piedra que cerraba lenta e inexorablemente la abertura.

De pronto, movido por un impulso irracional, Haplo no quiso verse atrapado en aquel lugar. De un salto, interpuso su cuerpo entre la puerta y la pared.

La maciza puerta de piedra siguió avanzando hacia él.

Haplo la empujó con todas sus fuerzas. Alfred se agarró furiosamente a la puerta con las manos, tratando de hundir los dedos en la piedra.

—¡Usa la magia! —ordenó Haplo.

Con voz desesperada, Alfred gritó una runa. La puerta continuó cerrándose. El perro se puso a ladrar ante ella frenéticamente. Haplo hizo un intento de detenerla empleando su propia magia y sus manos trazaron unos signos mágicos sobre la puerta que estaba a punto de estrujarlo.

—¡No servirá de nada! —gimió Alfred dándose por vencido en su intento de detener la puerta—. No hay nada que hacer. ¡Esa magia es demasiado poderosa!

Haplo tuvo que darle la razón. En el último momento, cuando ya estaba a punto de quedar aplastado entre la puerta y la pared, saltó a un lado quitándose de en medio. La puerta se cerró con un estruendo sordo que levantó una nube de polvo e hizo vibrar los huesos de los esqueletos.

Bien, se dijo el patryn. La puerta ya estaba cerrada. Era lo que quería, ¿no? ¿A qué venía, entonces, su reacción de pánico?, se preguntó, furioso consigo mismo. Era aquel sitio. La sensación que le producía aquella sala. ¿Qué había impulsado a aquella gente a matarse entre sí, incluso a suicidarse? ¿Y a qué venían las runas de reclusión, destinadas a impedir que nadie entrara o saliera...?

Una suave luz blancoazulada empezó a iluminar la cámara. Haplo alzó la cabeza rápidamente y vio aparecer una serie de runas que formaba un círculo en torno a la parte superior de las paredes de la cámara.

Alfred soltó un jadeo.

—¿Qué sucede? ¿Qué dicen esas runas? —Haplo se dispuso a defenderse.

—¡Este lugar está... santificado! —El sartán soltó una nueva exclamación de asombro y siguió contemplando las runas, cuyo resplandor se hizo más brillante, bañándolos con una potente luz—. Creo que empiezo a entender. «Quien traiga la violencia a este lugar... la encontrará vuelta contra él mismo.» Esto es lo que dicen.

Haplo exhaló un suspiro de alivio. Había empezado a tener visiones de gente atrapada en el interior de una sala sellada, muriendo de asfixia, volviéndose loca y poniendo un rápido fin a sus vidas.

—Eso lo explica. Estos sartán empezaron a luchar entre ellos, la magia reaccionó para detener la violencia y el resultado fue el que vemos.

El patryn empujó a Alfred hacia una de las puertas. No importaba adonde condujera; lo único que quería Haplo era salir de allí. Por poco no estrelló al sartán contra la pared de roca.

—¡Ábrela!

—Pero ¿por qué es sagrada esta cámara? ¿A qué está consagrada? ¿Y por qué, si es sagrada, ha de tener una protección mágica tan poderosa?

Alfred, en lugar de concentrarse en las runas de la puerta, dejó vagar la mirada por la estancia. Haplo flexionó los dedos y apretó los puños.

—¡Va a ser sagrada para tu cadáver, sartán, si no abres inmediatamente esta puerta!

Alfred se dispuso a hacerlo con irritante lentitud, palpando la piedra con las manos. Miró con fijeza la roca y murmuró unas runas con voz ininteligible. Haplo se quedó junto al sartán para asegurarse de que no se distraía.

—Es nuestra oportunidad perfecta para escapar. Aunque Kleitus consiga llegar hasta aquí, no tendrá la menor idea de qué camino hemos tomado...

—Aquí no hay fantasmas — intervino la voz del lázaro.

«... no hay fantasmas...», susurró el eco.

Haplo volvió la cabeza y vio al lázaro pasando de un esqueleto al siguiente. El cadáver del príncipe abandonó su posición junto a la entrada y avanzó hasta las inmediaciones de la mesa de piedra blanca situada en el centro de la estancia.

¿Eran imaginaciones suyas, se preguntó Haplo, o el fantasma del príncipe se estaba haciendo más nítido y tangible?

El patryn parpadeó y se frotó los ojos. Era aquella condenada luz. ¡Nada tenía el aspecto que debería!

—Lo siento —dijo Alfred con un hilo de voz—. No quiere abrirse.

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