El mercenario de Granada (25 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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No es que le gustaran especialmente estas ciudades provisionales. Su naturaleza ordenada rechazaba el caos y cualquier forma de improvisación, pero en los campamentos y en los puertos de mar se hacían los mejores negocios, lo sabía por experiencia. Un mayordomo real te discute los precios en su gabinete de palacio, repantigado detrás de su mesa taraceada, rodeado de tapices, gavetas y comodidades, con el lebrel echado frente a la chimenea donde arde un tronco de encina, pero en la tienda de lona de un campamento que huele a bosta, a sudor rancio y a paja podrida está más pendiente de acabar lo antes posible con su incomodidad que de tus tarifas.

Una zanja profunda y un talud coronado de estacas marcaba el límite del campamento. Fuera había otra extensión de chozas más livianas, construidas con harapos y palmas secas, el campamento de las soldaderas y buhoneros que acompañaban al ejército. Un tropel de niños semidesnudos jugaba junto al arroyo mientras las madres, aguas arriba, lavaban la colada y parloteaban.

Centurione viajaba en una mula torda y mansa, con un séquito de cinco criados. Ya se había desprendido de los franciscanos del convento del Santo Sepulcro de Jerusalén que el Gran Sultán de Egipto le endosó. Al final, fray Antonio Millán, el prior, y fray Juan García regresaron a Málaga para embarcarse de regreso a Tierra Santa con el embajador Pedro Mártir de Anglería. En una extensa carta, el rey Fernando tranquilizaba al sultán sobre sus intenciones bélicas: nada más lejos de su voluntad que agredir al islam. En su guerra contra Granada, él y la reina estaban recuperando lo que les pertenecía, la tierra de España, arrebatada por los moros ocho siglos antes al rey cristiano Rodrigo. Cuando reconquistaran su reino y recuperaran lo que era suyo, otorgarían plenas liberta-des a sus subditos musulmanes, les permitirán practicar la religión de Mahoma y regirse por sus leyes. «Al igual que tú, Gran Sultán, aspiramos a que bajo nuestro cetro convivan pacíficamente cristianos, musulmanes y judíos.»

Centurione descabalgó. Las agujetas le baldaban los muslos. Un criado le tendió un pañizuelo bordado humedecido con perfume. El mercader se enjugó el sudor y el polvo de la cara y el cuello.

Para entrar en el campamento cambió la mula mansa por un caballo negro, de buena raza.

Detestaba ser portador de malas noticias, pero tampoco quería comunicarlas por carta. Ciertas cosas hay que decírselas al interesado cara a cara, mirándolo a los ojos, especialmente cuando des-cubres que le tienes ese afecto que tanto se parece a la amistad.

En el puente levadizo de la puerta del campamento, un guardia se informó de la identidad del recién llegado. El sargento le indicó la tienda del jefe de día.

—¿Está aquí Orbán, el herrero búlgaro?

—Sí, señor. Con los hombres de Francisco Ramírez de Madrid, en la calle de la mano diestra, al final.

Los visitantes pasaron una gran corraliza con más de quinientos caballos. El tufo a estiércol y a meados revenidos emponzoñaba el aire.

Centurione presentó sus respetos al duque de Cádiz y departió con él sobre los suministros que su compañía tenía empeñados y sobre los precios del cobre y el estaño en la lonja de Milán.

—Fernando querrá que lo saludes— avisó el de Cádiz.

—Quiero besarle la mano— dijo Centurione—. Vengo de Jaén y traigo unos lienzos de Holanda que le envía la reina.

Los criados del genovés habían montado su tienda en el espacio reservado a las visitas de calidad, cerca de la plaza de armas y lejos de los corrales. Centurione se lavó la cara, los sobacos y los brazos en una jofaina, se enjugó con la toalla que le tendía su paje y se contempló un momento en el espejo de cobre. Dos bolsas cárdenas le orlaban los párpados. Las arrugas de la frente y las mejillas se dibujaban mejor en la tez bronceada. ¿Estoy cansado, estoy preocupado o es que empiezo a envejecer? Se encogió de hombros. Quizá las tres cosas. Bueno, no le demos más vueltas.

Hagamos lo que hemos venido a hacer.

Se vistió de limpio, se puso al cuello una gruesa cadena de oro y salió de la tienda.

Las herrerías se distinguían por las columnas de humo de las fraguas y el martilleo de los yunques.

En esta parte del campamento reinaba una actividad frenética. Una larga recua de jumentos, con los serones cargados de carbón de encina, aguardaba inspección antes de descargar combustible para los hornos. Allí estaba Orbán el búlgaro, quizá más delgado y fibroso que la última vez que se vieron, hacía ya dos años. Orbán impartía instrucciones a los oficiales, atento al trabajo. Su castellano había mejorado notablemente.

—¿Tendrás un momento para saludar a un viejo amigo?— le preguntó, en turco, Centurione.

Orbán se volvió con un gesto de sorpresa al oír su idioma natal. Cuando reconoció al visitante sonrió mostrando sus dientes fuertes y blancos.

—¿Qué demonios hace un banquero genovés en medio de esta basura?— le espetó. Se abrazaron cordialmente.

—He sabido de ti. Por lo visto eres el mejor fundidor de Fernando. ¡Tu fama vuela!— dijo Centurione.

—¡Exageraciones!— Orbán se encogió de hombros—. Fernando tiene a los mejores fundidores de la cristiandad. Yo hago mi trabajo, nada más. ¿Quieres un vaso de vino? No es tan bueno como el que sueles beber, pero te limpiará el polvo del gaznate.

—¡Venga ese vino!

La tienda de Orbán estaba detrás del talud que rodeaba la casa de la pólvora. El ajuar del artillero era adusto. Un catre de campaña, dos jamugas y la tapa de un baúl pequeño elevado sobre un caballete para que sirviera de mesa.

—Vengo de Jaén, de acompañar una embajada a la reina.

—¿Has visto a Isabel?— preguntó Orbán con ansiedad.

—La he visto, muy guapa y atareada— contestó el genovés evasivamente—. Allí trabajan de firme.

—Lo sé. Desde que nos pasamos a los cristianos apenas nos vemos.

—¿Os va bien?

Orbán se quedó pensando un momento.

—Supongo que sí— suspiró—. Fernando nos trata bien y ella está con los suyos.

Centurione asintió. Se puso repentinamente serio.

—No he venido sólo por el gusto de verte. Te traigo un recado.

Había bajado el tono de voz hasta el susurro.

—Lo suponía— dijo Orbán—. La verdad es que hace meses que lo esperaba. Temiéndolo. ¿Traes noticias de allá?

Centurione asintió con gesto grave.

—Hace un mes estuve en Estambul. El Visir me hizo comparecer ante Bayaceto. El Gran Señor está furioso. Si no regresas con los moros antes de que acabe el verano, te declarará traidor y arrasará tu casa.

Arrasar la casa era uno de los eufemismos de la cancillería de la Sublime Puerta. Se demolía la casa, se requisaban los campos y se degollaba a los animales y a los familiares directos. A veces, si el delito era especialmente grave, los empalaban. Orbán pensó en sus hijos, Orbán y Mircea.

—¿Sabes algo de los míos?

—Tus hijos están bien. Ahora viven con tu hermano.

Orbán asintió pensativo.

—Ellos son lo único que tengo, mis hijos.— Su voz había enronquecido de repente. Con los ojos arrasados de lágrimas contemplaba las nubes de humo que se levantaban al cielo azul—. Vivimos pensando que tenemos algo seguro y la verdad es que seguro no hay nada, cualquier cosa puede acabarse en un instante. Crecemos en el Valle del Hierro pensando que los árboles y las casas son nuestras, que son la dádiva a perpetuidad de un sultán al primer Orbán, el herrero que le regaló Estambul, pero todo lo que tenemos y todo lo que somos le pertenece a sus sucesores, todo es de Bayaceto y si ahora, en el otro extremo del mundo, quiere torturar a mis hijos, puede hacerlo.

—¿Qué harás?

—Sólo los tengo a ellos. Va a ser difícil escapar de este campamento e incluso si escapo no sé qué futuro me espera cuando regrese con los moros.

—Esa duda concierne a la segunda parte de mi recado. Bayaceto no quiere que regreses con al-Zagal, sino con su sobrino Boabdil.

—¿El rebelde?

—Sí. Al-Zagal tiene los días contados. En la última campaña enfermó de melancolía y todavía no se ha repuesto. Sus gentes lo abandonan y se pasan por docenas a Boabdil. Pronto no le quedará nadie. Todas las alianzas que buscaba en el Magreb han fracasado. Está cada día más débil frente a Fernando. Boabdil, me consta, te recibirá con los brazos abiertos. La fama del herrero búlgaro domesticador de los metales ha llegado a Granada.

Centurione permaneció todavía tres días en el campamento de Fernando atendiendo a sus negocios, entrevistándose con Hernando de Zafra y otros funcionarios. Después regresó a Málaga sin despedirse de Orbán. En vísperas de la deserción del herrero búlgaro quería evitar la impresión de que los unía una estrecha amistad.

XXXIII

Como hombre de confianza de Ramírez de Madrid, el herrero búlgaro se multiplicaba acudiendo a las forjas, a los hornos, a los fuelles continuos, a las herrerías y a los molinos de la pólvora. Orbán intentaba instruir a otros en los secretos del oficio, pero en materias tan delicadas Ramírez de Madrid prefería que lo supervisara todo y descargaba en él buena parte del trabajo.

Lo que Orbán esperaba con impaciencia se demoró todavía un mes. El 7 de noviembre, a los seis meses de comenzado el cerco de Baza, ya metidos en las lluvias del otoño, llegó al campamento la reina Isabel, con su hija mayor y un nutrido séquito de damas, nobles y prelados. La recibieron Fernando, el marqués de Cádiz, el maestre de Santiago, el duque de Alba, el almirante de Castilla y los magnates, todos con trajes de ceremonia, acompañados de pajes de librea y una lucida comitiva, músicas y chirimías. Escuadrones de jinetes y compañías de piqueros vigilaban a lo largo de la carrera, por si los moros intentaban una salida para aguar la fiesta.

Desde los terraplenes del campamento, los artilleros asistían al evento. Junto a la reina, menuda y rubia, en una mula enjaezada con un vistoso manto púrpura, cabalgaba un corpulento eclesiástico, tocado con un sombrero ancho como un quitasol con las borlas cardenalicias cayendo por la espalda. El enorme caballo castrado del purpurado abultaba como un elefante al lado de la pequeña mula que cabalgaba la reina.

—¡El Gran Cardenal! señaló Ramírez de Madrid. Ya se ve que la toma de Baza es un asunto del más alto interés, para que el cardenal abandone sus almohadones.

Orbán salió al paso de la comitiva, impaciente por encontrarse con su amada. Detrás del escuadrón de escolta que seguía a los reyes y a los purpurados llegaba el séquito de damas de la reina, las más jóvenes en mulas y asnos, el resto en los carros de la impedimenta, acomodadas entre el fardaje que les servía de asiento, con palios levantados en afustes de lanzas para protegerlas del sol.

Inquieto como un mancebo enamorado, Orbán buscó a Isabel entre las damas montadas; después, en los carros. No la identificó entre tantas mujeres con tocas blancas en la cabeza hasta que ella se despojó del pañuelo dejando al aire su cabellera negra y le dijo:— ¿Buscas a alguien, escudero?

Orbán contempló la hermosura de su amada, que la ausencia acrecentaba.

—¡A la dama más bella del mundo! Las compañeras de Isabel acogieron el cumplido con risitas y comentarios cómplices. Orbán ayudó a su enamorada a apearse. Se abrazaron estrechamente a un lado del camino. Pasaban los muleros del séquito, evitándolos, y se daban con el codo: «Éste ya tiene apaño donde meterla», alcanzaron a oír.

Otros hombres del campamento se encontraban con sus mujeres con parecidas muestras de amor.

Aquella noche hubo canciones y músicas hasta la alta madrugada, por los muchos encuentros que se habían producido y por la alegría de saber que, llegada la reina, el cerco no duraría mucho. Para lo crudo del invierno, todos en casa.

Después del amor, Orbán apoyó la cabeza en el brazo desnudo y se miró la mano libre, un gesto familiar cuando estaba pensativo.

—Ha habido cambios— dijo al fin.

—¿Qué cambios?

—Después de pasarse por Jaén con la embajada, Centurione vino a verme. El Gran Turco me ordena que regrese con los moros. Si desobedezco matará a mis hijos y arruinará mi casa.

Quedaron largo rato en silencio, Isabel meditando sobre lo que acababa de oír.

—¿Qué vas a hacer?

—No puedo hacer otra cosa: volverme a los moros. Sólo me he quedado estos días para despedir-me de ti.

—¿Despedirte? ¿Qué ha sido de todos nuestros sueños? ¿Ya los has olvidado?

—No los he olvidado. Quiero llevarte conmigo cuando esta guerra acabe o cuando Bayaceto me re-clame, pero, mientras tanto, no tengo más opción que volverme a los moros.

—Pueden matarte por haberte pasado a los cristianos.

—No me piden que vuelva con al-Zagal sino con Boabdil.

Permanecieron en silencio largo rato. Isabel acariciaba el pecho del herrero, huesudo y blanco, con el vello ralo que empezaba a encanecer. No podía evitar que le acudiera a la memoria el del deán, ancho y musculoso. A veces soñaba Isabel con el deán. Se despertaba empapada en sudor después de encontrarlo en sueños, siempre dispuesto a la coyunda, infatigable, brusco.

—Si tú te vas, yo también— dijo con determinación—. Ya no me separo más de ti.

—En Granada alguien puede acusarte por el asesinato de Yusuf ibn Aiax.

—Prefiero correr ese riesgo. Si me quedo aquí también estaré en peligro…, otros peligros.

Por un momento pensó confiarle que se había encontrado con el deán Maqueda, pero después decidió silenciar el episodio. Orbán no lo entendería y lo ocurrido en Jaén podía abrir una brecha insalvable entre ellos.

El deán la había hechizado y la había envenenado en los años en que estuvo sometida a él. Le quedaba esa mezcla de gratitud, miedo y deseo, una comezón del alma que debía resolver sola, sin ayuda de nadie. Algunas veces se lo había confiado a Beatriz Galindo, fiada en su sabiduría de mujer.

—Los caminos del corazón, ¿quién los conoce? Seguramente el deán te cogió tan tierna y te moldeó por su mano y nunca te lo quitarás de la imaginación. Aprende a vivir con su recuerdo, pero si quieres a Orbán pierde cuidado y dedícate a ese amor. Lo que necesitas es un hombre corriente que te cuide, te proteja y te quiera, un hombre que, llegado el caso, se case contigo y que te deje una fortuna suficiente para vivir desahogada cuando Dios lo llame a su lado.

Se escuchó el «¡Eia velar!» de un centinela lejano. Ladraron unos perros. Orbán e Isabel volvieron a abrazarse en silencio y copularon nuevamente. Detrás de la lona de la tienda comenzaba a clarear el nuevo día.

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