El Mar De Fuego (53 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—Así viajaré más deprisa. —Haplo estiró los brazos y se frotó el cuello, rígido y dolorido. No le gustaba el aspecto del fantasma. Verlo lo hacía pensar de nuevo en la información que había olvidado.

—Vas a marcharte sin las runas-guía...

El fantasma no intentaba disuadirlo, aparentemente. No parecía que le importase si lo hacía o no; sólo señalaba algo que resultaba obvio. Haplo pensó que, probablemente, se sentía solo y le gustaba oír su propia voz.

—Calculo que estamos en la parte más profunda de las catacumbas —respondió—. Encontraré un pasadizo que lleve hacia arriba y lo seguiré hasta donde me lleve. ¡No puedo terminar mucho peor de lo que me ha ido siguiéndolo a él! —señaló con un gesto a Alfred, que se había movido y ahora yacía boca abajo, con las nalgas sobresaliendo en una postura de lo más indecorosa—. Además, he estado en sitios peores. Nací en uno de ellos. ¡Vamos, perro!

El animal bostezó, se desperezó, extendió las patas delanteras, echó el cuerpo hacia adelante, estiró las traseras y, por último, se sacudió desde el hocico hasta el rabo.

—¿Sabes qué sucede ahí arriba? —El fantasma alzó la mirada con un brillo en los ojos.

—Puedo adivinarlo —murmuró Haplo, sin ganas de hablar del tema.

—No llegarás con vida a la nave. Te convertirás en alguien como Kleitus y Jera: almas atrapadas en un cuerpo muerto, llenas de odio hacia la parodia de vida que los ata a este mundo y llenas de miedo a la muerte que los liberaría.

—Correré el riesgo —replicó Haplo, pero notó la palma de las manos húmeda y fría. Un sudor helado le bañó todo el cuerpo, aunque el aire del túnel era caluroso y sofocante.

«¡Muy bien, tengo miedo!», reconoció para sí. Los patryn respetaban el miedo, no se avergonzaban de él; así se lo enseñaban los mayores en el Laberinto. El conejo no siente vergüenza de huir del zorro, y éste no la siente de ponerse a distancia del león. Uno tenía que escuchar su propio miedo, enfrentarse a él, entenderlo y superarlo.

Haplo se acercó al fantasma del príncipe. Podía ver a través de él; pudo ver la pared que había tras él y, cuando advirtió la mirada fría y concentrada de los ojos del cadáver, supo que éstos también veían a través de su cuerpo.

—Revélame la profecía.

—Mis palabras son para los muertos —dijo el príncipe.

Haplo se volvió bruscamente, con movimientos rápidos, y tropezó con el perro, que había seguido sus pasos. El patryn pisó sin querer las patas delanteras del animal y éste lanzó un gañido de dolor, retrocedió de un salto y se encogió, sin entender qué había hecho mal.

Alfred despertó con un sobresalto.

—¿Qué...? ¿Dónde...? —balbució.

Haplo soltó una sarta de maldiciones y alargó la mano al perro.

—Lo siento, muchacho. Ven aquí. No lo he hecho a propósito...

El animal aceptó las disculpas y se acercó a su amo con aire congraciador para que lo rascara detrás de las orejas, indicando que no le guardaba resentimiento.

Al comprobar que sólo se trataba de Haplo, Alfred exhaló un suspiro de alivio y se enjugó el sudor de la frente.

—¿Te sientes mejor? —preguntó con interés.

La pregunta molestó a Haplo casi más de lo que podía soportar. ¡Un sartán, preocupado por su salud! Soltó una breve y agria risotada y dio media vuelta para proseguir la búsqueda de agua.

Alfred suspiró de nuevo y movió la cabeza. Estaba visiblemente dolorido, con el cuerpo rígido y retorcido como un viejo árbol nudoso. Miró a Haplo un momento y adivinó lo que estaba haciendo.

—¡Agua! ¡Buena idea! Tengo la garganta en carne viva. Apenas puedo hablar...

—¡Pues no lo hagas! —Haplo completó la cuarta ronda infructuosa por el túnel en busca del preciado líquido, con el perro pegado a los talones—. Nada. Seguramente, la encontraremos más cerca de la superficie. Será mejor que nos pongamos en marcha. —Se acercó a Jonathan y le dio un suave puntapié—. Despierta, duque.

—¡Oh, vaya! Me había olvidado. —Alfred se sonrojó—. Está bajo un hechizo. Estaba muriéndose. Bueno; en realidad, no, pero él creía que sí y el poder de sugestión...

—Sí, ya sé qué sucede con el poder de sugestión. ¡Tú y tus hechizos! ¡Despiértalo y larguémonos de aquí! ¡Y basta de runas-guía, sartán! —añadió Haplo, alzando un dedo en gesto de advertencia—. ¡El Laberinto sabe adonde nos conducirían ahora! Esta vez, tú me seguirás a mí. Y date prisa o me marcharé sin ti.

Pero no lo hizo. Lo esperó. Esperó a que Alfred despertara al duque y esperó a que el desdichado Jonathan recobrara el sentido.

Esperó. Consumido de impaciencia y atormentado por la sed, pero esperó.

Y, cuando se preguntó por qué había cambiado de idea y no se había marchado solo, se respondió que era lógico viajar en grupo.

CAPÍTULO 41

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

El túnel ascendía en una pendiente suave y constante que los condujo lejos de la Cámara de los Condenados hasta desembocar en las orillas de un vasto lago de magma, cuyo fuego iluminaba la noche perpetua de la caverna con un fulgor rojizo. No había manera de rodearlo; sólo podían pasar por encima de la roca fundida, por un estrecho puente de roca que salvaba la masa de lava fundida como una fina línea negra serpenteante sobre un infierno. El grupo avanzó en fila india.

Las runas tatuadas en la piel de Haplo despidieron su fulgor azulado, protegiéndolo con su magia del calor y de los vapores. Alfred entonó uno de sus cantos en un murmullo. Su magia debía ayudarlo a respirar mejor o a caminar con más agilidad. Haplo no estaba seguro, pero intuyó que era lo segundo, pues lo sorprendió que el torpe sartán consiguiera cruzar sin novedad el traicionero puente.

Jonathan los siguió con la cabeza gacha, sin hacer caso a los comentarios de los demás, absorto en sus propios pensamientos. Con todo, había cambiado desde la jornada anterior. Su deambular no era ya errante y trompicado, sino firme y resuelto. Cuando cruzó el puente, mostró interés por lo que lo rodeaba y por su autoconservación, recorriendo el trecho sobre al abismo de roca fundida con cautela y gran atención.

—Al fin y al cabo, es joven —comentó Alfred en voz baja mientras observaba con nerviosismo la llegada del duque al final del puente, acompañado del cadáver del príncipe—. Su instinto de conservación ha vencido al deseo de poner fin a su desesperación acabando con su vida.

—Observa su rostro —apuntó Haplo, deseando por enésima vez que Alfred dejara de hurgar en su cerebro y de quitarle las palabras de la boca.

Jonathan había alzado la cabeza y miraba al fantasma del príncipe, que se cernía en el aire cerca de él. Sus jóvenes facciones, iluminadas por el intenso resplandor del magma, estaban prematuramente envejecidas; el horror y la pena habían marcado una mueca de tensión en sus labios, antes sonrientes, y ensombrecían la luz de sus ojos. Pero la hosca expresión de ausente desesperación se había borrado, reemplazada por una actitud pensativa, de estudio introspectivo. La mayor parte del tiempo, su mirada permanecía fija en el cadáver del príncipe.

El túnel continuó conduciéndolos hacia arriba y la pendiente fue haciéndose más pronunciada, como si estuviera impaciente por dejar atrás el horror de lo que quedaba allá abajo. Sin embargo, ¿qué nuevo horror les aguardaba arriba? Haplo no tenía idea y, en aquellos momentos, tampoco le importaba.

—¿Qué le hiciste con ese hechizo? —El patryn continuó hablando para distraerse, para apartar de su mente el recuerdo de la sed. Con un gesto, envió al perro a vigilar al duque y al cadáver.

—Sólo era un simple hechizo de sueño... —Alfred tropezó con sus propios pies y cayó de bruces. Haplo continuó caminando, inflexible, sin hacer caso de los jadeos y los gemidos del sartán.

—Esto está muy oscuro —dijo Alfred tímidamente, cuando llegó de nuevo a la altura de Haplo—. Podríamos utilizar las runas para iluminar el camino...

—¡Olvídalo! Ya he tenido bastante de magia sartán para el resto de mi vida. Y no me refería al hechizo de sueño. Hablo de ese encantamiento que nos hiciste en la cámara.

—Te equivocas. No conjuré ningún hechizo. Viste lo mismo que yo, y que él... Al menos, creo que vi... —Alfred miró de reojo a Haplo, en una clara invitación a hablar de lo que habían visto.

El patryn soltó un bufido y continuó la marcha en silencio.

El túnel se ensanchó y la pendiente se hizo más suave. Otros túneles partían de él en diversas direcciones. El aire era más fresco, más húmedo y fácil de respirar. Unas lámparas de gas siseaban en las paredes y formaban charcos de luz amarilla que alternaban con otros de oscuridad. Haplo no tuvo ninguna duda de que se acercaban a la ciudad.

¿Qué encontrarían cuando llegaran al final del pasadizo? ¿Guardias apostados, esperándolos? ¿Todas las salidas cerradas?

Agua. Esto era lo que importaba a Haplo en aquel momento. Al menos, habría agua. Era capaz de enfrentarse a un ejército de muertos por un sorbo.

Detrás de él, el príncipe y Jonathan conversaban en voz baja. El perro trotaba a sus pies y, una vez más, sirvió a su amo como discreto espía de su diálogo.

—Suceda lo que suceda, todo será culpa mía —decía Jonathan. Su tono de voz era triste, apesadumbrado. Aceptaba su culpa, pero ya no gemía de autocompasión—. Siempre he sido descuidado y poco juicioso. ¡Olvidé todo lo que me habían enseñado! No, eso no es del todo cierto: yo
decidí
olvidarlo. Cuando obré la magia sobre Jera, sabía muy bien lo que me hacía... ¡pero no podía soportar la idea de perderla! —Hizo una breve pausa y añadió—: Nosotros, los sartán, nos hemos obsesionado con la vida y hemos perdido el respeto por la muerte. Para nosotros, incluso una apariencia de vida, una espantosa caricatura de la vida, era preferible a la muerte. Tal actitud es consecuencia de creernos dioses. ¿Qué es, al fin y al cabo, lo que separa al hombre de los dioses? El dominio último sobre la vida y la muerte. Podíamos controlar la vida con nuestra magia, y entonces trabajamos hasta conseguir controlar la muerte... o, al menos, eso creímos.

Haplo se dio cuenta de que el duque hablaba de sí mismo y de su pueblo en pasado. Era como si estuviera escuchando a hurtadillas una conversación entre dos cadáveres, y no entre un muerto y un vivo.

—Empiezas a entender —dijo el príncipe.

—Quiero entender más —contestó Jonathan en tono humilde.

—Ya sabes dónde buscar las respuestas.

«En esa maldita cámara de ahí abajo, seguro —pensó Haplo—. O haz que el bueno de Alfred te cante sus condenadas runas otra vez.» ¿
Qué
era lo que tenía que recordar? Lo había visto todo tan claro... ¿
Qué
había visto...? Lo había entendido... ¿
Qué
había entendido? ¡Ah, si pudiera recordar...!

«¡Al diablo con todo aquello! —siguió diciéndose—. Sé todo lo que tengo que saber. Mi Señor es todopoderoso y omnisciente. Mi Señor gobernará un día sobre este mundo y sobre los demás. Le debo lealtad a mi Señor y a su causa. Todas estas dudas, estas divagaciones que me quieren confundir son una treta de los sartán.»

—Haplo... —le llegó la voz de Alfred.

—¿Qué quieres ahora?

Dio media vuelta y vio que el sartán había sufrido un nuevo traspié. Alfred yacía en el suelo con el rostro contraído de dolor y le alargaba la mano, mostrándole la palma.

—¡Si crees que voy a ayudarte, olvídalo! Por lo que a mí respecta, puedes quedarte ahí hasta que te pudras.

El perro corrió hasta Alfred y empezó a dar lametones en la cara al sartán. Haplo apartó la mirada con repugnancia.

—¡No, no es eso! —respondió Alfred—. Creo que..., es decir... He encontrado agua. Estoy..., estoy tendido encima de un charco.

Por desgracia, Alfred había dejado el charco casi vacío después de empaparse las ropas pero, una vez que tuvieron una pequeña cantidad del preciado líquido, pudieron crear más con sus hechizos mágicos. Haplo buscó hasta descubrir la fuente, un goteo constante que rezumaba a través de una hendidura del techo.

—Debemos de estar cerca del nivel superior. Será mejor estar alerta. No bebas demasiado —aconsejó Haplo al sartán—. Te sentaría mal. Poco a poco, a pequeños sorbos.

Al patryn le costó un gran esfuerzo seguir su propio consejo. El líquido era fangoso y tenía un ligero sabor a azufre y a hierro a pesar de haber sido purificado mediante la magia. Aun así, sació su sed y los reanimó.

—Algo dioses sí que somos... —dijo Haplo para sí mientras chupaba un retal de tela que había empapado en agua del charco. Captó la rápida mirada de Alfred, frunció el entrecejo y se volvió de espaldas, irritado. ¿Por qué había cruzado por su mente un pensamiento como aquél? Sin duda, era cosa del sartán...

El perro levantó la cabeza e irguió las orejas, al tiempo que emitía un gruñido sordo y grave.

—¡Viene alguien! —susurró Haplo, volviéndose sobre las puntas de los pies como un gato.

Una figura vestida con túnica negra emergió de las sombras al fondo del pasadizo. Avanzaba con paso lento y vacilante, como si estuviera herido o muy fatigado, y hacía frecuentes altos para volver la vista atrás.

—¡Tomás! —exclamó de pronto Jonathan, aunque Haplo no era capaz de comprender cómo se podía distinguir a un nigromante de otro bajo la túnica negra—. ¡Traidor!

Antes de que nadie pudiera detenerlo, el joven duque se abalanzó hacia adelante a la carrera, con la túnica ondeando tras él.

Tomás se volvió a mirarlos y su grito de pánico resonó por los pasillos. Intentó huir pero tenía una pierna herida o se torció el tobillo en aquel instante y cayó al suelo. Gateando de pies y manos, trató de alejarse a rastras. Jonathan llegó hasta él con facilidad y posó una mano en el hombro del joven traidor.

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