El misterio de la Casa Aranda (13 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—Lunes, jueves y sábado por la mañana. Cada dos días, vamos —respondió resuelta la moza.

—Y ayer era miércoles.

—Sí.

—O sea que no tocaba. ¿Por qué limpiaste precisamente ayer las estanterías? —preguntó Víctor Ros.

—Porque me lo mandó la señora.

—¿La señora?

—Sí, doña Ana. Vamos, la madre de mi señora.

—¿Y a qué hora fue eso?

—A las ocho y media de la mañana aproximadamente.

Los dos policías se miraron.

Don Alfredo resumió al instante:

—Sí, parece curioso. La señora hace que Nuria limpie las estanterías un día que no toca. Al menos, es algo inusual.

Víctor continuó:

—Justo el día que se nos esperaba a nosotros.

—Poco después desapareció el libro maldito como por arte de magia —añadió el inspector Blázquez—. Es como si alguien (en este caso la señora) hubiera pretendido que Nuria pudiera atestiguar que el mayordomo había colocado en su sitio el libro, para luego poder aseverar que éste se había volatilizado espontáneamente dejando esa ceniza.

—Exacto —dijo Víctor—. O, al menos, así lo veo yo.

—En efecto, esto huele mal —comentó Blázquez.

—Nos has sido de mucha ayuda —añadió Víctor mirando a la sirvienta—. Por cierto, ¿estabas en la casa la noche de autos?

—¿Cuándo? —preguntó la criada.

—La noche en que doña Aurora apuñaló a don Donato Aranda —aclaró don Alfredo.

—Ah, sí, sí. ¡Hable en cristiano, leñe!

Víctor sonrió tímidamente ante la ignorancia de la joven y dijo:

—¿Escuchaste algo?

—No; sólo los gritos de don Donato cuando todo había ocurrido, aunque…

—¿Sí?

—No sé, tuve como una pesadilla, escuchaba como una voz profunda.

—¿Qué decía? —preguntó don Alfredo.

—No sé, hablaba en un idioma extranjero.

—No tiene importancia, entonces; no pienses en ello, sería sólo un sueño —la calmó Víctor—. Por cierto, ¿a qué hora se cierran los postigos en la casa?

—A eso de las once, cada día.

—Ya, y el ataque se produjo de madrugada. ¿Pudo alguien volver a abrirlos?

—Imposible, el ruido nos habría despertado a todos.

—¿Hay alguna otra posible salida o entrada de la casa?

—No.

Víctor dijo entonces:

—Tú has vivido en la casa de los Alvear, me refiero a antes de que la señorita Aurora se casara.

La chica asintió.

—¿Observaste algo raro en la familia?

—No —repuso ella algo azorada.

—¿Se llevaban bien?

—Sí, muy bien —contestó mirando al suelo. Era evidente que ocultaba algo—. Pero…

—¿Pero?

—A veces discutían, don Augusto y la señorita Clara. Ella no hace buenas migas con su padre, por cosas de esas de política ya «sabeusté».

—¿Cómo? No entiendo, Nuria.

—Sí, ella lee periódicos de esos liberales, es una «sufurgista» de esas.

Los policías se miraron confundidos.

—Será sufragista —corrigió Víctor.

—Pues lo que yo he dicho —replicó algo mosqueada la chica.

—¿Sufragista? —preguntó el poeta.

—Sí, mujeres que piden el derecho a voto.

—¡Qué locura! —exclamó don Alfredo—. ¿A dónde iremos a parar? ¿Qué será lo siguiente? ¿Mujeres en el gobierno?

—¿Y por qué no, Alfredo? —dijo Ros con aire divertido—. El mundo iría mucho mejor si gobernaran las mujeres. Tienen más sentido común que nosotros, no lo dudes.

Entonces miró a su compañero y éste comprendió al instante que el joven subinspector daba por terminada la entrevista, así que don Alfredo dijo:

—Muy bien, Nuria, has sido muy amable. Aquí, Adolfo, te acompañará a casa. Es un buen amigo. Y recuerda: nosotros no hemos hablado contigo.

La chica asintió y salió acompañada por el apuesto cochero mientras los policías se miraban el uno al otro. Aquel era un caso retorcido, de eso no cabía duda. ¿Podía un libro inducir al asesinato? ¿Qué decía dicho párrafo? ¿Cómo era ese oscuro y maldito libro? ¿Se había volatilizado aquel ejemplar tras llevar a cabo sus criminales propósitos? ¿Se enfrentaban Víctor y don Alfredo a fuerzas superiores de índole supraterrenal o era todo una especie de extraña conjura? De ser así, ¿qué objetivo perseguía aquella maldita trama? Además, ¿cómo iba alguien a conseguir que los hechos se repitieran una y otra vez a lo largo del tiempo? ¿Qué podía inducir a una mujer a atacar a su marido? ¿Cuál era el verdadero poder de ese libro? Ambos decidieron que debían averiguar más cosas sobre aquel misterioso indiano con el que comenzaba la leyenda.

—Vamos a echar un vino, ahí, en el local de un amigo mío —dijo Víctor tomando del brazo a Blázquez para llevarlo a un pequeño antro de la plaza de la Puerta Cerrada. Allí, un tipo gordo y calvo al que llamaban «el Soplao» recibió a Víctor Ros con los brazos abiertos y les buscó acomodo.

—Vaya, vaya, sufragista te ha salido la moza —atacó Blázquez con retintín.

—¿Y qué? —dijo Víctor—. Me agrada que sea de ideas liberales. Por eso chocará con el padre, que es conservador hasta las trancas.

—Parece un tipo atormentado.

—Hombre, Alfredo, obligó a la hija mayor a casarse y mira lo que ha pasado. Leo la culpabilidad en sus ojos. Ese hombre se consume por el remordimiento.

—La madre, doña Ana, parece mujer más gris.

—No creas.

—Y la hija, tu amada, una joven de armas tomar. Olvídate de eso, hijo, saldrás malparado.

—Solía venir aquí a echar unos chatos con don Armando. Era muy querido en el barrio. Recuerdo que una vez me contó una historia interesante sobre este sitio. ¿Conoces la leyenda de esta plaza? —repuso Ros cambiando de conversación.

—Pues no —reconoció Alfredo, madrileño de pura cepa.

—Es un cuento delicioso de los que gustaban a mi mentor. Era un gran tipo, ¿sabes?

—Pues sí, lo era. Y te felicito por el hábil cambio de tercio, amigo. ¿Ahora me haces de cicerone para no hablar de lo que no interesa?

—Contigo no hay manera, ¿eh? ¡Soplao, dos vinos más y unas olivas «partías»!

—¿Y bien? A ver, la leyenda esa que prometías.

—Ah, sí —dijo Ros riendo sorprendido por el interés de su amigo—. Pues resulta que le llaman plaza de la Puerta Cerrada porque todas las noches paraba aquí una carroza, ya casi de madrugada, y de ella bajaba un embozado que entraba en la mansión de una joven viuda de quien se rumoreaba que era bruja. Nada más pasar el enmascarado, el portón se cerraba de golpe tras él. Puerta Cerrada. Era en tiempos de Felipe IV, que era un buen elemento en asuntos de faldas. El caso es que la historia llegó a oídos de don Ramiro de Vozmediano, teniente corregidor de Casa y Corte que, junto con la Inquisición, se la tenía jurada a la moza. Una noche le llegó el aviso de que el embozado estaba en la casa y allí que se presentaron los corchetes encabezados por el propio Vozmediano. «Sé que ocultáis a un hombre bajo vuestro techo», le dijo a la viuda, y procedieron a registrar la casa, sin éxito. Entonces, el corregidor vio movimiento tras una cortina y dijo: «¿Qué escondéis ahí?» La dama contestó: «Un retrato del rey, pero no debéis mirarlo, pues es tan perfecto que turba a todos los que lo contemplan.» «Tonterías», repuso el otro mientras corría la cortina. ¿Y sabes qué vio?

—¿Qué? —preguntó don Alfredo intrigado.

—Al rey mismo, en pelota picada y tieso como una estatua. El corregidor se quedó mudo. Se hizo un silencio. El rey temblaba de frío, desnudo. «Nunca vi retrato tan fiel de mi rey, ni entre los que le pinta Velázquez», dijo entonces Vozmediano, que tras dar media vuelta se perdió en mitad de la noche para salir del aprieto en que se había metido.

Don Alfredo estalló en una tremenda carcajada.

—¡Eres lo que no hay, hijo!

—Lo dicho, Puerta Cerrada. Por cierto, has observado que la criada oculta algo, ¿verdad?

—Sí, cuando le has preguntado cómo se llevaba la familia.

—En efecto.

—Desagradable asunto —sentenció Blázquez—. Por cierto, ¿cómo llevas lo de las putas?

—A medias; por un lado, estancado, y, por otro, abandonado por lo de la casa de los Aranda.

—Mejor. Déjalo.

—No puedo, se lo debo a Lola. Y a las chicas. ¿No te dan pena? Nadie se ocupa de ellas.

—Eres un tipo altruista Víctor. A este paso no lograré que hagas carrera.

—Quizá me parezca más a esas descarriadas de lo que pensamos. Soy un hijo de La Latina.

—Tú sabrás, hijo, tú sabrás.

Y pidió otros dos chatos de vino.

Capítulo 9

Eran las cinco de la tarde cuando el coche de alquiler dejaba a Víctor Ros junto a la verja del palacete de don Alberto Aldanza, una sólida construcción en tres alturas de estilo neoclásico, fachada de color claro y amplios y bien cuidados jardines. El barrio de Salamanca comenzaba a verse salpicado de lujosos edificios como aquella bella casa, pues la aristocracia madrileña, copiando a la nobleza francesa, empezaba a alejarse del bullicioso centro de la ciudad para asentarse en lugares más espaciosos en los que era factible construir sus ostentosos palacetes sin que éstos se hallaran rodeados de pequeñas casas y edificios que hicieran imposible su contemplación. En realidad, toda aquella zona formaba parte de un ambicioso plan urbanístico, el Ensanche, ideado por Claudio Moyano, ministro de Fomento y llevado a cabo por Carlos María de Castro, quien quiso modernizar la ciudad a la manera de Nueva York o su admirada Barcelona. El proyecto no llegó a llevarse a cabo exactamente tal como De Castro lo había concebido, pero al menos surgió un barrio, el de Salamanca, de calles y avenidas anchas, situadas en cuadrículas y con amplios espacios para edificios oficiales y ministerios.

No le apetecía mucho acudir a visitar a aquel hombre tan excéntrico, pero se sintió obligado a hacerlo. Un criado mulato abrió la verja y acompañó al policía por el camino de gravilla cubierto por los falsos plataneros que daba acceso a la vivienda. En el recibidor, Víctor se encontró con una estancia amplia y luminosa presidida por una muy afortunada réplica del David de Miguel Ángel y enlosada con un clásico ajedrezado de porcelana que junto a las estilizadas y blancas columnas daban a aquel recibidor un aspecto elegante, clásico y aristocrático.

—El señor le espera en su «taller» —dijo el criado de color, mientras una doncella tomaba el sombrero, los guantes y el bastón del subinspector.

Subieron por una ancha escalera y, tras girar a la derecha, se adentraron en un amplio pasillo al final del cual se escuchaba el ruido de una sierra. El criado llegó junto a la puerta y tiró de una campanilla. El ruido cesó. La puerta se entreabrió y en ella apareció don Alberto Aldanza, en mangas de camisa, cubierto con un peto de gruesa piel y luciendo unas extrañas gafas que sujetaba a la cabeza con una tira de cuero.

—¡Loado sea Dios! ¡El joven don Víctor! Pase, pase a mi humilde taller. Lucas, trae limonada bien fría y unas pastas holandesas. Disculpe que le haya recibido Lucas, pero es que mi ama de llaves tiene la tarde libre y ha ido a echar la partida con sus amigas. Ya sabe, una panda de viejas cluecas.

El mulato se fue por donde había venido y Víctor se vio inmerso en una especie de laboratorio o museo de ciencias dominado por una enorme mesa de amplios tableros similar a las que se encontraban en los talleres de los carpinteros. Aquí y allá, las paredes aparecían cubiertas de vitrinas con frascos que contenían extraños especímenes, así como estanterías repletas de libros e insólitos objetos que aquel extraordinario viajero había ido coleccionando a lo largo de sus periplos por todo el mundo.

—Eche un vistazo, amigo mío. Puede curiosear cuanto quiera —ofreció amablemente el conde del Rázes.

Víctor dio una vuelta alrededor de aquella estancia cuadrangular, amplia y espaciosa, en la que el excéntrico aristócrata empleaba su tiempo haciendo sus experimentos. El policía vio una rara y alargada máscara colgada en un hueco de la pared, junto a la ventana.

—Es de la tribu de los masai, de África —dijo don Alberto, quien se había quitado las chocantes gafas, las cuales colgaban ahora de su cuello como un collar.

Víctor reparó entonces en una vitrina repleta de frascos llenos de formol que contenían multitud de animales muertos. En uno de ellos vio algo como una estilizada ratilla que llamó su atención, pues parecía tener pico de pato.

—Es un ornitorrinco —explicó su anfitrión—. Resultó caro que me lo trajeran de Nueva Zelanda.

—Extraordinario —manifestó Víctor.

El joven policía continuó curioseando, muy animado. Aquel era un lugar francamente estimulante. En un momento dado llegó a una estantería repleta de unos enormes libracos que le recordaron los volúmenes medievales que había visto en una visita a Toledo.

—Son mis herbarios. Auténticas enciclopedias de muestras de plantas de todo el globo. Han de mantenerse bien prensadas —aclaró Aldanza.

En otras vitrinas vio huesos, muchos huesos, y en una repisa halló un feto humano de pequeño tamaño conservado en formol. Dio un respingo.

—No se asuste. Murió durante el parto, fue prematuro. Por cierto, estaba en este momento haciendo un pequeño experimento. Mire, aserraba un fémur humano.

—Pero ¡hombre de Dios! ¿Cómo puede hacer usted eso? —se horrorizó Víctor—. Me tengo por hombre progresista, pero profanar de esa manera…

—No, don Víctor, no. Éstos son restos de fosas de indigentes que de vez en cuando limpian en el cementerio del Norte, y que al encontrarse mezclados y sin saber de quién son, quedan a disposición de las facultades para que los estudiantes de Medicina puedan hacer sus prácticas. A mí me proporcionan unos cuantos y hago con ellos mis experimentos. Me explicaré. El otro día le hablé de anatomía forense, ¿lo recuerda?

—Sí, claro, aquello de «los muertos hablan».

—En efecto, pero para que los muertos hablen, primero debemos haber aprendido su idioma.

—No entiendo.

—Sí hombre, mire. Supongamos que hallamos un cadáver que está ya esqueletizado, sin restos de tejidos. En los huesos se observan impresiones de algún instrumento cortante, por tanto fue asesinado, ¿me sigue? —El joven asintió—. ¿No cree que sería útil para el curso de la investigación saber qué tipo de arma causó las mortales heridas?

—Sin duda, sí.

—Pues de eso se trata, mi joven amigo. De saber reconocer las heridas.

—Primero debemos estudiar el tipo de marca que dejan las diferentes clases de armas.

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