El mercenario de Granada (13 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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El tributo anual que satisfacía Diego Hardón era diez costales de trigo (quince si sembraba escanda), tres ovejas, un cerdo y una sera de higos secos. Aquel año había sido casi ciego, poca lluvia y a destiempo, y el cereal había encañado mal. Después de apartar el trigo tributario resultó que el resto no alcanzaba para simiente y manutención de la familia. Diego Hardón tenía cinco hijos, la mayor, Isabel, de trece años recién cumplidos.

Cuando apareció el deán con su comitiva, Isabel estaba junto al pozo. Vio llegar a los forasteros y corrió a refugiarse en la vivienda, un chozo con una mísera fachada de piedras y el resto semicircular de barro y ramas.

—¡Madre, madre, que vienen los del obispo!— avisó Isabel.

Salió la madre con dos mocosos que apenas caminaban, agarrados a sus sayas. Cuando reconoció al recién llegado urgió a su hija:

—¡Isabel, corre a Valverde y dile a tu padre que está aquí su paternidad, el señor deán!

—¡Antes, que me dé agua!— exigió el deán, todavía sin descabalgar.

A pesar de su oficio eclesiástico, el deán era un hombre de guerra. Tendría cuarenta años y en su rostro de facciones agraciadas destacaban dos bellos ojos negros, una gran nariz ligeramente aguileña y un firme mentón voluntarioso. Cabalgaba un caballo negro, con silla de combate, y vestía un guardapolvo de viaje, con amplio sombrero soldadero. Del arzón colgaba la espada. A la cintura, una daga. Más que un alto cargo eclesiástico parecía un capitán de mesnada. También él se esforzaba en serlo, con disgusto de su padre, el obispo, que ambicionaba para él una carrera eclesiástica y palatina.

Uno de los lanceros de la escolta se sonrió bajo el bigote y comentó a sus compañeros.

—¡Esa chiquilla va estando ya para desbravarla!

El deán, que nunca participaba en las chanzas de sus mesnaderos, lo que hubiera redundado en menoscabo de su dignidad eclesial, examinó a la muchacha con interés cuando le tendió el cuenco de corcho con agua del pozo. Desde la altura del caballo el deán le observó los pechitos pugnaces que se marcaban debajo de la saya. Un brillo asomó a los ojos, tan grandes y negros que la intimidaban. La muchacha desvió la mirada y se sonrojó. Todavía la turbaba la mirada codiciosa de los hombres.

—¿Cómo te llamas?

—Isabel— respondió ella con un hilo de voz.

Contempló a la chica a su sabor, amedrentada por su presencia, la mirada baja.

—¿Has cumplido la doctrina?

Vaciló la muchacha.

—Vamos los domingos a la iglesia.

—¿Ah, sí?, ¿y te han enseñado ya la doctrina?

Titubeó algo antes de responder.

—Sí, su paternidad— se adelantó la madre.

—A ver, dime los diez mandamientos.

Isabel, cabizbaja, se sonrojó y no respondió.

No se sabía los mandamientos. El cura de la aldea era un pobre ignorante, decía misa, casaba a los novios, administraba la extremaunción a los moribundos, enterraba a los muertos, bendecía animales y cosechas, pero tenía poca doctrina.

—Ve a por tu padre, anda— dijo el deán.

La muchacha se recogió las faldas y corrió a avisar a su padre.

Mientras conversaban, el contador había entrado en el chozo y examinado el granero. Salió pasados unos minutos.

—Su paternidad— informó al deán—: faltan seis costales de trigo. Si nos llevamos lo que corresponde a su paternidad y descontamos además los diezmos de la Iglesia, no les quedará simiente ni de qué comer.

—¿Así estamos?

El deán era un hombre duro. Conocía perfectamente las argucias de los aparceros que esconden el grano y se pasan el día lamentándose de la pobreza, de que no sobrevivirán al próximo invierno, pero todos sobreviven, gordos y lustrosos.

Descabalgó la tropa. El deán y su contador se refugiaron del sol ardiente bajo el emparrado, a la entrada del chozo. Los arrieros y los lanceros abrevaron las bestias en el pilón del pozo, sacaron un cubo de agua fresca para ellos mismos y se guarecieron a la sombra de un olmo que crecía junto a la era.

Al rato regresó Isabel acompañada por su padre. Diego Hardón era un hombre de poca presencia, la espalda encorvada por el trabajo y el rostro pavonado por el sol y la intemperie. Con expresión humilde de perro apaleado, se quitó el sombrero de paja, se arrodilló ante el deán y le besó la mano.

—Estaba arando las vueltas de Amarguillo…— se excusó.

—¿Hasta dónde crees que se extiende mi paciencia?— lo interrumpió el clérigo.

El aparcero humilló la cabeza y no respondió.

El deán miró a Isabel, que le dirigía una mirada suplicante. Era guapa la moza, sucia y desgreñada como estaba. Ya le abultaban agradablemente las caderas. Recordó el comentario del sargento.

"Está por desbravar".

A las muchachas campesinas las desbravaban los hermanos, cuando no los mismos padres. Es lo que trae vivir en promiscuidad, en la misma choza toda la familia, en el mismo suelo, en los mismos camastros.

El deán examinó a la muchacha mientras se decidía. Por una parte no podía consentir que un aparcero pagara menos. Al año siguiente todos pagarían menos. Por otro lado, quería favorecer a aquella familia, deseaba congraciarse con ellos, deseaba a la muchacha.

—Haremos una cosa— dijo al fin—. Te aplazaré tres costales del tributo que debes, pero, para compensarme, tu hija se vendrá conmigo, a servir en la mesa episcopal donde hacen falta criadas. No tendrá sueldo, pero estará vestida y comida y la enseñarán a servir. Así aprenderá la doctrina que no sabe. El año que viene me devuelves los tres costales que me debes y recuperas a la niña, criada y aprendida. A lo mejor, si se pule un poco, se puede casar con un ruano de Segovia y os quita una boca que mantener.

La madre dirigió a Diego Hardón una mirada desesperada. De sobra sabía que si aquello era lo que deseaba el deán, no tenían opción.

Miró Diego Hardón a su mujer y ensayó una última resistencia, no porque creyera que podía convencer al deán, sino para contar con alguna baza con la que replicar a su mujer cuando ésta lo acusara, en las largas noches de invierno, de haberse desprendido de su hija, que tan necesaria le era, sin siquiera resistirse.

—Su paternidad es muy bueno, pero Isabelilla hace falta aquí al cuidado de los cochinos y de sus hermanillos, para ayudarle a su madre que para la siega pare.

—No faltará quien la ayude— dijo el deán descartando el argumento—. Isabel se viene con nosotros y olvidamos los tres costales de trigo.

No hubo más que hablar.

La madre le preparó un hatillo a Isabel con su escaso ajuar y la vieron partir en un asno, entre los lanceros del deán.

Habían previsto pernoctar en el monasterio de Santa María la Real de Nieva, pero el deán cambió de idea y se quedaron en las chozas de Migueláñez, a una legua de distancia. El deán ocupó el chozo del labrador y envió a éste y a su familia al pajar, donde también durmieron los arrieros, la tropa y el contador.

—¡El Pedrito está impaciente por comerse el dulce!— comentó por lo bajo el sargento cuando comunicó a la tropa que no dormirían en el monasterio como otras veces.

Un coro de risotadas celebró la ocurrencia.

El deán ordenó a la casera que pusiera agua a calentar, el caldero grande, mientras su marido limpiaba con greda el dornillo de las matanzas que era el recipiente más capaz de la vivienda.

—Es para que se bañe esta muchacha que va mañana a servir al obispo y no quiero que la vea comida de miseria— explicó.

La mujer dirigió una mirada conmiserativa a la muchacha. Comprendía lo que ordenaba el señor deán. Para presentarla limpia ante el obispo habría bastado con dársela a las criadas del palacio arzobispal.

Cuando el baño estuvo dispuesto, frente a la mísera chimenea del chozo, el deán ordenó salir a la casera.

—Mujer, esta noche tú y los tuyos, al pajar, pero antes nos preparas un conejo asado y unas morcillas. ¿Tienes pan de trigo?

—No, su paternidad… si hubiéramos sabido…

—Bueno, media hogaza de escanda, de lo que tengas.

Salió la mujeruca a cumplir la orden y quedaron solos el deán y la doncella.

—Ahora te vas a lavar bien lavada— le dijo a Isabel en tono amable—. En un cuenquecillo echó ceniza de la chimenea y un chorro de aceite—. Lo mezclas bien, mojas el estropajo y te repasas todo el cuerpo, que quede limpio y no huela a corral. Los dientes y la cabeza también. Y tus partes, que a las mocitas de tu edad les hieden ya mucho.

A todo asentía Isabel, asustada.

Cuando terminó el baño, el deán entregó a la muchacha una de sus camisas.

—Sécate con esto y después te la pones.

Ella obedecía sin rechistar.

Se asomó el deán a la puerta.

—¡Mujer! ¡Que venga esa mujer!

Acudió presta la casera, secándose las manos en el mandil.

—Paternidad, ya casi está el conejo.

—¡Monta la mesa y lo traes!

Atardecía. La brisa refrescaba el aire y arrastraba aromas de trigo segado y humo. Debajo de un pino cercano, la casera dispuso dos caballetes y un tablero que vistió con el mejor cobertor de su modesto ajuar. Encima colocó platos y fuentes de loza basta con el conejo asado y las morcillas, además de media hogaza de pan moreno.

—¡Muchacha, trae dos banquetas!— ordenó.

Isabel llevó a la mesa dos banquetas de corcho.

—¡Siéntate, que se enfría!— ordenó el deán—. ¡El vino!— ordenó a la casera que aguardaba órdenes a cierta distancia, sin dejar de retorcerse las manos bajo el mandil.

La mujer se apresuró a extraer del pozo la cantimplora del deán que había puesto a refrescar, pendiente de un cordel. El deán escanció dos tazas, la suya llena, la de Isabel por la mitad.

—¡Prueba y goza!— ordenó.

Bebió Isabel un sorbo. Era delicioso aquel clarete de misa, un punto dulce. Vino de la cosecha de su tío el obispo que el deán siempre llevaba consigo para las consagraciones. La muchacha nunca había probado algo tan rico.

Comieron observados de lejos por la mesnada y los caseros.

Cuando terminaron, el deán tomó a la muchacha de la mano y se encerró con ella en el chozo.

—¡A dormir todo el mundo!— ordenó antes de correr la tranca de la puerta.

Dentro olía a chotuno y a grasa rancia. La casera había preparado la cama familiar, un colchón de granzas y dos zaleas grandes encima, sin sábanas.

A la vacilante luz de un candilillo el deán se desnudó sacándose por la cabeza túnica y camisa. Era membrudo, de pecho y brazos fuertes y velludos. Isabel vio el sexo oscuro que brotaba entre sus piernas. El deán estaba ya excitado.

—¡Fuera la camisa, niña!— le ordenó.

Titubeaba la muchacha.

—¿No me has oído? ¿Quieres que te la arranque?

Obedeció Isabel y se despojó de la camisa, que el deán recuperó de un manotazo. Desnuda, la muchacha se cubría con las manos los pechos ya grávidos y el sexo que comenzaba a oscurecer.

—Te voy a enseñar el mayor placer de la vida— prometió el deán con voz que intentaba ser amable—. ¡Más que ser rico, más que recibir honores, más que vencer en una batalla, más que cazar el oso y destriparlo con un cuchillo!

La atrajo por la cintura. Ella se resistía.

—¡No seas imbécil ni te hagas la tonta! Estás harta de ver cuando tu padre se folla a tu madre, el carnero se folla a la oveja y el caballo a la burra, así que ponte ahí y no rechistes. Ahora veré si no vienes ya follada por ese desgraciado de tu padre.

La tendió sobre la yacija, se masturbó un par de veces hasta que su miembro adquirió la longitud y la dureza necesarias y, sin más protocolo, le separó las piernas con su poderosa rodilla y guió el bálano, que tenía el tamaño de la cabeza de un gato chico, al sexo de la muchacha. De una embestida la penetró hasta el fondo al tiempo que le tapaba la boca y ahogaba el alarido femenino con una mano poderosa como un cepo de hierro. Sintiéndose morir, Isabel se debatió inútilmente aplastada bajo el cuerpo musculoso que ahora la cabalgaba en movimientos lentos y pausados, penetrándola hasta las raíces del grito hasta que quedaba sin aire.

Cuando acabó, después de eyacular copiosamente, el deán se tendió a un lado de la zalea y se limpió en el vellón las manos y el sexo ensangrentados.

—¡Lávate un poco eso y duérmete!— le dijo—. Has estado bien. Así que después de todo eras virgen… mejor para ti.

Isabel no durmió aquella noche. Le dolía el sexo como si le introdujeran un hierro ardiendo. Tendida junto a su nuevo amo oía su respiración cadenciosa de fiera satisfecha, con algún que otro eructo a vino.— En eso consisten los hombres— se dijo. Entre las ramas del tejado, el boquete para la evacuación de humos que dejaba ver una porción de cielo nocturno. Contó las estrellas: seis.

Moviendo la cabeza a un lado y a otro se veían otras estrellas, en total doce. Pensó en lo que su vida iba a ser entre las criadas del obispo, en un palacio lleno de nobles, de servidores, de monteros, de arrieros, de criados, de ballesteros, de gente. Miró la parte buena: no andaría con los pies en estiércol, tras los cochinos, trabajando de sol a sol, quizá la maltratarían menos que su madre o que su padre, quizá disfrutaría de las comodidades de la ciudad de las que alguna vez había oído hablar: los retretes, los espejos, las fiestas, las misas mayores en grandes iglesias de piedra doradas por dentro, con músicos y coros cantores, incienso y ondear de banderas, los saltimbanquis, las ejecuciones, los días de mercado, las procesiones… todo lo que en la ciudad hace la vida amable.

En estas consideraciones, ya casi amaneciendo, se quedó dormida.

XVI

Orbán supervisaba el acondicionamiento de un polvorín en los bajos de una torre cuando llegó Jándula excitado.

—¡Amo, corre, la reina ha llegado al campamento cristiano!

Se asomaron a las almenas. A lo lejos, en el descampado, frente a los terraplenes del campamento cristiano, una muchedumbre de caballeros y peones armada y vestida de punta en blanco alardeaba como en los días de fiesta mayor. Sonaban músicas distantes de parches, gaitas y chirimías. Los principales caballeros caracoleaban en torno a un grupo de mujeres montadas en mulas, con buenos arreos y gualdrapas hasta el suelo.

Alí Dordux acudió a la muralla. Saludó a Orbán con distraída deferencia y contempló la fiesta de los cristianos.— Esto quiere decir que Málaga está sentenciada— declaró—. Ésa a la que hacen tanto acatamiento es Isabel, la esposa de Fernando. Cuando la reina se presenta en un real es señal de que ya nunca levantarán el asedio.

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