Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
El obispo rió secamente con su risa cascada.
—Hijo, Granada está ya entregada y las capitulaciones firmadas. Sólo estamos haciendo tiempo.
No habrá asalto, ni más ocasiones de heroísmo, no habrá más sangre.
—¿Van a ceder la ciudad así como así?
—Se la hemos comprado al precio de muy buenas doblas. Hemos sobornado a los nobles y a los jefes militares y hemos prometido que respetaremos los cargos y las haciendas.
El deán comprendió que sus sueños de gloria militar se habían esfumado. Sin embargo no se sintió demasiado contrariado. Después de todo se trataba de recuperar, por el medio que fuera, la última tierra del reino en manos de los moros.
—Quizá ahora podamos vivir en paz— dijo.
—¿Vivir en paz?— preguntó el obispo.
—Moros y cristianos, quiero decir.
El obispo exhaló un suspiro de resignación.
—En realidad les prometemos lo que no podremos cumplir— confesó.
—¿Por qué no, tío? ¿Por qué no podremos vivir unos entre otros respetándonos?
—Hijo mío, los moros están dotados para el disimulo y el engaño. Cuando son débiles, se muestran sumisos; cuando son fuertes, crueles y desconsiderados. Fingirán que se convierten al cristianismo, fingirán que son buenos subditos de los reyes y, en cuanto se apareje la ocasión, se revolverán contra nosotros y nos arrebatarán la tierra. No podemos convivir con esa sociedad cerrada, aplastada por Dios…— objetó el prelado.
—¿No estamos también nosotros aplastados por Dios, tío?
—¿Ves el poder de los reyes, el poder de las ciudades, las cortes que les votan subsidios, los nobles que, cuando se incomodan, retiran sus mesnadas? La sociedad cristiana camina hacia la libertad… Nos queda todavía un largo camino, pero ya lo estamos recorriendo. Los moros, por el contrario, recorren ese camino a la inversa. El futuro traerá más diferencia, más resentimiento, más fanatismo. Nos envidiarán y nos odiarán por ser cristianos y pensarán que nosotros somos su problema.
—¿Y cuál es su problema?
—La religión inflexible y ciega, la aplicación intolerante de normas crueles y absurdas superadas por el tiempo. Cuanto más abunden en la falsa solución, su fanatismo religioso, más se hundirán en la desesperación de no resolver el problema. Hace siglos eran libres, ahora ellos mismos se reducen a no serlo, aplastados por un dios tiránico y opresivo. Hubo un tiempo en que el islam celebraba la vida y consideraba la existencia terrenal un camino de gozo y placer en su ineludible marcha hacia la muerte. Incluso hubo un tiempo en que grandes filósofos como Averroes señalaron el camino que reconcilia a la religión con el hombre, el camino de la piedad, del respeto de lo distinto, el camino de la razón, pero ese islam amable que un día humanizó la vida de los moros hace tiempo que desapareció. Hoy profesan un islam simplificado y arcaico que vuelve la espalda a la sabiduría y a la razón y basa su doctrina en la aplicación de una ley brutal. Su fanatismo no respeta al hombre ni respeta la vida. Niegan la civilización que los engendró. Viven el sueño de que son superiores y detentadores de la verdad. No aceptan haber pasado de dominadores a dominados, ni lo aceptarán nunca. Si les permitimos vivir junto a nuestras puertas, un día aprovecharán nuestra debilidad para alzarse contra nosotros. Los moros sueñan con restaurar la pasada grandeza. Su orgullo vencido y la constatación de la superioridad de los cristianos, engendra resentimiento y odio. Sólo aguardan la hora de la venganza. Creen que su derrota se debe al abandono de su dios y creen que ese dios les exige mayor rigorismo.
—Tío, nuestro Dios cristiano también es despótico y cruel.
—Si lo tomas al pie de la letra, puede serlo, pero no olvides que también predica el amor. Durante mucho tiempo nos hemos regido por la unión del rey y el Papa, pero desde hace un tiempo está alboreando un modo menos riguroso. Hemos descubierto nuevamente a Platón y Aristóteles, que al enseñarnos el mundo perfecto que vivieron nuestros abuelos, en los tiempos de los griegos y de los romanos, nos anuncian la posibilidad de un mundo nuevo en el que la sabiduría de los antiguos se aune con la fe de los cristianos. La Iglesia, tú y yo, estamos cediendo a la sabiduría, buscando nuevos caminos de existencia más sabia para mostrárselos al rebaño que nos sigue, a los fieles.
—Padre, esto que me dices me provoca más dudas que certezas— confesó el deán.
—Dudar es bueno, hijo mío. Piensa y entiende.
El día 2 de enero, Orbán despertó más tarde que de costumbre. La chimenea estaba apagada y la habitación, helada. En el ventanuco había una raya de luz. Abrió los ojos y se despabiló. Supuso que Jándula preparaba el desayuno. Se levantó, envuelto en una manta, y se asomó a ver cómo estaba el día.
El día 2 de enero, Orbán despertó más tarde que de costumbre. La chimenea estaba apagada y la habitación, helada. En el ventanuco había una raya de luz. Abrió los ojos y se despabiló. Supuso que Jándula preparaba el desayuno. Se levantó, envuelto en una manta, y se asomó a ver cómo estaba el día.
La torre de la Vela se recortaba en el cielo despejado y azul. Buen día para los hornos, pensó. Satisfecho se volvió para vestirse. Sentado en la cama se calzó la bota izquierda; con la derecha en la mano, le asaltó una duda. Le había parecido…
Regresó a la ventana, cojeando con una bota solo, y miró de nuevo la torre de la Vela.
Sobre la torre de la Vela, en el punto más alto de Granada, ondeaba una bandera con dos castillos y dos leones.
¡Los cristianos habían tomado la Alhambra!
Si habían tomado la Alhambra, la ciudad había caído.
Orbán se precipitó escaleras abajo.
—Jándula, Jándula! ¿Dónde estás?
La casa estaba desierta.
Terminó de vestirse, se echó el pellico sobre los hombros y salió a la calle. Hacía frío. En la plazuela conversaba un corro de hombres, las manos en los bolsillos de las chilabas.
¡Hay una bandera cristiana en la torre de la Vela!
Un anciano de rostro arrugado lo miró.
—Lo sabemos. Los cristianos han ocupado las puertas y los castillos. Boabdil se los ha entregado.
Regresó a casa. Jándula había vuelto con noticias. La noche anterior, las tropas castellanas habían penetrado en la ciudad a petición de Boabdil, que se veía incapaz de contener a su pueblo y temía por su vida si los muhaidines y los descontentos se amotinaban.
—Anoche le entregó las llaves de la Alhambra a don Gutierrez de Cárdenas, y esta mañana el conde de Tendilla ha ocupado con más tropas toda la alcazaba. Es el nuevo alcaide.
Mucha gente permanecía encerrada en sus casas temiendo la llegada de saqueadores cristianos.
Los que tenían dinero o joyas las ocultaban en corrales y escondites. Algunos curiosos se habían asomado a la muralla, de la que habían desaparecido guardas y centinelas, a presenciar la llegada del ejército castellano con sus escuadrones de caballos y de peones.
—¡Se terminó la guerra!— decía un alfarero.
—¡Y el hambre!
Habían desaparecido los muhaidines que sólo unas horas antes alborotaban en calles y plazas, los ropajes negros de los aspirantes a mártires sustituidos por chilabas claras y turbantes coloreados.
A lo largo del día circularon contradictorios rumores. Algunos testigos habían presenciado cómo pelotones de almogávares cristianos acompañados por funcionarios palatinos ocupaban la Alhambra y el resto de las torres y castillos, con buen orden y en silencio. Fray Hernando de Talavera, confesor de la reina y obispo de Ávila, alzó el pendón de Castilla en la torre de la vela y un heraldo de armas que lo acompañaba ondeó el pendón mientras gritaba: «¡Santiago, Santiago, Santiago!
¡Castilla, Castilla, Castilla!, ¡Granada, Granada, Granada por los muy altos y muy poderosos señores don Fernando y doña Isabel!»
A media mañana Boabdil abandonó la Alhambra y salió de Granada a recibir a los reyes y entregarles las llaves de la ciudad. Los reyes y su séquito de obispos y nobles comparecieron muy ricamente ataviados con marlotas y aljubas de brocado de seda. Con ellos cabalgaba el hijo de Boabdil, el infantito, que le devolvían al padre.
Según lo acordado, Boabdil intentó desmontar, lo que Fernando no consintió, y luego hizo ademán de besarle la mano, sin que Fernando lo permitiera, pero Boabdil le besó el hombro derecho.
Detrás de Boabdil, a prudente distancia, llegaron los cuatrocientos cautivos de Granada, liberados aquella misma noche de las ergástulas del campo del Príncipe. Iban en solemne procesión, detrás de una cruz sencilla, descalzos y famélicos, vestidos con sus andrajos, algunos con grilletes y cadenas al cuello en señal de penitencia. A la vista de los reyes, entonaron el Te deum Laudamus.
Fernando e Isabel se apearon de sus caballos y se arrodillaron en el barro frente a la cruz, gesto que fue imitado por los obispos, magnates y cortesanos del séquito. Los escuadrones formados que seguían a los reyes prorrumpieron en ovaciones. Muchos lloraron en el emotivo momento.
Después de la ceremonia, los reyes regresaron a su campamento. Boabdil dispondría de cuatro días para abandonar la Alhambra antes de que ellos entraran oficialmente en Granada.
Los maestres de campo habían prohibido a las mesnadas entrar en Granada antes de que salieran los moros, pero con el entusiasmo de la victoria los vivanderos y los mercaderes se metieron en la ciudad y detrás de ellos muchos soldados que llenaron las calles. Los pajes del conde de Cifuentes, medio borrachos, paseaban un jamón en lo alto de una pica.
—¡Regocijaos moros, que ha llegado el jamón!— iban pregonando.
La gente de Granada, viendo tanta concurrencia pacífica y festiva, montó puestos en las plazas y cambiaban tejidos, ropa y enseres por comida, aquejados como estaban de hambre. Las familias enviaban a los criados a vender lámparas de bronce, telas, cintillos de oro, tazas y platos magníficos, hasta los llamadores de las casas, a cambio de víveres. Los alguaciles moros, junto a los cristianos, cuidaron de que no se produjeran saqueos ni abusos.
Algunos paladines se habían suicidado, unos por su propia espada; otros, colgándose de una viga o de las ramas de una higuera. El campeón Muza ben Kabul Hasán, incapaz de soportar el des-honor de la rendición, abandonó la ciudad y arremetió contra los primeros cristianos que encontró en su camino. Mató a varios antes de caer, herido, al Genil, donde se hundió lastrado con el peso de su armadura. Unos hortelanos encontraron su caballo vagando entre los cañaverales de la orilla.
Mohamed el Pequenni recibió la noticia de la entrega de Granada en la biblioteca de la mezquita.
Un alfaquí amigo suyo, al Saqundi, le comunicó su proyecto de marchar al Magreb.
—Yo todavía no sé qué hacer de mi vida— confesó—. Seguramente me iré a las Alpujarras, detrás de Boabdil, si de verdad nos permiten seguir siendo musulmanes allí.
—También puedes quedarte en Granada. Las capitulaciones determinan que los cristianos respetarán a la comunidad musulmana, con sus costumbres y sus creencias.
—¡Ay, pobre amigo mío, qué inocente eres! No respetarán a nadie. Ahora lo prometen todo, pero en cuanto se asienten atropellarán al islam. De esos perros no se puede esperar nada. ¿Cómo podremos convivir con gentes que adoran ídolos, crucificados de palo, madres de Cristo hechas de barro cocido, ante las que se postran, a las que les ponen velas y les rezan y les piden curaciones y milagros? ¿Cómo transigir con los que dicen que adoran a un Dios que en realidad son tres personas, una de ellas una paloma? Los que creen esas locuras, que repugnarían la inteligencia de un niño de diez años, nunca podrán respetar una religión y unas creencias tan bien fundamentadas como las nuestras, la santa revelación de Alá al profeta Mahoma.
—No todos tienen la robustez de tu fe, maestro. La aristocracia que debiera dar ejemplo reniega de Alá y se está convirtiendo a la fe de los cristianos— observó al Saqundi.
—¡Pobres desgraciados, malditos de Alá, fumadores de hachís! Venden su alma al diablo a cambio de conservar sus alquerías, sus fincas y sus mansiones, eso es lo que hacen. ¿Te imaginas a esos Venegas y a esos Abencerrajes cuando asistan a misa y se arrodillen delante del sacerdote y tengan que creer que, cuando el cura levanta un trozo de pan sobre sus cabezas, Jesucristo en persona baja a ese trozo de pan que, por magia, se convierte en carne y sangre del profeta que murió hace más de mil años en una cruz de Jerusalén?
—Es una figuración simbólica— objetó al Saqundi.
—Nada de eso, amigo: los cristianos creen firmemente que ese trozo de pan, la hostia, aunque aparentemente siga siendo lo que es, un trozo de pan, en realidad se ha transformado en carne y sangre de Cristo. Sin simbolismos, de un modo real.
—¡Si lo hiciera un prestidigitador lo apalearían por engañar a la gente!
—Los curas lo hacen cada vez que dicen misa, y además reparten entre sus feligreses esas supuestas carne y sangre de Cristo, de manera que cometen la barbaridad de comerse a su Dios.
¡Estos mitos absurdos que rechinan en cualquier inteligencia, los dan por buenos y por santos esos malditos de Alá! También te obligan a contarles tus pecados, arrodillados delante de ellos, porque son los únicos que pueden perdonarlos, lo que aprovechan para interrogar a las mujeres sobre cuántas veces yacen con sus maridos y en qué posturas y recabar otros detalles de la jodiendia que ellos, como se mantienen absurdamente castos, están deseosos de conocer. Luego a los niños les preguntan, babeando de gusto, cuántas veces al día se la menean y les imponen penitencias y les inculcan que es un grave pecado. ¡Abominación sobre los que han declarado ilícito lo lícito y lícito lo ilícito! No pienso vivir entre ellos, aunque me cueste la propia vida abandonar mi querida Granada.
Granada había caído. De pronto nadie tenía obligaciones. No había ya nada que defender. Los cristianos ocupaban pacíficamente la ciudad, sin saqueo ni matanza, con arreglo a lo pactado.
—Ya no hay prisa con las espingardas— comentó Jándula mirando ondear los pendones cristianos sobre las murallas.
—Me temo que todo eso se ha acabado— corroboró Orbán.
No quería pensar en las consecuencias, aunque se temía lo peor. Fernando no le perdonaría fácilmente su defección y su regreso al campo enemigo. Pensó en Isabel, nuevamente al alcance del deán. Fueron a la casa de Aixa la Horra en el Albaicín y encontraron la calle cortada en sus dos extremos por sendas patrullas de soldados que sólo dejaban pasar a los dignatarios que acudían a visitar a la reina madre.