Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
Después Isabel lo masajeaba con una toalla caliente y lo dejaba dormir un poco mientras cocinaba en el hornillo del patio alguno de los platos granadinos aprendidos en las cocinas de Aixa la Horra, pollo o cordero con guarnición de verduras aderezadas con pimienta jengibre y azafrán. Un banquete en el que no faltaba el vino, del que Orbán aportaba una frasca. Después del almuerzo volvían al camastro y charlaban. Hacían planes para el futuro, cuando estuvieran en las tierras de Bayaceto.
Orbán describía el Gran Bazar de Estambul, con sus callejuelas comerciales cubiertas por antiguas bóvedas, sus almacenes umbríos, amplios como iglesias, con varios pisos de madera, sus tiendas familiares, sus tenderetes individuales en los que el género invade la fachada, colgado de ganchos que el vendedor tarda media mañana en exponer y media tarde en retirar, sus tiendas agrupadas por gremios: cuero, vidrio, ámbar, oro y plata, vajilla, sedas, drogas, tintes, armas…
—Son turcos, no moros— advertía Orbán alejando las íntimas objeciones de Isabel—. Musulmanes, sí; pero no hay que confundir. Los turcos son afables, devotos, fieles a su palabra, personas de principios. Todos los miércoles, el gran visir inspecciona los mercados, especialmente el de caballos, el de aves y el de esclavos negros. Comprueba que los precios sean los mismos que ha fijado el consejo de ministros y castiga a los defraudadores, a los falsificadores y a los delincuentes.
Orbán le hablaba de la multitud de vendedores ambulantes que pululan en las proximidades del Gran Bazar, de los bomberos prestos a intervenir, de los tintoreros, los borceguineros, los vendedores de hígado para gatos, de cordones para los zapatos, de flores de trapo perfumadas, de los peluqueros que ejercen su oficio en los baños, de los concertadores de huesos que aguardan clientes con el bastidor de madera que les sirve para su oficio… todos forman parte de las más de dos mil corporaciones que existen en Estambul, cada una con su patrón y su insignia, y su juez que vela por los precios y la calidad de los productos.
«En la mezcolanza de cabezas distinguirás el rango social y la nacionalidad por el turbante: los turcos lo llevan blanco; los árabes de color indeciso, dibujado; los judíos, amarillo; los griegos, azul.
Los genoveses llevan gorra de terciopelo y los esclavos, la cabeza descubierta.
»Te asombrarán los zíngaros domadores de osos que hacen bailar y dar trepolinas a la bestia y realizar toda clase de piruetas. Al final de la actuación, el oso fiero abraza al domador, con su enormidad, como un bebé monstruoso que se ciñe a su madre cuatro veces más pequeña. Verás los vendedores de especias, los fabricantes de turbantes, los aguadores, los herbolarios, los en-cantadores de serpientes que se mantienen dentro de una cuba de madera rebosante de reptiles.
En medio de la multitud, de vez en cuando, pasa un penado en el cepo, con campanillas, para que la gente se aparte, y un cartel con el delito. Unos van al cepo y a otros se les aplican vergajazos en la planta de los pies, donde más duele.»
Orbán relata anécdotas y chistes del albañil Karagoz y el herrero Hadjivat, los populares personajes del teatro de títeres. Los dos son amigos y compadres y trabajan en la construcción de la mezquita de Orhan, en Bursa. Como están siempre charlando, retrasan el trabajo. El sultán los condena a muerte, pero antes de ejecutar la sentencia les pide que ellos mismos intenten defender su causa. Le hacen tanta gracia con sus chistes, sus réplicas y sus ocurrencias que los indulta.
Se reía Isabel anticipando el placer del teatro de títeres.
—También iremos al mesón de Bilah, y comeremos cordero con arroz sazonado con pimienta y cubierto de azafrán.
Isabel se interesaba por el vestido femenino:
—Podrás vestir como quieras, pero es seguro que te aficionas a vestir como las turcas. Las mujeres en el Valle de los Herreros también visten así. Un calzón de seda, una saya de terciopelo, una camisa y zapatillas. Eso en casa. En la calle, además, se cubren con un mantón, se pintan las cejas y los párpados con rimel negro y las uñas con carmín y se reúnen una vez a la semana en el baño, que es sólo para ellas, a charlar con las amigas de los dos temas dominantes en una conversación femenina.
—¿Qué temas?— se interesa Isabel.
—Textil, o desuello del prójimo.
Lo decía en broma. Isabel, también en broma, fingía que lo castigaba propinándole palmadas en la espalda.
—¡Perdón, perdón!— suplicaba Orbán.
Ella arreciaba en el castigo, él se refugiaba en sus brazos y la besaba. Se besaban, rodaban sobre el camastro y repetían el amor. A media tarde reponían fuerzas con dulces de piñón y almendras garrapiñadas que Isabel traía de la casa de la Horra, con hidromiel suministrado por Alí el Cojo. Algunas veces Orbán se dormía arrullado por la voz de Isabel que entonaba bellos romances o nanas para dormir niños grandes que ella misma componía:
Adurmióse el caballero
en mi regazo acostado.
En verse mi prisionero
muy dichoso se ha quedado.
Así pasaban las horas hasta que, antes de la oración de la tarde, la voz del muecín los alertaba de que era hora de despedirse, lo que hacían entre suspiros y protestas de amor, hasta la semana siguiente.
El pendolista gordo con el cabello teñido de alheña vestía la impoluta chilaba blanca del servicio de palacio. Se acercó a Orbán cuidando de no refregarse con ningún objeto o persona de la herrería, porque todo tiznaba.
—Boabdil quiere verte— dijo.
—¿Boabdil?
—Sí, quiere que asistas al consejo. Yo te acompañaré.
Afuera aguardaba Luis el Francés, el jefe de la fundición, igualmente convocado a la Alhambra.
Era la primera vez que Orbán subía a la Alhambra, donde estaban los palacios del sultán y las residencias de la aristocracia. Ascendieron la cuesta, a la sombra de los árboles centenarios. El estruendo matinal de la pajarearía apenas dejaba oír la cadencia de las innumerables fuentes y regatos. Orbán pensó en el privilegio de vivir allí: palacios rodeados de bosque poblado de ciervos y gacelas, balcones desde los que, al levantar la vista, se ve un cielo azul purísimo y montañas nevadas a lo lejos.
La puerta de la Justicia se alzaba inmensa ante ellos, fuertes muros rojos con el talismán de la mano y la llave en la clave del arco. Había cierta concurrencia de ulemas y abogados porque aquel día fallaban los tribunales de causas ordinarias. El emisario de Boabdil era conocido del sargento de guardia. Se saludaron y lo dejó pasar con su acompañantes.
Remontaron una calle empinada, con residencias de funcionarios a uno y otro lado. Un grupo de niños jugaba a la guerra, moros contra cristianos, con espadas y lanzas de caña. El que los man-daba pretendía ser Ibrahim al Hakim. Se había dibujado, conjugo de dompedros, una larga cicatriz roja en la mejilla y fingía fumar hachís, la droga de moda entre la aristocracia granadina. El que hacía de Fernando estaba en el suelo, malherido, y suplicaba clemencia.
Llegaron a la amplia explanada que separaba las residencias reales del barrio castrense. Entre las almenas de los bastiones asomaban las bocas de una docena de bombardas. Un rebaño de secretarios y visitantes mataba el tiempo en torno al pozo de Alhamar.
—¿Queréis agua?— preguntó el emisario volviéndose hacia los artilleros.
El agua de aquel pozo pasaba por ser la más fina y digestiva del mundo. Según la leyenda, Alhamar, el fundador de la dinastía nazarí, probó aquella agua tras una agotadora jornada de caza y la encontró tan deliciosa que decidió construir en aquella colina su residencia y trasladar su capital a Granada.
Bebieron en vasos de cristal que el aguador les ofreció después de enjuagarlos en la cuba de cobre. Luis el Francés elogió la pureza del agua.
—¡Tan fresca y rica como la de Francia!— dijo—. Lo que no es frecuente en esta tierra de aguas salobres.
Atravesaron un jardín y llegaron a un muro liso, modesto, en el que se abría la puerta de las escribanías. El portero, vestido con la librea roja del sultán, saludó al emisario y le franqueó la entrada.
Dentro había un patio con soportales en los que trabajaban los escribientes del mexuar, en mesas llenas de papeles y estantes con registros, la burocracia del reino.
El emisario condujo a los visitantes a través de dos nuevas puertas y de un corredor en recodo.
Salieron al patio del mexuar.
Orbán se quedó suspenso ante la belleza de la fachada cubierta de yeserías que reproducían minuciosos trazados geométricos, abstracciones de flores, plantas y minerales, el ordenado tapiz de la creación convertido en belleza por la mano paciente de docenas de artistas.
Recordó Topkapi, la arquitectura como expresión de la majestad y el poder. Como los griegos en Bizancio, los moros habían acumulado belleza en aquellos palacios y ahora, fatalmente, tendrían que cederlos al poderoso enemigo que los codiciaba.
Dos guardias reconocieron al secretario. Los condujeron al patio de los arrayanes. Tras el seto de plantas aromáticas resonaban risas femeninas. Varias damiselas alimentaban con miguitas de pan a los ciprinos dorados del estanque central. Los parterres y arriates estaban a un nivel inferior, de manera que las flores, al crecer, alcanzaban la altura de los pasillos de mármol y semejaban un tapiz natural extendido sobre el suelo.
En la entrada del mexuar graves funcionarios vestidos de chilabas bordadas y tocados con turbantes de seda aguardaban a los convocados. El emisario presentó a Orbán y a Luis el Francés al mayordomo, un anciano cuya barba de armiño hacía juego con la chilaba que vestía, blanca, in-maculada, sin adornos.
—¡Los peritos del hierro!— los saludó—. Aguardad aquí.
Permanecieron en un rincón de la sala de la barca, marginados, como parientes pobres, mientras iban llegando hombres de alto rango que competían en riqueza y elegancia, marlotas bordadas, chilabas teñidas con tintes caros, babuchas cosidas con oro. Orbán reconoció a los Abencerrajes, a los Venegas, miembros del consejo y otros cargos palatinos pertenecientes a linajes importantes.
Había varios militares de alto rango, entre ellos el Zegrí, que se alegró al ver a Orbán.
Al rato se reunieron hasta dos docenas de personas que, tras intercambiar saludos, besos en la mejilla y parabienes, y preguntarse mutuamente por las familias, se enzarzaban en las conversaciones normales aquellos días. Comenzaron una disputa doctrinal sobre los animales admitidos en el paraíso; todos estaban de acuerdo en que allí estaba el gato de Mahoma, la ballena de Jonás y la cotorra de la reina de Saba, pero había diversas opiniones sobre el cordero sacrificado por Isaac.
Hacía poco que un gran incendio fortuito había consumido el campamento cristiano. Unos creían que había sido provocado por Fernando, que deseaba un pretexto para establecer un campamento fijo, de piedra y teja, como había hecho en Loja; otros creían que el incendio fue fortuito.
—En cualquier caso, los cristianos están construyendo ahora una ciudad— dijo el cabeza de los Venegas—. La llaman «bastida de Santa Fe».
Se discutía el porvenir de tal empresa.
—La ciudad está bien defendida por los propios marjales de cultivo y está bien comunicada con Loja. Desde ella se pueden controlar los caminos de la Alpujarra.
—Hace tiempo que nos despedimos de los granos y los bastimentos de las Alpujarras— reconoció uno de los Venegas.
—No deberíamos renunciar a las Alpujarras— lo contradijo otro—, porque Granada resistirá lo que duren sus alimentos y, aunque nosotros no lo notemos, la gente anda hambreada. No me refiero a esa plaga de africanos enlutados, sino a los granadinos de toda la vida, gentes que tenían un buen pasar, incluso artesanos prósperos que hoy sufren la vergüenza de hacer cola en la sopa de beneficencia.
El visir Abulcasim al-Mulih apareció seguido de su secretario de cartas. Batió palmas pidiendo atención y anunció:
—El consejo va a comenzar.
Precedidos por dos servidores vestidos con la librea roja del rey, pasaron a la sala de Gomares, bajo el alto techo que figura los siete climas del universo.
Boabdil estaba sentado en su nicho, recortado en la luz de la mañana, con el Albaicín al fondo. Los notables se acomodaron en sus almohadones, ordenados por jerarquías y familias, «formando el magnífico collar cuyo colgante es el propio sultán», como escribió un secretario adulador.
El alfaquí Mohamed al Pequenni dirigió una breve invocación para que Alá, el clemente, el misericordioso, dispensara raudales de luz sobre el entendimiento de los creyentes. Orbán siguió los rezos con prudente recogimiento.
Boabdil tomó la palabra, carraspeó ligeramente y dijo:
—Hoy nos reunimos a ruegos del visir al-Mulih, que tiene algo que decirnos.
El visir, desde el fondo de la sala, de espaldas a la entrada, y al patio de los arrayanes, se removió en sus cojines y dijo:
—Está escrito que los Abencerrajes y los Venegas son el amparo del reino, sin olvidar a los otros linajes. Con la ayuda de Alá, el sultán vengará las ofensas a nuestra religión. Toda la confianza del creyente está en las manos de Alá, el clemente, el que todo lo puede. Sin embargo, Alá quiere también que el creyente adopte actitudes sensatas y provea a las necesidades de la defensa del reino, sin escatimar un adarme a la verdad. En las plazas y calles de Granada oímos muchas palabras y muchos rezos, la palabra inflamada que arrastra a los creyentes a buscar el martirio. Sin embargo, nosotros debemos analizar la situación con el corazón frío.
Los presentes intercambiaron miradas alarmadas.
—¿Cuándo nos darás la mala noticia, visir?— preguntó bruscamente Ahmed el Zegrí.
El visir miró al general con sus ojos cansados. Decidió que no valía la pena replicar mordazmente.
El general tenía razón. Extendió su mano blanca hacia el intendente Aben Comixa y le dijo:
—Expón lo que tienes que decir, te lo ruego.
—Hay en Granada cien mil bocas que alimentar. Desde que los cristianos nos cercaron, hemos dejado de recibir víveres de las Alpujarras. Lo que podemos cultivar dentro de las murallas sólo alcanza a alimentar a unas diez mil personas. Eso quiere decir que tenemos víveres para dos meses. Después tendremos que racionarlos drásticamente y en ningún caso aguantaremos más allá de seis meses.
—¿Hay algún indicio de que Fernando piense levantar el campamento este invierno?— preguntó