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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (12 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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—La diosa alumbra nuestro camino hacia el alba —dijo—. Un buen augurio.

Caramon esperaba que su gemelo estuviera en lo cierto. Ahora, iniciado el viaje y comprometidos con el objetivo marcado, el guerrero deseaba alejarse de los demás lo antes posible. Por suerte, Raistlin tenía uno de sus días buenos. Apenas tosía y caminaba con agilidad y rapidez por la vereda.

Descendieron a buen paso por la ladera al fondo del valle y de allí se encaminaron hacia el sudeste. Al llegar a una zona arbolada se metieron entre los árboles y en seguida perdieron de vista el campamento y cualquier posible refugiado madrugador.

El guerrero respiraba más tranquilo cuando el tintineo de una armadura y un choque metálico hicieron que tirara los bultos al suelo y llevara la mano hacia su espada. Los dedos de Raistlin buscaron en un saquillo los ingredientes de conjuros.

Sturm Brightblade salió de las sombras enrojecidas de las ramas de los árboles y se plantó en el sendero, cerrándoles el paso.

Raistlin asestó a Caramon una mirada furiosa.

—¡No le dije nada, Raist! ¡De verdad! —dijo atropelladamente el guerrero.

—Tu hermano no me contó nada, Raistlin —confirmó el caballero—, así que no desahogues tu ira con él. En lo tocante a cómo me he enterado, no ha sido difícil. Te conozco desde hace muchos años, los suficientes para comprender que saldrías en busca de tus intereses sin importarte los demás ni pensar en ellos. Cuando abandonaste la reunión anoche sabía que te proponías partir a hurtadillas hacia el Monte de la Calavera.

—Entonces —repuso el mago, iracundo—, también deberías saber que no puedes impedírmelo, así que apártate a un lado y déjanos pasar a mi hermano y a mí. —Hizo una pausa y luego añadió:— Por bien de nuestra amistad no querría hacerte daño.

La mano de Sturm se desplazó hacia la empuñadura de la espada, pero no desenvainó el arma. Su mirada se desvió hacia Caramon y después volvió hacia su gemelo.

—No discuto que pongas en peligro tu vida, Raistlin. En realidad, no es un secreto que pienso que el mundo sería un lugar mejor sin estar tú en él, pero no es preciso que hagas que maten a tu hermano también.

—Caramon viene por decisión propia —repuso el mago con una sonrisa ambigua ante el candor del caballero—. ¿No es cierto, hermano?

—Raistlin dice que hemos de ir, Sturm —intervino el guerrero—. Dice que Flint y Tanis no podrán encontrar la puerta de Thorbardin sin la llave secreta que se encuentra en el Monte de la Calavera.

—Hay muchas cosas importantes por las que deberían conseguir entrar en Thorbardin, ¿no es cierto, Sturm Brightblade? —sugirió Raistlin con un ligero golpe de tos.

El caballero lo miró atentamente.

—Os dejaré ir con una condición —dijo luego, mientras soltaba la empuñadura de la espada y se apartaba a un lado—. Iré con vosotros.

Caramon se encogió al temer que su gemelo montaría en cólera.

En cambio, Raistlin dirigió a Sturm una mirada extraña, con los ojos entrecerrados.

—No veo inconveniente alguno en que el caballero nos acompañe —dijo después en voz queda—. ¿Y tú, hermano?

—No —contestó Caramon, asombrado.

—De hecho, podría serme de utilidad. —Raistlin empujó al caballero para pasar y siguió por la vereda que conducía a través del bosque.

Sturm recogió un petate que, por el ruido metálico que salía de él, debía de guardar la mayor parte de su armadura. Llevaba puestos el yelmo y el peto, con la rosa y el martín pescador, símbolo de la orden de caballería de Solamnia; el resto lo cargaba en el petate.

—¿Lo sabe Tanis? —preguntó Caramon en voz baja cuando Sturm lo alcanzó en la vereda.

—Lo sabe. Lo hice partícipe de mi sospecha de que Raistlin se marcharía por su cuenta —contestó Sturm mientras se colocaba el petate en una postura más cómoda sobre el hombro.

—¿Le... eh... dijo algo Tika?

—Así que se lo dijiste a ella —dijo el caballero con una sonrisa—, pero no se lo contaste a Tanis.

Caramon se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—No iba a decírselo a nadie, pero Tika me... acorraló. ¿Está muy enfadada? —preguntó, entristecido.

Sturm no contestó y se atusó el largo bigote, que era la forma que tenía el caballero de no entrar en un tema desagradable. Caramon suspiró y sacudió la cabeza.

—Me sorprende que Tanis no intentara detener a Raistlin. —Cree que hay algo de verdad en las afirmaciones de tu hermano, aunque no quiso decirlo delante de Hederick. Si conseguimos hallar la llave de las puertas de Thorbardin y si encontramos las puertas a tiempo, hemos de hacérselo saber de inmediato.

—¿Y cómo sabremos dónde buscarlo? —inquirió el guerrero—. Va a estar de caminata por las montañas con Flint.

Sturm dirigió una mirada penetrante a Caramon.

—Es interesante que a Raistlin no se le ocurriera preguntar eso a Tanis, ¿verdad? Sospecho que su plan es buscar Thorbardin él mismo si da con la llave. ¿Qué crees tú que anda buscando en el Monte de la Calavera?

—Eh... No lo sé —contestó Caramon, con los ojos clavados en el suelo cubierto de nieve—. No me lo había planteado.

—No —dijo Sturm en voz baja mientras le lanzaba una mirada penetrante—. Supongo que no te lo plantearías.

—¡Raist dice que vamos a ayudar a los refugiados! —argüyó el guerrero, a la defensiva, y Sturm gruñó.

—¿Cómo sabe dónde va? —preguntó luego en voz baja—. ¿Cómo es que conoce el camino? ¿O es que vamos a deambular a la aventura por ahí?

Caramon observó a su gemelo, que caminaba con seguridad por la vereda entre los árboles. El mago iba ahora más despacio y de vez en cuando tanteaba con la punta del bastón en el suelo, como haría un ciego, y, sin embargo, no daba la impresión de que se hubiera perdido. Avanzaba con determinación y cuando se paraba para mirar a su alrededor lo hacía sólo con brevedad y en seguida reanudaba la marcha.

—Dice que conoce un camino, un camino secreto. —Al advertir la expresión de Sturm añadió:— Raist sabe muchas cosas. Lee libros.

Nada más haber hablado, Caramon lamentó haberlo hecho porque le hizo pensar en algo que no le gustaba —el libro de encuadernación azul oscura— y rechazó el recuerdo rápidamente. Si Raistlin había encontrado indicaciones en el libro que había pertenecido a un malvado hechicero, él no quería saberlo.

—A lo mejor se lo dijo Flint —sugirió el guerrero, y la posibilidad de que hubiese sido así lo alegró—. Sí, eso es. Flint tiene que habérselo dicho.

Sturm sabía que era inútil señalar lo obvio: Flint no le diría a Raistlin ni la hora que era. Caramon llevaba tantos años engañándose a sí mismo con respecto a su hermano que no vería la verdad ahora ni aunque le diera una patada en el trasero.

Unos pasos por delante de los otros, Raistlin sabía perfectamente que su hermano y el caballero hablaban de él. Incluso sabía sobre qué hablaban. Podría haber citado palabra por palabra las frases de cada uno de ellos. Le daba igual. Si el caballero lo difamaba, Caramon lo defendería. Él lo defendía siempre. A veces, Raistlin se sorprendía a sí mismo deseando que Caramon sacara a relucir un poco de carácter y le hiciera frente, que lo desafiara. Entonces razonaba que si tal cosa ocurría Caramon dejaría de serle útil y todavía lo necesitaba. Llegaría el día en el que podría vivir sin depender de su hermano, pero por ahora no. Todavía no.

El mago echó una mirada de soslayo por encima del hombro a los dos hombres: su hermano cargado como una acémila y Sturm Brightblade, el caballero venido a menos, a cuestas por el mundo con su nobleza dentro de un petate.

«¿Por qué habrá querido venir?
—se preguntó Raistlin, intrigado—.
¡Desde luego, al noble caballero no le preocupa la suerte que pueda correr yo! Finge estar preocupado por Caramon, pero sabe perfectamente que mi hermano es un guerrero experimentado que sabe cuidar de sí mismo. Sturm tiene alguna razón propia para acompañarnos. Me pregunto qué será... ¿Por qué se muestra tan interesado en el Monte de la Calavera? En realidad ¿por qué me interesa tanto a mí?»
se planteó Raistlin.

No sabía la respuesta a eso.

El mago se quedó plantado en medio del sendero, obstruyéndoles el paso a los otros dos, y escudriñó la pared rocosa de la montaña. Buscaba la imagen que todavía era borrosa en su mente, pero que se iba haciendo más clara y más precisa a cada paso que daba. Sabía lo que estaba buscando... O, más bien, lo sabría cuando lo viera. Sabía un camino secreto que llevaba al Monte de la Calavera, pero aún no lo conocía. Había recorrido ese camino antes y jamás había puesto los pies en él. Había estado allí y no había estado. Había hecho todo aquello sin hacerlo.

El día del ataque del dragón en la arboleda, Raistlin estaba escribiendo un nuevo conjuro en su libro de hechizos cuando de repente el cálamo, aparentemente por voluntad propia, se había puesto a garabatear las palabras «Monte de la Calavera» sobre la página.

Raistlin había mirado de hito en hito aquellas palabras, el cálamo y la mano con la que lo sujetaba. Tras romper la página estropeada había intentado anotar de nuevo el encantamiento. Por segunda vez, la pluma había escrito el mismo nombre. Raistlin había arrojado lejos de sí el cálamo mientras rebuscaba en su mente hasta recordar, por fin, dónde había oído ese nombre y relacionado con qué y con quién.

Fistandantilus. El Monte de la Calavera era la tumba del hechicero.

Un escalofrío desagradable le había recorrido todo el cuerpo al tiempo que sentía un hormigueo en la sangre, como si le estuviera entrando fiebre. No lo había pensado hasta ese momento, pero el Monte de la Calavera tenía que hallarse cerca de donde estaban acampados. ¡Las maravillas que podría encontrar allí! Artefactos mágicos de la antigüedad, los libros de encantamientos del hechicero, iguales al que ya tenía en su poder.

Esa sería su recompensa, pero Raistlin tenía la incómoda sensación de que alguien lo estaba guiando hacia el Monte de la Calavera por razones más oscuras y siniestras. De ser así —y tal era la razón de que hubiese decidido admitir a Sturm en el grupo— ya se enfrentaría a ello llegado el momento.

Sturm Brightblade era un mojigato arrogante e insufrible que no meaba sin antes rezar por ello. Aun así, era un diestro espadachín. Quizás el Monte de la Calavera sólo era un montón de antiguas ruinas, como les había dicho a los demás en la asamblea la noche anterior.

Ni siquiera él mismo lo creía.

* * *

—Así que Raistlin ha ido al Monte de la Calavera —dijo Flint, que añadió con acritud—: Pues... ¡adiós muy buenas! Pero ha llevado a dos buenos hombres, Caramon y Sturm, a su muerte.

—Esperemos que las cosas no lleguen a eso —deseó Tanis—. ¿Estás listo?

—Todo lo listo que puedo estar —rezongó el enano—. Pero quiero hacer constar que todo esto es una pérdida de tiempo. Si damos con las puertas, cosa que dudo, los enanos no las abrirán para nosotros jamás. Si las abren, no nos dejarán entrar. Los corazones de los clanes de Thorbardin son duros y fríos como la misma montaña. La única razón de que vaya, semielfo, es para tener la oportunidad de decir: «¡Te lo dije!»

—Son tantas las cosas que están cambiando en el mundo que quizá los corazones de los enanos han cambiado también —sugirió Tanis.

Flint soltó un sonoro resoplido y continuó haciendo el equipaje. Dejó que Tanis se encargara de apaciguar al kender, que se mostraba tremendamente defraudado.

—¡Por favor, por favor, por favor, Tanis, déjame ir! —suplicaba Tasslehoff. Estaba sentado en una silla, la misma a la que lo habían atado hacía poco, y daba patadas contra las patas—. Es justo y lo sabes. Después de todo, vas a utilizar uno de mis mejores mapas.

—¡Que le llevemos, dice! —rezongó Flint desde el otro lado de la cueva—. Nos dejarían fuera otros trescientos años. Los enanos nunca permitirían entrar a un kender en la montaña.

—Creo que sí lo harían —argumentó Tas, anhelante—. Después de todo, los enanos y los kenders estamos emparentados.

—¡No es cierto! —bramó Flint.

—Pues claro que sí —discutió Tas—. Al principio éramos gnomos, luego apareció la Gema Gris y los gnomos intentaron atraparla y ocurrió algo, ahora no me acuerdo qué, y Reorx convirtió a algunos gnomos en enanos y a otros en kenders, así que, ya ves, somos primos hermanos, Flint.

El enano empezó a farfullar.

—¿Por qué no me esperas fuera? —le pidió Tanis.

Flint lanzó una mirada furibunda a Tas y después recogió su mochila y salió pisando fuerte.

—Por favor, Tanis —imploró el kender, que lo miraba con ojos suplicantes—. Sabes que me necesitas para evitar que te metas en líos.

—Aquí te necesito mucho más, Tas —adujo el semielfo.

—Eso sólo lo dices por decir. —El kender sacudió la cabeza con aire abatido.

—Estando ausentes Sturm, Caramon y Raistlin, cuando nos marchemos Flint y yo ¿quién va a cuidar de Tika y de Laurana? Y de Riverwind y Goldmoon.

Tas reflexionó sobre ello.

—Riverwind tiene a Goldmoon. Laurana tiene a Elistan... ¿Qué pasa, Tanis? ¿Te duele el estómago?

—No, qué va a dolerme el estómago —repuso el semielfo, irritado. No sabía por qué la mención de Laurana y Elistan tenía que ponerlo de mal humor. Al fin y al cabo, lo que hicieran no era de su incumbencia.

—Es que has puesto ese gesto que tiene la gente cuando les da dolor de...

—¡He dicho que no me duele el estómago! —gritó Tanis.

—Pues mejor así —comentó Tas—. No hay nada peor que un dolor de estómago cuando se emprende un largo viaje. Tienes razón. Estando fuera Caramon, Tika no tiene a nadie. Me quedaré para cuidar de ella.

—Gracias, Tas. Me has quitado un peso de encima.

—Será mejor que vaya a buscarla ahora mismo —añadió Tas, encantado con su nueva responsabilidad—. A lo mejor está en peligro.

A decir verdad, el que corría peligro era el kender. Tika no se levantaba nunca antes del mediodía si podía evitarlo y justo en ese momento el día estaba rompiendo. Tanis no quería imaginar lo que le podía ocurrir al pobre Tas cuando irrumpiera en la cueva y la despertara a esa hora tan temprana.

Tanis encontró a Riverwind y a Goldmoon esperándolo. La mujer le dio un suave beso.

—Pediré a los dioses que te acompañen, Tanis —dijo y añadió con una sonrisa traviesa—: tanto si quieres que vayan contigo como si no.

Tanis esbozó una mueca un tanto tímida y se rascó la barba. No sabía qué decir y, para cambiar de tema, se volvió hacia Riverwind.

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