Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
La noticia de la rendición de al-Zagal se extendió por los talleres. Los oficiales se presentaron ante Ramírez de Madrid para recabar detalles. Trajeron una barrica de vino para celebrar el evento. La negociación secreta había empezado dos semanas antes. El Zegrí pretendía ciertas condiciones ventajosas, como que se esclavizara solamente a los muhaidines y a los cenetes, pero Fernando despidió a sus negociadores secamente:
—¡El día de la gracia ya pasó! Lo único que acepto es la rendición sin condiciones.
Una segunda embajada, con Alí Dordux al frente, no consiguió mejores resultados. Fernando ni siquiera se dignó recibirlos. Le dijo al duque de Cádiz:
—¡Que regresen y no vuelvan hasta que puedan ofrecer la rendición incondicional!
Fue la noche en que Fernando ordenó que la artillería bombardeara los muros y el interior de la ciudad a discreción, hasta las primeras luces del alba, «para que no duerman y mediten».
Al-Zagal, encolerizado, envió al alfaqueque Selam Nashiya con un recado para el duque de Cádiz.
—¡Otro bombardeo como el de anoche y colgaremos en las almenas a los cautivos cristianos que hay en Málaga! Puesto en el disparadero, encierro en la alcazaba a los ancianos, a las mujeres y a los niños, incendio la ciudad y morimos matando. ¡Todavía tengo bajo mis banderas a más de veinte mil guerreros que aspiran a la corona del martirio!
El duque de Cádiz respondió por Fernando:
—Eres muy dueño de hacer lo que te parezca, pero si uno solo de los cautivos cristianos sufre daño, pasaré a cuchillo a la ciudad.
Dos días después regresó Alí Dordux con un carro de regalos para los reyes y una nueva embajada conciliatoria. Al final consiguió el objetivo esperado: la familia de Alí Dordux y otros diecinueve linajes principales de la ciudad no sufrirían daño alguno, pero el resto de la ciudad se entregaba sin condiciones a la clemencia del vencedor.
El 20 de agosto, cuando amaneció, con calor y nubes, el Zegrí entregó Gibralfaro y las defensas principales, así como los almacenes del puerto. Don Gutierrez de Cárdenas, comendador mayor de León, recibió Málaga en nombre de los Reyes y desarmó e internó a la guarnición en un corral, bajo estrecha vigilancia. Al Zegrí y sus oficiales los encerró en la alcazaba con grilletes en los pies.
Los pendones de Castilla ondeaban en las torres de Gibralfaro. En el puerto atracaban y zarpaban de continuo naos y galeras.
La entrada de los reyes en Málaga fue muy emotiva. Isabel y las otras mujeres del hospital de la reina se adelantaron con los padres mercedarios llevando pucheros, caldos y medicinas para socorrer a los seiscientos cautivos cristianos de la ciudad. Causaba lástima verlos tan flacos y amarillos de las hambres pasadas, con sus grilletes y cadenas, los cabellos y barbas largos y enmarañados del cautiverio. Terminada la colación procesionaron entonando el Te Deum Laudamus con gran solemnidad tras la imagen de Santa María con los obispos, capellanes, frailes de la Merced y clérigos del ejército cristiano, todos con vestiduras ceremoniales, entre nubes de incienso.
Isabel, en el grupo de damas de la reina, vio pasar al deán Maqueda, más delgado y pálido que de costumbre, con algún tono gris en la cabellera que asomaba por debajo de la gorra de terciopelo, pero arrogante, enhiesto sobre su corcel, la lanza de fresno en la mano, con su gallardete púrpura.
Aparecía el deán magnífico y apuesto aunque todavía convaleciente de las fiebres que lo tuvieron al borde de la muerte. Su tío, el obispo, lo había dispensado de comparecer con el resto de la clerecía, por evitarle la pequeña humillación de procesionar a pie, cojeando, y le había permitido figurar entre los nobles de las casas de Castilla y Aragón que cerraban el desfile, armados con armaduras de parada, las espadas ceremoniales desenvainadas, los arreos brillantes, los hierros bruñidos, los cueros encerados. Así llegó el séquito hasta la mezquita mayor donde, tras las aspersiones episcopales con agua bendita, para bendecir el recinto y librarlo de sus miasmas musulmanas, los carpinteros de Fernando instalaron la campana sobre un cadalso provisional. Quedó consagrado el templo como la primera iglesia de la ciudad.
Tañía la campana Santa María y parecía que el aire quieto ondulaba al compás de los armónicos.
Nubéculas de humo blanco ascendían de las cocinas de los nuevos cuarteles. Orbán, en la terraza de su antigua residencia, las manos apoyadas en la balaustrada de ladrillos, contemplaba el puerto abarrotado de naves aragonesas mientras prestaba atención satisfecho al repique de su campana.
Su campana. Para ser la primera que fundía en su vida no le había salido mal.
Había encontrado la casa vacía y al mayordomo tembloroso en la puerta. Al reconocer a su antiguo amo, el anciano se había postrado de rodillas y le había besado las manos.
—¡Alabado sea Alá, el clemente, el misericordioso, que te trae para báculo de mi ancianidad, amo Orbán!
—No temas, que yo te protegeré— le dijo el herrero alzándolo—. Dime, ¿dónde está la gente?
—Cuando desertaste, el Zegrí entregó la casa a Alí el Cojo. Ayer cargó todo lo que había de valor y huyó, no sé a dónde.
—¿Y Jándula?
—Huido también. Muchos se aventuraron al mar. Salieron barcas y pateras a burlar el bloqueo.
Tengo entendido que la mayoría ha perecido.
Orbán recorrió la vivienda. Las desamparadas estancias desprovistas de esteras, las puertas de par en par, las alacenas abiertas y vacías, los muros sin tapices. Pulsó, en la escalera, el peldaño que crujía, el que le avisaba la proximidad de Isabel y sintió una opresión dulce en el pecho. ¡Habían sido felices allí! Penetró en el dormitorio donde tantas veces se amaron. Las esteras estaban recogidas, como ella las dejaba pudorosamente cada día, antes de que subieran los esclavos. Salió a la terraza. La dama de noche descuidada, la mata espesa y sin flores. Miró el cielo surcado de gaviotas y palomas, los tejados que descendían hacia el puerto atestado de barcos cristianos. Las chimeneas del arsenal despedían gruesas columnas de humo, los hornos infatigables que ahora trabajaban para Fernando.
¿Habían pronunciado su nombre? Al principio creyó que era una figuración suya y siguió, ensimismado, mirando al puerto. La segunda vez supo que era la voz de Isabel. Se volvió con el corazón acelerado. Ella le sonreía desde la puerta.
—¡Sabía que te encontraría aquí!
Isabel, vestida con el atuendo de las damas de Castilla, túnica hasta los tobillos, ceñida, y un chai ligero que disimulaba sus encantos. Se atrajeron como la piedra imán. Él la tomó en sus brazos.
Ella se apretó fuerte contra el cuerpo masculino.
—¡No sabes cómo te echo de menos!— le susurró al oído, entre dos besos.
Se besaron largamente.
En el puerto, una nao disparó un cañonazo de salvas. Las carracas genovesas, catalanas, pisanas aguardaban turno para descargar suministros. Patrullas de soldados, con un veedor al frente, registraban las casas, calle por calle. Los vencedores se repartían la ciudad, los guiones de los nobles ondeando en las celosías de los palacios adjudicados a nuevos dueños. Los mesnaderos visitaban los baños con la curiosidad de ver cómo vivían los moros, con el vicio del agua. Había un trasiego de recuas por las calles. Los aposentadores buscaban cuarteles cerca de las fuentes, requisaban paja, asignaban establos. Los cocineros hacían leña de muebles y enseres. Sobre el minarete de la mezquita mayor habían plantado una cruz de cobre que refulgía al sol.
A la tarde el mayordomo les trajo a los enamorados un jarro de horchata.
—¡El horchatero, que sigue vendiendo su mercancía como siempre!
Seguía la vida alrededor mientras ellos nuevamente abolían el tiempo para amarse.
Durmieron abrazados aquella noche. En la madrugada insomne se unieron a la luz de la luna que entraba a raudales, espectral, por la abierta ventana. Envueltos en el mismo cobertor contemplaron amanecer sobre el mar en el que los bajeles iban y venían incansables desde el puerto iluminado con hachones.
A la mañana siguiente el mayordomo dio unos golpes discretos en la puerta de la alcoba.
—Señor, tienes visita.
—¡Ya me parecía que era mucha tranquilidad!— suspiró Orbán—. Veamos qué tripa se le ha roto ahora a Ramírez de Madrid.
No era un mensajero de la fundición. Era una visita totalmente inesperada.
—¡Ennio Centurione!— exclamó Orbán al reconocerlo—. ¡Viejo amigo! ¿Qué es de tu vida?
El genovés en persona. La misma sonrisa mundana, el mismo saludable bronceado marino, la misma elegancia, jubón de terciopelo, daga al cinto, gorra de brocado adornada con un joyel de perlas.
—Éste es Ennio, el navegante— lo presentó a Isabel—. Ya te dije que era muy apuesto.
Ennio hizo una venia, complacido.
Le ofrecieron un vaso de horchata. Los dos hombres tomaron asiento en los almohadones y conversaron de las respectivas experiencias en los últimos meses, especialmente de las de Orbán.
Centurione no tenía mucho que contar. Las compañías comerciales— genoveses, písanos, catalanes— habían esperado la caída de la ciudad para hacer sus negocios. Volvía a abrir el mercado de oro sudanés; Alí Dordux y sus socios se disponían a reanudar la actividad de los almacenes de higos, pasas y almendras. Menudeaban los pedidos de cueros, cochinilla y cera del Magreb, de seda de Fiñana, de azúcar… Los asentadores volvían a demandar papel, hilo y lino de Genova, algodón de Oriente, paños de Inglaterra. Además de reanudar el comercio de antaño, para lo que Fernando daba toda clase de facilidades, había que clasificar y transportar el inmenso botín a los mercados más convenientes, había que suministrar pertrechos a la nueva administración, había que transportar los cuerpos y enseres de los repobladores. En los mercados de esclavos del Mediterráneo los precios se habían hundido ante la perspectiva de la gran afluencia de género que la caída de Málaga aseguraba.
—Fernando tiene prisa por liquidar los asuntos de Málaga y no acierta a comprender nuestra prudencia. Por cierto, debo solicitarte un favor.
—Tú dirás.
—Necesito media docena de herreros para instalar cerrojos y candados en las bodegas de cinco naos. Fernando me ha encomendado el transporte de un centenar de jóvenes cenetes que regala al Papa y cincuenta doncellas moras, las más agraciadas de la ciudad, que envía a su hermana Juana, la reina de Nápoles.
—¿Le vas a poner grilletes y cerrojos a las doncellas?— se extrañó Orbán—. No creo que sean peligrosas.
—No es por las doncellas; es por la marinería que puede perder la cabeza. Se amotinan y te estro-pean el cargamento por menos de nada.
—Cuenta con esos herreros. Todo lo que necesites sólo tienes que pedirlo.
—Ahora debo irme, que me aguarda mucha faena en el puerto— dijo Centurione levantándose—.
Que seáis felices.
Los dos enamorados pasaron una semana sin apenas comparecer en sus obligaciones, refugiados en su antiguo nido de amor, con la connivencia de Beatriz Galindo y del artillero mayor, mientras los conquistadores tomaban posesión de la ciudad y de sus gentes.
La población malagueña, como un inmenso rebaño cautivo, se dejó concentrar en la albacara de la alcazaba. Los secretarios reales confeccionaron las listas. Al tercer día se disiparon las últimas esperanzas de los vencidos cuando el pregonero real les leyó, en árabe y castellano, las duras condiciones de Fernando: todos los habitantes de la ciudad quedaban reducidos a esclavitud. Un tercio se canjearía por cautivos cristianos de África; otro tercio se repartiría entre los nobles que habían participado en la campaña; y el tercio restante engrosaría las arcas reales. Los alfaqueques cristianos y moros tomaron nota de los familiares que podrían rescatar a los cautivos. El rescate de cada persona ordinaria se fijó en 30 doblas, con ocho meses de plazo para ingresarlas.
El mercado volvía a funcionar, bien abastecido, como en los viejos tiempos. El viejo mayordomo de Orbán, con su salvoconducto, bajaba cada día a comprar carne, fruta y vino. Regresaba con noticias terribles que Orbán prefería no escuchar. Con los desertores pasados a los moros durante el asedio no hubo piedad: los pusieron en un tablado y los soldados ejercitaron puntería en ellos con cañas, a caballo, durante una mañana. Después el verdugo degolló a los que aún respiraban. Los moros que habiendo sido bautizados habían renegado y se habían vuelto con los suyos fueron quemados directamente en una hoguera delante del zoco principal. La misma suerte cupo a Hazán de Santa Cruz y a todos los elches o cristianos apóstatas convertidos al islam.
En el reparto del botín hubo para todos. Los nobles recibieron esclavos, esclavas y propiedades rústicas o urbanas proporcionadas a su participación en el cerco y al número de lanzas que habían aportado. Los repartidores reales trabajaron de sol a sol, estableciendo los lotes, auxiliados por moros peritos.
Los nobles se repartieron mancebicos y pajes; sus mujeres, Beatriz Galindo y diversas damas de la corte recibieron doncellas moras. La ciudad entera se redujo a la esclavitud, cada cual según sus aptitudes y conocimientos. Los cuatrocientos judíos de Málaga corrieron mejor suerte. Intercedió por ellos don Ismael, el trujamán real, y fueron rescatados por los judíos de Castilla, con adelanto de dinero del arrendador de las rentas reales.
Ardía viva la hoguera del campamento a la que los herreros iban arrojando la grasa de las chuletas y las costillas mordisqueadas. Habían comido cerdo y cordero en abundancia, con buenas hogazas de pan blanco, se habían bebido un barrilete de vino dulce especiado con pimienta y laurel, habían rematado el banquete con pan de higo con almendras y manzana de barril con miel. En la sobremesa habían contado chistes, habían eructado, y habían ventoseado. Un convite memorable para celebrar la caída de Málaga. Roncaban los artilleros alrededor, borrachos y hartos, cada cual con su ronquido peculiar, sonrisas satisfechas en los rostros pavonados del fuego de las forjas, cejas y pestañas quemadas, manos agrietadas y morenas, hombres brutos y felices, los dueños del trueno que deshace muros y destaza guerreros, los poderosos señores de la guerra mimados por el duque de Cádiz.
—¿Qué haremos ahora?— preguntó micer Ponce, contemplando melancólicamente la guita del morcón, que sostenía entre dos dedos como un péndulo.
Francisco Ramírez de Madrid, dormijoso al lado del fuego, elevó una ceja. Había bebido mucho, había brindado por sus hombres, por los hornos y por las principales bombardas que sostenían el esfuerzo real, como princesas con reinos poderosos, Las siete hermanas Jimenas, la Capitana, la Esquiva, la Marquesa, la Flor abierta, la Estepona, la Ronquilla, la Breva dulce, la Dispuesta.