El mercenario de Granada (22 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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—Caída Málaga, Granada queda aislada con poco territorio— observó—, pero antes de meterle mano seguramente Fernando querrá tomar el puerto de Almería para asegurarse de que los moros no reciben refuerzos de África.

—No nos faltará trabajo— concluyó micer Ponce, como si esa certeza disipara todas sus dudas.

—No, trabajo no nos va a faltar. Yo hasta estoy por decir que podremos trabajar con Fernando el resto de nuestras vidas y aún dejaremos colocados a nuestros hijos.

Tenía Francisco Ramírez de Madrid dos hijos de su primer matrimonio, con doña Isabel de Oviedo, Hernando y Onofre, pero ninguno de los dos le había salido artillero. Cuando Orbán hablaba de la dinastía de artilleros de su familia, lo escuchaba con un punto de admiración y envidia. Le hubiera gustado que uno de su sangre heredara su experiencia.

Sucedieron días de vientos encalmados y cielo limpio. Las higueras alcanzaron su segunda floración y algunas aceitunas ennegrecieron. Llegaron los papamoscas y se fueron los milanos negros.

Orbán e Isabel, después de vivir los días felices, olvidados de todo, tuvieron que separarse de nuevo. Isabel, con Beatriz Galindo, en el séquito de la reina. Orbán, al campamento de los herreros donde los hornos y las forjas humeaban de nuevo tras los días de asueto. El parque de bombardas se estableció en un llano cerca de Málaga con buenos bosques a mano para carbón. Muchos señores se despidieron de Fernando y marcharon a invernar a sus tierras del norte. Las tropas concejiles aguantaron hasta que las talegas empezaron a flaquear. Entonces dijeron adiós y regresaron a sus burgos. Quedaban con Fernando las mesnadas reales y algunas señoriales de nobles heredados en los pagos cercanos.

El invierno trajo una paz ilusoria porque los martillos y los hornos seguían funcionando para alimentar la guerra. El rey convocó cortes en Zaragoza y en Valencia para solicitar los subsidios de la siguiente campaña. Ese año llovió torrencialmente y hubo inundaciones y terremotos.

En Ronda nació un niño con dos cabezas, la marca de los años aciagos.

La retama blanca no floreció. Los zorzales y alondras, los petirrojos y los estorninos llegaron con retraso. El campo estaba quieto y silencioso, los lagartos dormidos. Sólo las cigüeñas blancas llegaron de África, siempre altas, entre las nieblas matutinas, y los inquietos corzos descendieron de las montañas, dejando las hileras de sus pasos en la nieve a las hierbas yertas de escarcha. Fe-mando había licenciado a su ejército hasta la nueva campaña. Al-Zagal, desde Guadix, atacaba pequeños reductos de la frontera con Boabdil, donde los cristianos vivían más desprevenidos. Con esto daban tema a los juglares que cantaban las hazañas del islam y mantenían el entusiasmo de los ignorantes que no veían la diferencia entre la guerra de Fernando, que conquistaba ciudades y la de al-Zagal que robaba dos vacas y tres ovejas, empresas de poca monta, las únicas que podía acometer, contra pequeñas guarniciones desprevenidas o contra pastores indefensos.

Orbán vivía de espaldas a la guerra, absorto en las mil delicadas tareas de la fundición.

El cañón fundido tiene que reposar dos días hasta que se enfría. Sólo entonces se extrae del molde. Terminada la fundición del día, los operarios se ocupaban de los cañones fundidos en los días precedentes. Había que limarlos por dentro y por fuera y repasarlos a martillo para comprobar si contenían burbujas. Algunos cañones tardan más que otros en atemperarse. Orbán acariciaba cada pieza con el dorso de la mano sintiendo su calor, incluso el calor de cada una de las partes, porque no se enfría al mismo tiempo la culata que la caña cercana a la boca, donde el metal es menos espeso. Orbán sentía el calor como el médico que ausculta al paciente y sólo cuando la pieza había alcanzado el grado de enfriamiento adecuado decidía:

—Éste a la arena.

Al lecho de arena, en un poyo elevado de mampostería, donde se limaba o se martilleaba para darle el acabado final.

Orbán, con su delantal de cuero lleno de tizonazos, podía afanarse durante horas, con el martillo, despaciosamente, sobre cada milímetro cuadrado de la superficie del cañón. Como el médico que repasa con la punta de los dedos el torso del enfermo para adivinar el estado de sus órganos, antes de probar un cañón, Orbán sabía, por el oído, cuáles eran sus defectos, qué carga de pólvora admitía y qué proyectil sería el adecuado.

Entendía Orbán de hombres como de cañones. Repartía las tareas entre sus colaboradores de acuerdo con las habilidades de cada cual. Y era un excelente maestro que enseñaba mediante demostraciones: «Esto se hace así, mira», y tomaba la lima que, en sus manos, era como un instrumento musical. Los herreros se congregaban a su alrededor, en silencio, para admirar tanta destreza. Viéndolo hacer con tan rematada perfección, Jándula se preguntaba dónde habría aprendido tantos oficios y tantos conocimientos que requieren unos las manos y otros el cerebro.

Algunos jóvenes herreros envidiaban a Jándula por lo que estaba aprendiendo cerca del búlgaro.

Jándula, halagado, no los sacaba de su error. No consideraba que Orbán fuera un amo especialmente amable. En el amo amable hay condescendencia, esa amabilidad que subraya sutilmente la superioridad del que la dispensa. Con Orbán era otra cosa. No era especialmente amable, pero, cuando había que echar mano de alguna cosa, él arrimaba el hombro el primero y sólo si necesitaba ayuda te la pedía. Quizá era más bien un compañero. Dejaba a los operarios dándole al cincel o a la lima e iba a la casa de la pólvora a examinar la preparación de las cargas. Conocía a cada operario por su nombre y los alababa o los reprendía por el trabajo con el mismo tono. No era persona de altibajos, el herrero búlgaro.

Orbán prosperaba en las herrerías de Fernando, tanto que la perspectiva de afincarse en Castilla no le desagradaba, después de todo. Los reyes favorecían a sus servidores más diligentes. Tenían más en cuenta los servicios de un hombre perito en su oficio que la nobleza de su linaje. Pensaba en sus hijos, Mircea y Orbán, lo único que lo vinculaba al Valle de los Herreros.

Quizá podría traerlos a su lado, educarlos como los otros Orbán habían educado a su descendencia, comunicarles los secretos de los metales y la pólvora, aprender con ellos, desarrollar nuevas técnicas, nuevas ideas.

Pensaba en Bayaceto.

Bayaceto era celoso con sus servidores. ¿Aceptaría que Orbán se quedara en el lejano Occidente, al servicio de otro rey?

Los herreros eran del Gran Señor, le pertenecían como los caballos de sus cuadras.

No, Bayaceto no iba a permitir que decidiera por su cuenta dónde quedarse. Se había informado muy bien sobre los artilleros cristianos y su capacidad para construir ingenios. Quizá Bayaceto recompensaría esta información.

En el futuro Bayaceto guerrearía con Fernando, a pesar de que sus tierras distaban, pero el mar las unía. Fernando era rey de Aragón y Aragón tenía muchos intereses en el mar. Orbán albergaba numerosas dudas sobre su futuro. Solamente poseía una certeza: que no quería separarse de Isabel.

Regresó el buen tiempo, encañaron los trigos y los días largos y soleados orearon los caminos.

Fernando había sobornado a los jeques del levante almeriense, que lo recibieron por señor. Solamente resistían Almería y Baza.

—El próximo paso es Baza y después Granada— avisó Fernando a sus capitanes.

Entre ellos había vuelto a figurar el deán don Pedro Maqueda. El clérigo había ganado mucho predicamento en los meses que se ocupó de los repartimientos de Málaga. Incluso su tío, el obispo de Segovia, del consejo de la reina, se había sorprendido de su capacidad de trabajo y de la sutileza con la que sorteaba los menudos obstáculos de la administración. Lo había visto impartir justicia en las gradas de la mezquita mayor convertida ahora en catedral. Sin grandes conocimientos de jurisprudencia, sólo con el consejo de un leguleyo del cabildo, el deán Maqueda emitía juicios ajusta-dos que dejaban satisfechas a las partes, sin inclinarse maliciosamente hacia ninguna de ellas. El obispo estaba orgulloso de esta nueva faceta de su hijo, el que hasta entonces había sido un militar camorrista, sin muchos escrúpulos, capaz de pasar a cuchillo a quien se resistiera a su voluntad, un hombre que jamás había dado señal de poseer las cualidades necesarias para la diplomacia. En Málaga, el deán Maqueda, alejado temporalmente de las armas por su larga convalecencia, apesadumbrado quizá por los reveses de la vida, había acatado disciplinadamente las tareas civiles que su tío el obispo le encomendaba en su deseo de acercarlo al consejo real. En su nuevo cometido como funcionario de la mesa del rey, Maqueda se había mostrado sorprendentemente eficaz. Servía los intereses del rey sin descuidar su labor humanitaria con los cautivos. El deán se había preocupado cristianamente por hacer llevadera la desgracia de los que habían pasado de ser personas libres a esclavos. Había facilitado mantas y enseres del ejército a los corrales donde los cautivos carecían de todo, había comprado, pagándolas a veces de su bolsillo, hierbas y medicinas para los enfermos, había intervenido en las subastas y en la confección de los lotes, procurando que los mercaderes que adquirían los cautivos no separaran a las familias.

—No te conocía en esa faceta caritativa— le dijo un día, medio en broma, el obispo.

—Somos hombres de Dios, tío, ¿no es cierto? Se supone que debemos ser compasivos con el débil y que el Señor nos recompensará por eso en el Cielo.

El obispo de Segovia, con sus ojos ahuevados y su piel color pergamino, contempló, como si lo viera por primera vez, a aquel hombre robusto y guapo. Tuvo que reprimir un sollozo de satisfacción. Se sintió orgulloso de que aquella criatura atractiva fuera carne de su carne, carne de su pecado y un hombre tan pasional como él, que lo fue mucho en su verde juventud.

—¡Dios tiene sus propios caminos, que no conocemos!— murmuró.

—¡Él nos muestra la luz, padre!— dijo el deán, en un tono un poco zumbón, que intentaba rebajar la emoción del momento, los ojos arrasados en lágrimas.

El obispo adelantó la mano sarmentosa y la posó sobre la frente febril de su hijo, quien inclinó la cabeza agradeciendo la caricia.

—¿La has olvidado ya, hijo?— preguntó con un hilo de voz.

Los ojos del deán miraron a los de su padre. Brillaba en ellos renovada la antigua fiebre.

—¡Me acuerdo de ella cada día, padre! Continuamente pido noticias de ella. Anda entre las damas de Beatriz Galindo, que hace de cobertera y sigue viendo al enano turco que la embrujó. Me atormenta con ese medio negro, con ese pagano. ¡Sólo quiere infamarme, tío!

El obispo acarició la cabeza de su hijo.

—¡Hijo mío! Mantente lejos de esa mujer, que no es para ti. Eres hermoso y poderoso. Puedes escoger barragana en otras mujeres de la corte. Muchas te miran con deseo.

—¡La concupiscencia con otras no me satisface, tío! Yacer como un animal, eso no me llena. Lo hago y me deja vacío. Lo que yo quiero es amanecer abrazado a ella, oler su aliento cuando duerme, velar su sueño, mirar las estrellas con la mano posada en su cadera, sentir el calor de su seno cuando lo acaricio dormido, darle agua cuando tiene sed, abrigarla cuando tiene frío.

El obispo asentía, gravemente. También él había conocido aquella dulce locura, en otro tiempo.

—¡Que Dios te ayude a sobrellevar la soledad, hijo mío!

XXVIII

Musa ibn Hasin envió a Jándula y a dos arrieros a Huércal, a cobrar unos sacos de cebada. Ya en camino, un pastor les avisó de que los cristianos habían llegado a Lorca, pero unos piconeros que trabajaban en el monte les aseguraron que aún no habían salido de Murcia, donde Fernando aguardaba ciertas vituallas de Cartagena. Persuadidos de esto último, Jándula y los arrieros caminaban despreocupados. En la Malajá, al volver una curva, se dieron de bruces con una patrulla de adalides cristianos. Volvieron grupas e intentaron huir, pero los jinetes los atajaron.

Los criados de Ibn Hasin pasaron dos días sin comer en una mazmorra de la Roda. Al tercer día los trasladaron a Valme, los encerraron en un silo y los alimentaron con gachas de cebada y sardinas secas durante cuatro días antes de sacarlos a subasta. A Jándula lo compró el alcaide de Al-hendín.

—No era mala persona— le explicó Jándula a Orbán cuando volvieron a encontrarse—, pero tenía un mayordomo que no se despegaba del vergajo. Pasé cuatro meses trabajando de sol a sol en un molino de harina. Los esclavos, todos moros, trabajábamos hasta deslomarnos. Nos daban gachas de ajo y queso emborrado dos veces al día.

—No está tan mal— comentó Orbán.

—Comer se comía regular, pero el trabajo era para aborrecer la vida. Y de follar, nada— se quejaba Jándula—. Allí no aparecía una mujer en dos leguas a la redonda. Todas las noches cinco contra uno, ya sabes.

Jándula consiguió enviar un recado al alfaqueque don García de Olid para que avisara a Orbán, que estaba al cuidado de las ferrerías de Baza. A los pocos días llegaron dos hombres del conde de Cifuentes con una cedulilla del contador real rescatando al esclavo. Jándula se encontró con Orbán después de casi dos años de ausencia. El herrero había engordado un poco, vestía su delantal de cuero y tenía la cara llena de tizne, como siempre.

—Así que te dejas coger prisionero a la primera ocasión— le reprochó jovialmente—. ¿Qué manera es ésa de defender la tierra?

Jándula intentó besar la mano renegrida del herrero, pero Orbán lo impidió. Lo obligó a levantarse y lo abrazó largo, sin decir palabra. Cuando se separaron, lo miró a los ojos con los suyos húmedos y le dijo:

—¡Eres libre! Vuelves a ser mi ayudante. Y más vale que aceptes el trabajo porque de lo contrario te devolverán al molino.

—Aquí estaré mejor— dijo Jándula, sin reprimir las lágrimas.

Orbán se había gastado sus ahorros de un año en rescatarlo. Jándula le prometió que se lo restituiría cuando acabara la guerra. Orbán se encogió de hombros.

—Cuando acabe esta guerra serás aún más pobre de lo que eres ahora, Jándula.

Pasaron meses, llegó el tiempo de los higos y las almendras, cuando se abren las vainas y caen las castañas, cuando se encelan los cangrejos y las truchas remontan los ríos y el jabalí macho, en la espesura, afila sus colmillos y reclama a las hembras.

Orbán contaba con la estimación y la amistad de Francisco Ramírez de Madrid, que aprobaba su forma de construir la caña de la bombarda en torno a un ánima en la que delgadas tejuelas de hierro al rojo blanco se soldaban a base de martillo. Sobre esta primera capa, se disponía una segunda y finalmente se barrenaba el interior para obtener el calibre deseado. De esta manera Orbán evitaba las líneas de menor resistencia en el forjado tradicional de las duelas. Los cañones de Orbán admitían mayor carga de pólvora, lo que, unido a la caña algo más larga, permitía superar el alcance de las bombardas corrientes. Sólo las milanesas igualaban a las de Orbán.

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