Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
Ahmed el Fatihi, el de Ronda, entró de los primeros en el campamento cristiano, tras sortear las dos barreras, derribó una tienda francesa, que pasó por encima, atropellando a los que dormían dentro, y lanzó la tea que llevaba en la mano en el interior de otra. Le salió al encuentro un escudero del conde de Arcos, al que atravesó con su lanza. Cuando echaba la mano a la espada, un espingardero que había observado el destrozo desde las barreras le disparó una bala de hierro que le acertó en el cogote y le salió por la boca, llevando por delante la mitad de los dientes y muelas.
Se le derramaron los sesos y murió en brazos de su primo Abdul Kasim, quien, por socorrerlo, descabalgó y allí mismo fue alanceado por peones cristianos. Alí ben Gomar, llamado Farruch, el yerno de Aliatar de Aljanda, que había prometido a su novia, la bella Itimad, el culo sin esquinas, una presea de algún conde cristiano, saltó con los primeros las barreras de Fernando y cabalgó por una calle del campamento, con tiendas a los dos lados, sin cuidarse de si lo seguían los suyos.
Cerca de las capillas donde ondeaban los pendones, su trotón tropezó con los vientos de una tienda y dio con él en el suelo. Ben Gomar cayó sobre la nuca y se fracturó la columna vertebral. Pugnaba por levantarse y no podía, el cuerpo muerto y la cabeza móvil, con los ojos vivaces mirando el desastre de su vida. Allí mismo lo degollaron dos criados del duque del Infantado que después se repartieron sus arreos y su caballo.
Abd Tinmal, el alcaide de Cambil, que había matado a más de veinte cristianos en la jornada de la Ajarquía, combatió bravamente en el foso, rechazando a los peones cristianos que salían de las tiendas de cuero. La sangre le chorreaba por el codo cuando un escudero del duque de Cádiz, Pedro de Falencia el Joven, le metió la lanza por los riñones y dio con él en tierra. Lo decapitaron y mostraron su cabeza en el extremo de una lanza, lo que puso pavor en muchos corazones porque era uno de los más esclarecidos paladines de los moros.
Al final se manifestó lo que Orbán temía. Los guerreros cristianos pasaron a cuchillo a los inexpertos y mal armados muhaidines, como la guadaña abate la hierba seca en el prado, y después cayeron sobre los fieros cenetes, los cuales, sin suficiente terreno para maniobrar, puesto que la batalla se reñía en los fosos y detrás de ellos, no pudieron practicar su táctica de tornafuye, y sucumbieron a decenas a manos de los caballeros.
Desde las almenas avanzadas, algunos espingarderos instruidos por Orbán disparaban contra las armaduras más vistosas. El duque de Cádiz recibió un balazo que le atravesó el escudo y le abolló la coraza, sin penetrarla.
Después de un combate indeciso, con muchos muertos y heridos de las dos partes, el Zegrí comprendió que la lucha había llegado al punto en el que la concentración de fuerzas cristianas arrollaría a sus cenetes. No tenía hombres para reemplazar aquellas pérdidas. Transmitió a la torre de señales la orden de replegarse.
En todo ese tiempo la artillería de Fernando se abstuvo de tronar, aunque sus artilleros rodearon sus piezas con lanzas y cadenas, dispuestos a defenderlas. Solamente una docena de catapultas disparaban contra los fieles desde la trinchera adelantada de san Cristóbal. Uno de los proyectiles, una piedra del tamaño de una naranja, le acertó a Ibrahim el Guerbi en la cabeza y se la abrió esparciendo los sesos por el polvo. Sus discípulos, que lo rodeaban para protegerlo, lo tomaron a mal agüero y, desamparando las armas, huyeron hacia la ciudad, más cobardes cuanto más arrogantes se habían mostrado la víspera. En un momento olvidaron su condición de voluntarios de la fe, muhaidines que ansiaban el martirio y el paraíso.
Antes de que se produjera la desbandada, Orbán enfiló los cañones, apuntando a la distancia óptima de metralla, la de un tiro de ballesta. Las mechas humeaban en los braseros, dispuestas.
—¿Hago algo, señor?— preguntó Jándula, nervioso después de comprobar que los oídos de las bombardas estaban cebados con fósforo.
Orbán le puso una mano en el hombro, pero no apartó la mirada del campo.
—Esperar.
Desde el mirador de la puerta de Antequera los artilleros permanecían atentos a la retirada. Los musulmanes regresaban muy mezclados con sus perseguidores que les daban alcance a caballo y los iban alanceando por el campo, los peones detrás degollando a los que se rendían.
Los de la muralla no podían disparar sin herir a los suyos en retirada. A pesar de ello, cuando los tuvieron a la distancia adecuada, Orbán acercó una mecha al oído de La Negrilla, la señal de fuego a discreción. El cañonazo resonó potente como un trueno. Chascó la madera de la cureña al aguantar el retroceso. Cuando se disipó la nube de humo, vieron el lugar del impacto sembrado de cadáveres cristianos y muslimes, algunos heridos pateando entre un rodal de tripas y miembros cercenados. Después de La Negrilla habían disparado todas las bombardas y ribadoquines desde la torre de la puerta Antequera a la del Aceituno. La metralla segó por igual amigos y enemigos, pero detuvo en seco a los cristianos.
—¡Atrás!— gritó el duque de Cádiz—. ¡Atrás!
—¡Se repliegan!
Los cristianos suspendieron la persecución y regresaron atropelladamente a su campo, fuera del alcance de los cañones.
—Ha sido una gran victoria— declaró el Zegrí mientras su escudero lo despojaba de la armadura ensangrentada. Se había batido como un león.
—¿Una gran victoria?— se extrañó Orbán.
El Zegrí le guiñó un ojo. Nunca lo había visto» de tan buen humor.
—Nos hemos ahorrado mil bocas inútiles que hoy disfrutan del Paraíso. Además Alá, el clemente, el misericordioso, el oportuno, ha llamado a su seno a Ibrahim el Guerbi. Ya no habrá más profecías apocalípticas ni más sermones incendiarios contra los que comemos mientras el resto pasa hambre. ¡Eso es lo que yo llamo una gran victoria!
Por la noche circulaban noticias sobre los muertos y las pérdidas de cada bando. Ibrahim Gen, malherido de una lanzada, agonizaba en su casa de la Cuesta. Entre los cristianos había caído el capitán Ortega del Prado, el escalador que dirigió el asalto de Alhama.
Cada viernes el Zegrí y los magnates de la ciudad asistían al sermón en la mezquita mayor en compañía de un pueblo cada vez más escuálido. Después de la oración cenaban en alguna casa principal y prolongaban la sobremesa hasta el amanecer.
El viernes que correspondía a Orbán ser el anfitrión, amaneció templado por la brisa refrescante del mar. Iba a ser un día de mucha faena. El cocinero había degollado una oveja y había puesto la carne a orear en el patio.
Isabel tomaba las disposiciones necesarias e intentaba disimular su contrariedad. Le molestaba que tantos hombres invadieran su casa, entre ellos algunos amigos de Ubaid Taqafi, su antiguo dueño.
—¡Vienen a fisgar nuestra vida para contárselo después!— se quejó.
—¡No puedo luchar contra la costumbre!— se excusó Orbán—. Incluso debo considerarme muy honrado de que el Zegrí haya designado mi casa como lugar de la reunión de hoy.
Orbán trabajó todo el día en el arsenal, inspeccionando, con Alí el Cojo, la primera colada de la fundición. El bronce ardiendo despedía una espesa nube de humo mientras los operarios lo vertían por el oído del molde, con un silbido de serpiente furiosa.
—¡Un ser llora y se queja cuando da a luz a otro!— comentaba Orbán contemplando el bello espectáculo.
El herrero búlgaro no veía metales de otra especie sino seres, cada cual con su carácter y con sus inclinaciones. Conversaba con ellos, los comprendía y se excusaba cuando tenía que contrariar la naturaleza de uno, calentándolo, majándolo o fundiéndolo para mezclarlo con otro. Jándula no sabía si atribuir aquellas rarezas a excentricidad de su amo o si es que los herreros búlgaros eran así y por eso vivían tan apartados del trato humano.
La cena era al anochecer. Antes de que se pusiera el sol, Orbán y Jándula regresaron. Isabel le había preparado el baño, como cada día, con agua tibia y aceite perfumado. La criada que les subió las toallas calientes percibió un retazo de conversación. Orbán le decía:
—Estás muy callada hoy.
—Es que no me hace gracia que vengan esos amigos de Taqafi a casa.
—No tienes que verlos. Quédate aquí. La cena la servirán los criados.
—Yo soy tu esclava— replicó Isabel—. Pensarán cosas si no comparezco.
—Que piensen lo que quieran.
Después de la oración de la noche, comenzaron a llegar los invitados, más de quince. Como hacía buen tiempo, la comida se serviría en el jardín, mirando al mar. Los criados habían extendido alfombras y esteras sobre las que habían dispuesto muchos escabeles con cojines. A intervalos regulares, candiles de aceite perfumado alumbraban las tarimas donde se exponían las bandejas con los manjares.
Orbán recibió al Zegrí en el zaguán, lo acompañó hasta la estancia central y le ofreció el pan y la sal. Con el resto de los invitados fue menos deferente. Según iban llegando, el mayordomo los acompañaba hasta el jardín, donde le hacían la zalema al Zegrí y se unían a la conversación. Había comida en razonable variedad y abundancia: carne de oveja sazonada con miel; y empanadas de barmakiya con carne molida, cilantro, pimienta, canela y garum, potaje de habas para los delicados de dientes y bebidas de diversas clases. Además de limonada y zumo de granada, no faltaba el zumo fermentado de uva, el afamado vino de Málaga, para los que lo apreciaban a pesar del anatema del profeta.
Tras el rebato de las bandejas, saciados los vientres, discurría la reunión por sus cauces habituales, los invitados divididos en corrillos atendiendo al origen y grado de amistad, así como a los intereses particulares de cada cual: los cenetes de un lado; los militares, al otro, Alí Dordux y los mercaderes aparte.
Uno de los lugartenientes del Zegrí, Yusuf ibn Aiax, un beréber de la vieja guardia, se había interesado por la suerte de Isabel.
—Por ahí anda— dijo Jándula, reservado.
—¿Y cómo le va con el cambio?— insistió el otro. Jándula lo miró a los ojos. El beréber tenía un brillo cínico en las pupilas y sonreía con malevolencia.
—Está muy bien— dijo Jándula, desabrido.
—¿Pero, le gusta tu amo?— insistió.
—Eso parece— respondió Jándula elusivamente. Y fingió un quehacer para evitar que el otro lo siguiera interrogando.
Dos horas después, ya hechas las libaciones y fumado un canuto de hachís, Yusuf ibn Aiax, visiblemente achispado, no dejaba de pensar en Isabel y algunas veces miraba al techo, allá donde se figuraba que estaría ella. Era amigo de Ubaid Taqafi y había estado en aquella casa muchas veces. Había deseado secretamente a la favorita de su amigo, aunque nunca se había atrevido a manifestarlo. Ahora su amigo había caído en desgracia y aquel herrero, Orbán, había heredado casa y amante, un regalo a todas luces excesivo que sólo se justificaba por el deseo del Zegrí de animar a sus desanimados guerreros con preseas y honores.
Apuró ibn Aiax su copa y mientras el esclavo acudía a llenársela espió las ventanas del piso superior. La de la alcoba principal permanecía en penumbra. Se imaginó a Isabel recostada en el camastro, entre almohadas, aguardando a que los invitados marcharan para recibir entre sus brazos expertos al herrero búlgaro.
Ibn Aiax bebió todavía dos copas de vino espumoso con miel y canela. Sus pensamientos lúbricos hallaron eco en un hormigueo agradable que percibió en su bajo vientre. Se sentía pletórico y potente. Respondía con monosílabos a las preguntas de uno de aquellos pesados, los mercaderes del círculo de Alí Dordux, que peroraba sobre los precios abusivos que alcanzaban la pimienta, la nuez moscada y la agalla oriental. En aquel momento a ibn Aiax lo traía al fresco el comercio, el futuro de la ciudad y el futuro del sultanato. Deseaba a la esclava cristiana y no quería aplazar por más tiempo la consumación de su deseo.
Disimuló dirigiéndose a la zona del jardín donde estaban los retretes. Desde allí, dando un pequeño rodeo por el patio interior, buscó la escalera que ascendía a la terraza de servicio. Conocía la casa. Todos los criados estaban abajo, atendiendo a los invitados. El piso superior estaba silencioso y en penumbra. Se detuvo ante la puerta taraceada, de dos batientes, de la alcoba principal.
Aplicó el oído: nada. ¿Dormía Isabel?
Con precaución llevó la mano al picaporte, lo levantó Y empujó.
La puerta estaba cerrada por dentro.
Se imaginó a la mujer desnuda en el lecho tibio.
Dio unos golpes: toe, toe, toe…
No hubo respuesta.
Repitió los golpes con mayor energía.
—¿Quién es?— preguntó Isabel dudosa desde el interior.
—Un presente para la señora— dijo ibn Aiax fingiendo una voz neutra.
Se descorrió el cerrojo y cedió el picaporte. Yusuf ibn Aiax empujó la puerta y entró en tromba, atropellando a la mujer. Cerró detrás de él.
—¡Andas muy perdida, muchacha…!— dijo, a guisa de saludo, mientras esbozaba una sonrisa nauseabunda de grifota borracho.
—¿Qué haces aquí?— se indignó Isabel al reconocer al compadre de Ubaid Taqafi.
Iba a gritar, pero Yusuf ibn Aiax la rodeó con una mano por la cintura atrayéndola hacia él, y con la otra le tapó la boca.
Se resistió Isabel furiosamente lanzando patadas al aire. Los brazos de ibn Aiax eran fuertes y la mantenían en vilo, como a una muñeca.
—¡Ven, perra cristiana! No te hagas la pudorosa, que conmigo eso no vale. ¿Crees que no sé que follas con ese enano turco todas las noches?
—¡Déjame, señor! Ahora le pertenezco a él.
—¡Me perteneces a mí! Cuando los perros levanten el cerco él se irá a otra parte y tú te quedarás conmigo. No te vas a librar tan fácilmente de Yusuf el Negro.
Intentó arrastrarla hasta la cama, pero tropezó con una alfombra, trastabilló y perdió el equilibrio.
Isabel aprovechó la circunstancia para zafarse del abrazo y correr hacia la puerta. Ibn Aiax le cortó el paso con agilidad sorprendente. La excitación le había disipado la borrachera.
—¿Qué pasa, que el turco te tiene bien follada y no te apetece variar?
—¡Señor, te suplico que me dejes!— rogaba Isabel—. ¡Tú tienes muchas mujeres!
—Todas las que quiero, perra— concedió ibn Aiax—, pero se me ha antojado follarme ese coñito angosto tuyo. Anda, sé razonable y no me hagas perder la paciencia. Te lo hago en un momento y me voy. No te haré daño. Te recompensaré.