El mercenario de Granada (34 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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Había gente en la calle. Muchos permanecían en sus casas, temerosos, pero centenares de curiosos querían ver a los reyes cristianos, los que llevaban años escuchando que Fernando era enano y con un ojo huero e Isabel una harpía que se lo hacía con los muleros. Toda la tarde anduvieron Orbán y Jándula de un lado para otro entre la anónima multitud. En la plaza de Bibarrambla un aprendiz de las fraguas lo señaló a un pelotón de soldados castellanos.

—¿Eres Orbán, el herrero?— le preguntó el sargento.

Orbán asintió resignado. Había llegado su hora.

—¡Date preso en nombre de los reyes!

Uno de los guardias le ató las manos a la espalda.

A Jándula, que pretendía acompañarlo, lo apartaron de un empellón.

—¡Díselo a Isabel!— le gritó Orbán desde lejos.

Lo unieron a un grupo de renegados cristianos capturados. Algunos se habían afeitado la barba islámica en un intento de pasar desapercibidos, pero los delataba la palidez del rostro.

Los condujeron a la ergástula del campo del Príncipe, unas cavernas naturales, ampliadas a golpe de pico. Había ya cientos de presos hacinados en los antiguos calabozos subterráneos. Orbán advirtió que casi todos eran elches y renegados cristianos conversos al islam. No se hacían ilusiones.

Sabían que les aguardaba la muerte. Algunos sollozaban sentados en la paja del suelo, otros afrontaban el destino con dignidad, conversaban en corrillos o guardaban silencio, sumido cada cual en sus pensamientos.

En la cueva subterránea no hacía frío, aunque la humedad era notable debido a las filtraciones de la ladera de la Alhambra. Algunos penados arrimaban sus escudillas a la pared y bebían del agua sucia.

Por la noche llegaron dos carceleros con una caldera y repartieron el rancho, una escudilla de caldo en el que flotaban lentejas agusanadas.

XLVIII

Los mercaderes genoveses y pisanos vestidos de brocado y seda, con sus buenos séquitos de criados y muleros, habían asistido a la ceremonia de rendición de la ciudad como testigos del acontecimiento.

Granada, en manos cristianas, prometía grandes oportunidades de pingües negocios. El comercio abandonado, los pósitos vacíos, los almacenes y los talleres, toda aquella riqueza cambiaba de manos y pasaba a propietarios inexpertos que necesitarían suministradores, cornpradores, prestamistas para reflotar la economía de la ciudad. Los almacenistas de artículos artesanales, telas, sedas, damascos, taraceas y joyas traspasaban sus negocios a cristianos que no sabían cómo negociar la cartera de clientes de los primitivos dueños, que abarcaba todo el Mediterráneo. Para eso estaban allí los mercaderes italianos, para comprar información a los que no tenían otro patrimonio que el conocimiento, tasarla y venderla, casi subastarla, en las mejores condiciones, a los nuevos propietarios. Por otra parte los nobles cristianos heredados con palacios y casas nobles de Granada venderían en almoneda muchos objetos de lujo, marlotas, pebeteros, candelabros, lámparas, mesas con incrustaciones de plata y marfil, tapices… para todo eso existía un buen mercado en Flandes, en Alemania, en Roma, incluso en El Cairo.

Los genoveses ocuparon un par de edificios de la plaza Bibarrambla, cerca de la alcaicería. Aquel mismo día Centurione se entrevistó con el secretario real, Hernando de Zafra, que había instalado su oficina en la sala alta de la antigua madrasa. Zafra estaba sobrecargado de trabajo. Afuera había cola de personas con las que tenía que despachar asuntos urgentes, así que Centurione fue directamente al grano.

—Lo que quiero pediros es un favor personal— dijo—. Tengo entendido que tenéis en las mazmorras del campo del Príncipe a Orbán, el artillero búlgaro. Me gustaría pagar su rescate.

—No tiene rescate— informó Zafra, tajante—. Está condenado a muerte por felón y traidor. Juró fidelidad a Fernando y se pasó a los moros.

—Lo hizo porque sus hijos estaban amenazados— explicó Centurione—. Estoy dispuesto a pagar por su rescate, por crecido que sea.

Zafra se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—¡La ley es la ley! Un juramento al rey no se quebranta por ningún motivo, ni siquiera por la vida de los hijos. Orbán va a morir y no hay más vueltas que darle.

Molesto, hizo ademán de volver a sus papeles, pero el genovés permanecía impertérrito ante el pupitre.

—¿Puedes consultárselo a Fernando?

—¿Ves cómo estamos de trabajo?— El secretario abarcó con un ademán la sala atestada de pendolistas y de documentos—. Fernando está peor. Si le voy con una petición de clemencia para Orbán me echará a patadas. Por otra parte debes saber que ya intercedió por él Francisco Ramírez de Madrid, sin resultado.

Centurione comprendió que no había nada que hacer. Se despidió de Zafra y salió de la sala. En el patio despejado de la madrasa hacía frío. Dos criados descargaban libros árabes junto al horno que alimentaba la caldera de la calefacción. En la calle dos carros de libros, legajos y manuscritos aguardaban turno.

Pensó Centurione en la fugacidad de las cosas. En el mundo atropellado en el que vivía nada era perdurable, ni siquiera el conocimiento.

—Sólo tenemos la muerte y el olvido— murmuró para sí mientras se arrebujaba en la capa antes de salir al ventisquero de la calle.

En las mazmorras del campo del Príncipe se respiraba un aire denso y nauseabundo. El hacinamiento era tal que el canalillo central que evacuaba las heces se había obstruido. En la explanada superior, detrás de un mantelete que lo protegía del viento helado, ejercía su oficio maese Bascuñana, el verdugo de la reina. Lo hacía con destreza profesional, corte en la yugular y sección de la tráquea, casi indoloro. Dos auxiliares trasladaban al muerto a una carreta y de allí a la pira instalada en las afueras de puerta Elvira. Toda Granada olía a carne quemada.

Una patrulla militar descendió por las ruidosas escaleras de madera. Los acompañaba un clérigo joven, ya tonsurado, que se apretaba un pañuelo de perfume contra la nariz. A la luz vacilante de la linterna de sebo, el clérigo consultó un papel y comunicó un nombre al sargento.

—¡Orbán, el búlgaro!— gritó el carcelero.

Orbán estaba al fondo, sentado en un montón de paja. Se levantó y se abrió camino entre los prisioneros. Había llegado su hora. Mejor así, antes de que el abatimiento lo ganara por completo. En su corazón ya se había despedido de los seres queridos y de la vida.

El sargento lo contempló con una media sonrisa desde el otro lado de la reja:

—¡Estás libre!

El carcelero se encogió de hombros, introdujo la llave en la cerradura y descorrió el cerrojo. La reja cedió con un quejido herrumbroso.

Orbán permaneció un momento dudoso frente a la puerta abierta. ¿Se burlaban de él haciéndole concebir falsas esperanzas antes de ajusticiarlo? ¿Intentaban añadir un nuevo tormento a su condena? Le pareció lo más probable. Seguramente el verdugo lo aguardaba arriba, en la tarima de las ejecuciones.

—¡Vamos!— rió el sargento comprendiendo su angustia—. ¡Eres afortunado! Fernando te perdona.

El clérigo se había guardado el papel y contemplaba al reo con una expresión de disgusto mientras respiraba a través del pañuelo perfumado.

Orbán pasó al otro lado de la reja y siguió al sargento. El carcelero volvió a cerrar con el cerrojo y la llave.

Afuera resplandecía el sol. Acostumbrado a la oscuridad, Orbán sintió un deslumbramiento doloroso. El aire puro y el sol, un breve instante de libertad y la cuchilla del verdugo, pensó. Entornó los ojos, a lo lejos las cumbres de la sierra nevada resplandecían.

El clérigo le entregó un salvoconducto firmado por Fernando Arias, conde de Saavedra y mariscal de Castilla, alfaqueque mayor del reino.

—¡Eres libre para regresar a tu tierra!

Libre. Todavía anonadado por la noticia echó a andar. En un extremo del campo, detrás de un redil, lo aguardaba Jándula.

—¡Amo! ¡Qué alegría verte libre!

—Es cierto. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está Isabel?

—Ella me envía para que te lleve a su lado. Está bien. Sigue en la casa de la Horra. La Horra se fue con su hijo a las Alpujarras. Sus criadas y esclavas quedaron bajo la protección de fray Hernando de Talavera, el arzobispo.

Orbán y su criado tomaron el camino del Albaicín.

Volvía a haber gente en las calles. Algunas casas permanecían cerradas y sus puertas marcadas con cal, las asignadas en los repartimientos a los nobles y a los funcionarios de Fernando. En las plazas se formaban corrillos de curiosos que comentaban las últimas noticias.

—Los cristianos se han quedado con cuanto había de valor, pero de las personas no abusan— explicó Jándula—. Fernando ha pregonado castigos para el que agreda a un musulmán. Ahorcan a los soldados borrachos y a los violadores. Parece que todo eso lo tenían acordado secretamente con Aben Comixa y con el visir. No obstante, la gente se fía poco de ellos y teme que después de la euforia del triunfo reconsideren la situación y exijan más. Por lo pronto los ricos y todo el que tenía algo ha hecho el petate y se ha ido. Los caminos están llenos de fugitivos. Unos van a África y otros a las Alpujarras. Los Abencerrajes y los notables se han quedado en Granada, con sus casas y sus cuadras intactas. Muchos se convierten al cristianismo y los reyes les confirman sus bienes y sus fincas. A otros les dan heredamientos para compensar las villas y las prebendas que pierden.

Al final todo fue un enjuague: vendieron Granada a los cristianos y el único que ha perdido es el pueblo. ¿Recuerdas la multitud de muhaidines deseosos de alcanzar el martirio? Pues se ha evaporado como el rocío matinal cuando sale el sol. Por doquier se ven camisas y harapos negros abandonados. Se lo han pensado mejor y ahora visten discretamente. Muchas personas dignas han dejado la ciudad y se van a las Alpujarras. La soldadesca toma las casas vacías, encienden sus hogueras con los libros de oración, se mean en los zaguanes, han habilitado pocilgas para los cerdos en los baños públicos y han colgado campanas de las mezquitas. Por cierto, ¿te acuerdas de Naryin, la cantora?

—Claro.

—Apareció en el patio de su casa, ahorcada con sus trenzas, que había cortado y tejido la noche de antes. Los que la encontraron la desnudaron para catar su belleza, y quizá algo más, y debajo de la túnica encontraron que era un hombre con su naturaleza como tú y como yo, quizá incluso más grande.

Orbán recordó con tristeza la primera vez que admiró la belleza y el arte de aquella criatura, en la fiesta de Centurione, cuando llegó a Almería, años atrás. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas, su vida entera había dado un giro que nunca pudo prever.— ¿Y Boabdil?

—Boabdil se fue ayer a las tierras que le ha concedido Fernando, en el valle de Purchena, con más de cien mulas cargadas de equipaje. Lo acompañaba su pequeña corte y su consejero Aben Comixa, el maldito de Alá. Antes desenterró los restos de los sultanes del cementerio real para inhumarlos en sus nuevas tierras. Ahora se ha visto la prudencia de Muley Hacen que, presintiendo lo que había de pasar en cuanto el reino estuviera en manos del hijo, se hizo sepultar en el monte más alto de sierra, debajo de metros de nieve, donde nadie, ni cristiano ni moro, perturbara su sueño. Me han contado que cuando Boabdil trasponía detrás de las colinas, se volvió a contemplar por última vez la Alhambra, con lágrimas en los ojos. Aixa, la madre, que iba a su lado, le dijo:

«Bien está que llores como una mujer por lo que no has sabido defender como un hombre.»

—Las madres, siempre tan consoladoras— comentó Orbán.

XLIX

Un estimulante olor a asado llenaba la calle. En la puerta de la casa de Aixa la Horra, una patrulla de guardias se calentaba en torno a una hoguera en la que asaban chorizos, morcillas y zolocos de tocino.

El sargento conocía a Jándula. Miró un momento a Orbán, sin disimular la expresión de desprecio.

—¡Ahí dentro está la cautiva!— le indicó señalando la poterna abierta de la casa—. Tienes el tiempo de dos avemarías.

Jándula se quedó en la calle, a prudente distancia de la soldadesca. Orbán franqueó la puerta y se encontró en un zaguán amplio. Una fámula mora barría el suelo.

—¿Vienes a ver a Isabel?— le dijo—. Ahí dentro la tienes.

Isabel lo esperaba en el patio. Se abrazaron en silencio. Ella rompió a llorar desconsoladamente.

—¡Ya está, mi amor!— la tranquilizaba Orbán—. ¡Me han liberado! ¡Ahora seremos felices!

Isabel lloraba tan de recio que no podía articular palabra.

Orbán le alcanzó un vaso de agua. Más serena, la muchacha emitió un profundo suspiro:

—¡Orbán, no me iré contigo!— dijo—. Al final he decidido quedarme.

Orbán sintió que la tierra cedía bajo sus pies. Habían hablado tantas veces de vivir en el Valle del Hierro que no acertaba a comprender aquel cambio de actitud. Quizá estaba asustada, por todos los acontecimientos vividos en los últimos días.

—¿No me quieres?— preguntó.

—No lo suficiente para dejarlo todo— dijo Isabel, seria.

Orbán iba a decir algo, pero ella lo interrumpió, le puso dos dedos sobre los labios y añadió:

—He tomado esa decisión; compréndeme, por favor. No me lo hagas más difícil. Ahora debes irte.

No prolonguemos más esta situación que nos lastima a los dos.

—No te entiendo— protestó Orbán—. No te conozco. He arrostrado peligros por ti, te he dado mi vida y ahora me abandonas sin una explicación.

Isabel rompió nuevamente a llorar y se volvió para retirarse a los aposentos interiores. Orbán intentaba retenerla cuando el sargento de la puerta se interpuso.

—¡Se acabó el tiempo! Ahora, vete.

Intentó resistirse y el sargento le propinó un puñetazo en la boca del estómago.

—Lo siento, tienes que salir.

En la calle, los vigilantes, ya achispados por la bebida, coreaban una obscena canción de campamento que elogiaba la temperatura vaginal de las moras. Uno de ellos se dirigió a Orbán.

—¡Tú, hijo de Mahoma, bebe vino!— le ordenó tendiéndole una bota.

Orbán levantó la bota, y bebió un largo trago de vino agrio, soldadesco.

—¡Coño, míralo el moro, cómo peca!— dijo el borracho—. ¡Y seguro que también come tocino, el moro cabrón!

—No se lo des, por si acaso— replicó otro—, que éste nos deja sin almuerzo.

Le arrebataron la bota y lo despidieron con un puntapié en el trasero.

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