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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (40 page)

BOOK: El médico
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—Me sorprende que os permita visitarme —dijo.

—Lo he convencido de que sois inofensivo.

Se miraron, encantados. La cara de él era de bellas facciones, pese al aspecto escasamente favorecedor de su nariz rota. Mary comprendió que por impasibles que permanecieran sus rasgos, la clave de los sentimientos de Rob estaba en sus ojos, profundos y serenos, de alguna manera mayores que él mismo. Percibió en ellos una gran soledad, equiparable a la propia. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintiuno? ¿Veintidós?

Mary notó, sobresaltada, que él estaba hablando de la meseta de labranza por la que pasaban.

—... en su mayoría frutales y trigo. Aquí los inviernos tienen que ser cortos y benignos, porque el cereal está avanzado —dijo, pero ella no se dejó robar la intimidad que habían alcanzado en los últimos momentos.

—Os odié aquel día en Gabrovo.

Otro hombre habría protestado o sonreído, pero él no abrió los labios.

—Por aquella eslava. ¿Cómo pudisteis ir con ella? También la detesté.

—No desperdiciéis vuestro odio con ninguno de los dos, pues ella era una mujer digna de lástima y yo no la toqué. Veros a vos me estropeó esa posibilidad —dijo, sencillamente.

Ella no dudó de que le decía la verdad, y algo cálido y triunfal creció en su interior como una flor.

Ahora podían hablar de fruslerías: la ruta, la forma en que debían conducirse los animales para que resistieran, la dificultad de encontrar madera para hacer fuego y cocinar. Fueron juntos toda la tarde; hablaron tranquilamente de todo, excepto de la gata blanca y de sí mismos. Los ojos de él le decían otras cosas sin palabras.

Mary lo sabía. Estaba asustada por diversas razones, pero no habría cambiado ningún lugar de la tierra por el asiento del incómodo y traqueteante carromato bajo el sol abrasador, a su lado.

Bajó obedientemente, pero reacia, cuando por fin la voz perentoria de su padre la llamó.

De vez en cuando, adelantaban a un pequeño rebaño de ovejas, en su mayoría sucias y mal cuidadas, pero Cullen se detenía invariablemente para inspeccionarlas e iba con Seredy a interrogar a los propietarios. En todos los casos, los pastores le aconsejaban que si buscaba ovejas auténticamente maravillosas fuera más allá de Anatolia.

A principios de mayo estaban a una semana de viaje de Turquía, y James Cullen no hacía el menor esfuerzo por ocultar su excitación. Su hija vivía una excitación propia, pero hacía todos los esfuerzos posibles por ocultársela. Aunque siempre se presentaba la oportunidad de esbozar una sonrisa y dedicar una mirada en dirección al cirujano barbero, a veces se obligaba a estar alejada de él dos días seguidos, pues temía que si su padre notaba sus sentimientos le ordenara no acercarse a Rob Cole.

Una noche que Mary estaba limpiando, después de cenar, apareció Rob en su campamento. Inclinó la cabeza ante ella y se acercó directamente a su padre, con un frasco de aguardiente en la mano, como ofrenda de paz.

—Siéntate —dijo James Cullen a regañadientes.

Pero después de compartir unos tragos se volvió amistoso, sin duda por que era agradable conversar en inglés, pero también porque resultaba difícil no tomarle simpatía a Rob J. Cole. Poco después, estaba hablando a su visitante de lo que les esperaba.

—Me han hablado de una raza de ovejas orientales, delgadas y de lomo estrecho, pero con unos rabos y unas patas traseras tan gordas, que el animal puede vivir de las reservas acumuladas si escasea la comida. Sus corderos tienen un vellón sedoso, de lustre insólito. ¡Espera un momento, hombre, déjame que te lo muestre!

Desapareció en la tienda y volvió con un gorro de piel de cordero. La lana era gris y muy rizada.

—De la mejor calidad —dijo, ansioso—. El vellón solo es tan rizado hasta el quinto día de vida del cordero, y luego permanece ondulado hasta que la bestezuela tiene dos meses.

Rob observó el gorro y le aseguró que se trataba de una piel finísima.

—Lo es —corroboró Cullen, y se caló el gorro, lo que los hizo reír por que la noche era calurosa y aquella prenda de piel es apta para la nieve. El hombre volvió a guardarla en la tienda, y después los tres se sentaron ante fuego. James Cullen dio a su hija uno o dos sorbos de su vaso. A Mary le resultó difícil tragar el aguardiente, pero la situación hizo que el mundo mejorara ante sus ojos.

El estruendo de unos truenos sacudió el cielo purpúreo y una sábana de relámpagos los iluminó unos segundos, durante los cuales Mary vio las facciones endurecidas de Rob. Aquellos ojos vulnerables que lo volvían hermoso quedaron ocultos.

—Una tierra extraña, con truenos y relámpagos permanentes, sin que caiga nunca una gota de lluvia —comentó Cullen—. Tengo muy presente la mañana de tu nacimiento, Mary Margaret. También había truenos y relámpagos, pero se precipitó una abundante lluvia típicamente escocesa, que era como si los cielos se hubiesen abierto y nunca fueran a cerrarse.

Rob se inclinó hacia adelante.

—¿Fue en Kilmarnock, donde están tus posesiones familiares?

—No, nada de eso; ocurrió en Saltcoats. Su madre era una Tedder Saltcoats. Yo había llevado a Jura a su antiguo hogar, pues en su gravidez ansiaba ver a su madre, y nos agasajaron y mimaron durante semanas seguidas con lo que nos quedamos más tiempo del previsto. Se presentó el parto, de modo que en lugar de nacer en Kilmarnock, como corresponde a un Cullen, Mary Margaret vino al mundo en la casa de su abuelo Tedder, con vista al estuario del Clyde.

—Padre —dijo ella suavemente—, el señor Cole no puede tener el menor interés en el día de mi nacimiento.

—Por el contrario —se apresuró a decir Rob, e hizo pregunta tras pregunta, escuchando a su padre con atención.

Mary rogaba que no hubiera más relámpagos, pues no quería que su padre viera que el cirujano barbero había apoyado la mano en su brazo desnudo. Su contacto era como el de la borrilla de cardo, pero la carne de Mary era un puro temblor, como si el futuro la hubiera rozado o la noche fuese muy fría.

El once de mayo la caravana llegó a la margen occidental del río Arda; y Fritta decidió acampar un día más para permitir que repararan los carros y que compraran provisiones a los granjeros de los alrededores. James Cullen llevó a Seredy y pagó a un guía para que los acompañara al otro lado del río, en Turquía, impaciente como un niño por iniciar la búsqueda de ovejas de rabo gordo.

Una hora más tarde, Mary y Rob montaron juntos a pelo el caballo, y se alejaron del ruido y la confusión. Cuando pasaron junto al campamento de los judíos, Mary notó que el joven delgado se la comía con los ojos. Era Simon, el maestro de Rob, que sonrió y codeó a otro en las costillas para que también los viera.

A Mary apenas le importó. Se sentía mareada, tal vez a causa del calor, pues el sol matinal era una bola de fuego. Rodeó el pecho de Rob con sus brazos para no caer del caballo, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su ancha espalda.

A cierta distancia de la caravana se cruzaron con dos campesinos hoscos que llevaban un burro cargado de leña. Los hombres los miraron pero no les devolvieron el saludo. Quizá venían de lejos, pues no había árboles en ese lugar; solo se veían vastos campos sin trabajadores, porque la plantación había terminado tiempo atrás y aún no estaba suficientemente madura para ser cosechada.

Al llegar a un arroyo, Rob ató el caballo a un arbusto, se descalzaron y vadearon la deslumbrante brillantez. A ambos lados de las aguas reflectantes se extendían trigales, y Rob le mostró cómo los altos tallos daban sombra al terreno, volviéndolo tentadoramente penumbroso y fresco.

—Vamos, es como una caverna —dijo y se acercó a la rastra, como si fuera un niño grande.

Ella lo siguió lentamente. De pronto, un pequeño ser vivo hizo crujir el grano casi maduro y dio un salto.

—Solo se trata de un minúsculo ratón que ha huido, asustado —dijo él.

Mientras se acercaba a ella por el suelo frío, se contemplaron.

—No quiero hacerlo, Rob.

—Entonces no lo harás, Mary —respondió Rob, aunque Mary notó la frustración en su mirada.

—¿Podrías besarme y solo besarme, por favor? —le preguntó humildemente.

Así, su primera intimidad explícita fue un beso torpe y melancólico, condenado por la aprensión de Mary.

—Lo otro no me gusta. Ya lo he hecho —dijo precipitadamente, para apresurar el momento que tanto temía.

—Entonces, ¿tienes experiencia?

—Solo una vez, con mi primo, en Kilmarnock. Me hizo un daño terrible, Rob le besó los ojos y la nariz, suavemente la boca, mientras ella disipaba sus dudas. Al fin y al cabo, ¿quien era aquel? Stephen Tedder había sido alguien que conocía de toda la vida, primo y amigo, y le había provocado un autentico dolor. Después se desternilló de risa por su malestar como si ella hubiera sido tan torpe como para permitirle hacer aquello, lo mismo que si le hubiera permitido empujarla para que cayera sentada en un lodazal.

Y mientras ella albergaba sus desagradables pensamientos, aquel ingrato había modificado la naturaleza de sus besos, y su lengua le acariciaba el interior de los labios. No era desagradable, y cuando intentó imitarlo, le sorprendió su lengua. Pero ella se echó a temblar otra vez cuando le desató el corpiño —Solo quiero besarlos— dijo Rob apremiante, y Mary tuvo la extraña experiencia de bajar la vista y ver la cara de él avanzando hacía sus pechos que, reconoció Mary con gruñona satisfacción, eran pesados pero altos y firmes, y arrebatados de color.

Rob lamió el borde rosado y toda ella se estremeció. Su lengua se movió en círculos cada vez más estrechos hasta que llegó al endurecido pezón color corales, en el que se posó como si fuese un bebé cuando lo tuvo entre sus labios, en tanto la acariciaba detrás de las rodillas y en el interior de las piernas. Pero cuando su mano llegó al montículo, Mary se puso rígida. Sintió se le cerraban los músculos de los muslos y el estómago, y se mantuvo tensa y asustada hasta que él apartó la mano.

Rob hurgó en sus propias ropas, luego buscó la mano de ella y le hizo una ofrenda. Ella había entrevisto hombres anteriormente, por casualidad, al encontrar a su padre o a uno de los trabajadores orinando detrás de un busto. Y había vislumbrado más en esas ocasiones que cuando estuvo con Stephen Tedder, de modo que nunca había visto, y ahora no pudo dejar de estudiarlo. No esperaba que fuera tan... grueso, pensó acusadoramente, como si él tuviera la culpa. Mary cobró valor, le zarandeó los testículos y soltó una risilla cuando notó que él se retorcía. ¡Qué cosa tan bonita!

Después se sintió más tranquila y se acariciaron, hasta que ella intentó por su propia iniciativa, comerle la boca. En breve sus cuerpos se hicieron frutos maduros y no fue tan terrible cuando la mano de él abandonó sus nalgas firmes y redondas, y volvió a retozar dulcemente entre sus piernas.

Mary no sabía qué hacer con la mano. Le puso un dedo entre los labios y palpó su saliva, sus dientes y su lengua, pero él se apartó para chuparle los pechos, besarle el vientre y los muslos. Se abrió camino en ella primero con un dedo y luego con dos, masajeando el clítoris en círculos cada vez más rápidos.

—¡Ah! —suspiró ella débilmente, y levantó las rodillas.

Pero en lugar del martirio para el que su mente estaba preparada, le asombró sentir la calidez de su aliento sobre ella. Y su lengua nadó como un pez en su humedad entre los pliegues vellosos que ella misma se avergonzaba de tocar. «¿Cómo haré para volver a mirar a este hombre a la cara?», se preguntó, pero la pregunta se esfumó al instante, se desvaneció de forma extraña y maravillosa, pues comenzó a estremecerse y corcovear pícaramente, con los ojos cerrados y su boca callada a medias abierta.

Antes de que recuperara el juicio, él se había insinuado en su interior. Estaban verdaderamente enlazados; él era una calidez abrigada y sedosa en el núcleo de su cuerpo. No hubo dolor; apenas una leve sensación de rigidez que en seguida cedió mientras él avanzaba lentamente.

En un momento dado, Rob preguntó:

—¿Todo va bien?

—Sí —dijo ella, y Rob siguió adelante.

En unos segundos, Mary se encontró moviendo su cuerpo al ritmo del él. Poco después, a Rob le resultó imposible seguir conteniéndose cada vez con más impulso, vibrante. Ella quería tranquilizarlo, pero mientras lo estudiaba a través de sus ojos rasgados, vio que echaba la cabeza hacía atrás y se arqueaba.

¡Cuanta singularidad en sentir su enorme temblor, en oír su gruñido de lo que pareció un arrollador alivió cuando se vació en ella!

Durante largo rato, en la penumbra del alto trigal, apenas se movieron.

Permanecieron quietos y callados; ella había apoyado en él una de sus largas piernas. El sudor y los líquidos se secaban.

—Llegará a gustarte —dijo finalmente Rob—. Como la cerveza de malta.

Mary le pellizco un brazo con todas sus fuerzas. Pero estaba pensativa.

—¿Por qué nos gusta? —preguntó—. He observado a los caballos antes cuando lo hacen. ¿Por qué a los animales les gusta?

Él se mostró sorprendido. Años después, ella comprendería que esa pregunta la diferenciaba de cualquier mujer que hubiese conocido, pero ahora no sabía que Rob la estaba estudiando.

Mary no se decidió a decirlo, pero él ya se diferenciaba de cualquier otro hombre en su mente. Percibió que había sido sumamente bondadoso con ella en una forma que no comprendía del todo; claro que solo contaba con el recuerdo de un acto tosco como elemento de comparación.

—Pensaste más en mí que en ti mismo —dijo ella.

—No lo pasé nada mal.

Ella le acarició la cara y mantuvo allí su mano mientras él le besaba la palma.

—La mayoría de los hombres... la mayoría de la gente no es así. Lo sé.

—Tienes que olvidar a tu condenado primo de Kilmarnock —le dijo Rob.

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