Heredia, el traficante de quincalla, se lanzó hacia el joven como una fiera y lo asió por el cuello con violencia. De no ser por la intervención de García, lo hubiera estrangulado allí mismo.
—Pero ¿qué carajo te pasa? —repuso Víctor frotando su maltrecho cuello a la altura de la nuez. Había perdido el resuello.
—¡Nadie habla así de don Armando en mi presencia! ¡Es el padrino de uno de mis hijos!
—¿De cuál? —dijo el chulo de García con retintín—. ¿Del que hace el número veinte?
—No señó, del octavo, er Miguelín.
—¿Has hecho a un policía el padrino de tu hijo? —preguntó Víctor incrédulo.
—Pues claro, don Armando es un hombre hecho y derecho.
—Pero si acabas de decir que os da unas palizas tremebundas.
—Él hace su trabajo —repuso García—. Y nosotros el nuestro. Pero, fuera de aquí, es hombre con el que da gusto echar unos vinos.
—Además, cuando nos zurra es porque nos han pillao de lleno en algún negocio de los nuestros —dijo el gitano con resolución.
—Estáis como cabras —contestó Víctor buscando refugio sobre el banco más alejado de la luz de la lámpara. No podía creerlo. Qué idiotas. Buscó un poco de soledad. No le agradaban aquel par de locos.
Debió de quedarse dormido porque, cuando fueron a buscarlo, hacía mucho frío en la celda. Calculó que debía ser de madrugada. No había ni rastro de sus compañeros de cautiverio.
—Vamos, don Armando quiere verte —dijo un guardia de enormes bigotes y fiero aspecto.
Víctor, con la chulería que caracteriza a la gente de su ralea, se abrochó los botones del chaleco, tomó su chaqueta al hombro y salió de la celda caminando como si fuera un almirante. Le sorprendió que no lo llevaran a un sórdido y escondido calabozo, sino que lo instalaron en un coqueto y cómodo despacho del primer piso.
—Siéntate aquí y espera —ordenó el guardia—. Ahora vendrá don Armando.
Por un momento, tras quedar a solas, el joven raterillo barajó la posibilidad de escapar, pero la ventana que iluminaba el cuarto se hallaba protegida por una inexpugnable reja de sólido y repujado hierro.
—Qué, ¿pensando en huir? —oyó un sonoro vozarrón detrás de sí. Se volvió y comprobó que en mitad de la puerta había aparecido una figura imponente, un individuo corpulento con un uniforme oscuro, un tipo que al parecer le leía el pensamiento.
—Estamos en un primer piso, zagal. Además, esas rejas son fuertes y resistentes.
El sargento pasó junto a él y se sentó. Los dorados botones de la guerrera brillaban a la luz de un quinqué que mal iluminaba la mesa del despacho. Víctor echó un vistazo y tomó con curiosidad un volumen encuadernado en lujosa piel con ribetes dorados.
Leyó el título en silencio.
—Deja eso, hijo, no es para ti —dijo el sargento mirando al joven con sus inquisidores ojos negros. Su cara era grande y rubicunda, y sus cejas, erizadas, negras y pobladas, como las de un inmenso buho, llamaban la atención.
—¿La Odisea no es para mí? —replicó Víctor con fastidio.
—Vaya —contestó el sargento sorprendido—. Un raterillo que sabe leer…
—¿Tanto le sorprende que un emigrante extremeño conozca las andanzas de Ulises?
El sargento estalló en una estruendosa carcajada.
—Vaya, vaya con el joven Víctor Ros, pensaba que sólo habías leído el título. O sea que, además de no ser analfabeto, debemos sumar a ello que eres un joven leído, ¿no?
—Mi tía Encarna me enseñó, es maestra en el Valle del Jerte.
—Bonito lugar —dijo el policía.
—¿Lo conoce? —preguntó Víctor, dándose cuenta de que el hábil sargento lo había encarrilado hacia una conversación amable y cordial que él no esperaba. Desconfió al instante.
—Sí, estuve allí una vez. De joven.
—¿Qué pretende? —preguntó el chico con recelo—. ¿Cuándo vienen los sopapos?
—¿Cómo? No entiendo…
—Sí, hombre —dijo Víctor con tono chulesco—. Quiero decir que toda esta amabilidad suya me parece algo ficticio. Es evidente que pronto llegarán los trompazos. Y sepa que no le tengo miedo.
—¡Esto es el acabóse! —se asombró el sargento soltando otra sonora carcajada—. ¡«Fingida amabilidad»! ¡«Ficticio»! ¡Un raterillo que habla como un académico de la Lengua! ¡Qué barbaridad!
—¿Qué pasa? ¿Por qué no puede un extremeño como yo haber leído la Odisea y sí en cambio un advenedizo murciano como usted?
—Ja, ja, ja —rió más divertido aún el severo policía—. ¿Cómo sabes que soy murciano? ¡Si llevo más de cuarenta años en Madrid! ¡Eres el no va más, chaval!
—Es evidente que ese acento madrileño suyo es fingido, se le nota en las «eses» de algunas palabras como «habías» o «además». Por otra parte, la palabra zagal es típica de tierras murcianas.
El curtido sargento se quedó boquiabierto mirando a aquel petimetre de barrio. Entonces añadió como el que pone a alguien a prueba:
—Vaya. Sí que estás informado. ¿Estoy casado Extremeño?
—Sí y hace bastantes años. Lo sé porque su anillo parece gastado y, por supuesto, por su edad. Tiene nietos —dijo mirando una fotografía de tres niños pequeños que había sobre la mesa—. Y debería pensar en dejar el tabaco.
—Eso me dijo el médico, sí. Pero ¿cómo lo has…?
—Sus dedos índice y medio están amarillos de sujetar los cigarrillos y el borde de su bigote también amarillea. Además, su voz es muy ronca. Demasiado «fumeque», don Armando.
El sargento volvió a reír divertido. Entonces, abrió la carpetilla de cartulina que contenía el informe del joven y con un tono más serio dijo, leyendo por encima:
—Es una pena, joven Víctor, que te dediques a delinquir en lugar de estar del lado de la ley. Serías un excelente policía. Aunque has estado detenido pocas veces, tienes aquí un expediente bastante completito, me resultas conocido. Además, te diré que somos casi vecinos y conozco algo sobre tus correrías. Mis compañeros han ido elaborando un buen informe sobre ti y debo reconocer que no pareces un raterillo de los de a pie, uno del montón.
—Procuro no serlo —contestó el joven muy seguro de sí mismo.
—Ya, claro. Tú aspiras a más.
—Usted lo ha dicho —repuso el joven con chulería—. No pienso trabajar de sol a sol por cuatro perras. Robando se hace uno rico en poco tiempo.
—Y vivirás a lo grande.
—Exacto. Como la gente pudiente.
—Eso, eso, y a ti nunca te trincarán, ¿no es así?
El joven asintió.
—En efecto, yo no soy como todos esos tontos que pululan por las calles.
—Pues de momento, que yo sepa, te hemos pillado con las manos en la masa, ¿no?
Víctor quedó por un momento desconcertado, sin saber qué decir, pero enseguida su carácter resuelto y atrevido le llevó a protestar:
—¡Ustedes me han tendido una trampa infame! ¡Utilizar a una mujer! Eso es de chulos.
—Emilia. Es una eficaz mecanógrafa. Trabaja aquí mismo por horas, en el Ministerio de Gobernación, con el comisario Ruiz Funes, es su sobrina. Aunque haríamos bien en incorporar mujeres al cuerpo, la policía de Londres lo ha hecho y debo decir que con excelentes resultados. De hecho, tú caíste como un pardillo. Pero volvamos a lo que nos ocupa. De momento la has pringado, luego quizá no seas tan listo, ¿no te parece? Esto puede costarte un mínimo de cinco años.
Víctor miró hacia abajo por un momento.
El veterano policía, atisbando un momento de debilidad en el joven, añadió:
—Según se lee en este informe tienes madre, ¿no? Costurera. ¿Sabe ella…?
—¡No la meta en esto!
—No le va a hacer gracia cuando se entere de que vas al penal. Es más que probable que la mates del disgusto; lo sabes, ¿no? Dios sabe dónde estará la pobre dentro de cinco años. ¿Está bien de salud?
—No —dijo el chico con un sollozo y echándose las manos a la cara.
Don Armando se levantó y sacó un reluciente reloj de su bolsillo. Miró la hora y encendió un cigarro. Lo hizo con pausa, en un estudiado gesto que le había dado resultado en miles de ocasiones y con tipos mucho más duros que aquel.
—No llores, nene —dijo tendiendo un pañuelo al duro chaval de la calle—. Es de bien nacidos querer a una madre. Tienes buenos sentimientos y eso te honra. Dices que tu madre es costurera, ¿no?
—Sí —asintió sorbiéndose los mocos—. Está casi ciega, pero sigue trabajando.
—Y tú querías acabar con eso, ¿no? Así empiezan muchos.
El chico asintió. A don Armando le agradaba aquel crío. Era ya casi un hombre, de estatura media, rostro agraciado y hermosos ojos verdes. Tenía la tez morena y el cabello lacio y castaño. Ceñía el chaleco a su estilizado talle al estilo de los chulos de Chamberí y llevaba los pantalones muy bien planchados, mucho para ser de La Latina. Parecía un maniquí.
—¿Lees mucho, hijo?
El otro asintió.
—¿Y qué lees? ¿Qué te gusta?
—No sé. A los clásicos: Calderón, Lope, Quevedo, algo a Voltaire, Feijoo y la prensa, claro. Vamos, lo que pillo por ahí.
—¿Y los libros, de dónde los sacas?
El joven miró al policía como se mira al que ha dicho una estupidez y contestó:
—De la Biblioteca.
El sargento rió divertido. Hizo otra pausa.
—Mira, hijo —dijo muy serio—. Lo tienes mal, muy mal, pero puedo plantearte dos alternativas. La primera, ya la conoces. Te bajamos a los calabozos, donde los interrogatorios, y te trabajan un rato. Lógicamente, si nos metemos en faena no es para condenarte por un simple monedero. Ya que estamos en ello, tendríamos que averiguar qué te remuerde la conciencia. Me da la sensación de que debes de tener muchas cuentas pendientes por ahí. Por citar un ejemplo: el robo a la vieja en la plaza de la Cruz Verde, el asalto al estanco de doña Matilda en Leganés o el robo con escalo en la calle Angeles. —Al oír todo eso, el joven levantó la cabeza sorprendido—. No, hijo. No te sorprendas. Es nuestro trabajo. La gente habla más de lo que tú te imaginas. Con tu segura confesión te auguro más de veinte años de condena. Por supuesto, nos encargaríamos de llevarte al juzgado cuando estuviera de guardia don Roberto Meseguer. Es un reaccionario. Sólo te diré que lo echaron del partido conservador por duro e intransigente. Si pudiera, daría garrote a todos los raterillos de Madrid. Unos desalmados le deshonraron a una hija, ¿sabes? No quieras saber qué fue de aquellos dos desgraciados. En fin, que con esa opción, despídete de volver a ver a tu madre con vida.
Don Armando volvió a hacer una larga pausa.
—¿Y la otra opción? —dijo el joven semiparalizado por el miedo.
—Ah, la otra opción. Sí, sí… Por cierto, ¿has leído a Lord Byron?
—No. No sé quién es.
—Delicioso. En ocasiones, claro. —El sargento expulsó el humo del cigarro y añadió—: La otra opción es una apuesta personal mía, digamos que te vas a tu casa.
Víctor enarcó las cejas y abrió la boca con asombro. El sargento continuó hablando.
—Te vas a casa y no vuelvo a oír hablar de ti en lo que te queda de vida. ¿Se entiende?
El raterillo asintió.
—Y el lunes a las cinco, te espero en mi domicilio. En la calle de los Lucientes. Tenemos que hablar.
Hubo un silencio.
—De acuerdo. Me quedo con la segunda opción —se apresuró a decir el joven.
—Espera, espera. No corras tanto. Medítalo esta noche en el calabozo. Como comprenderás, tengo que hablar con algunas personas antes de poder soltarte así como así.
—Sí, lo entiendo.
Entonces el sargento pulsó un ruidoso timbre que había sobre la mesa y dijo:
—Ahora, medita chaval, medita. Mañana por la mañana veremos qué camino eliges. ¡Padilla, baje al preso!
Don Armando Martínez salió del despacho y caminó a lo largo del estrecho pasillo. Bajó una angosta escalera y, tras abrir una chirriante puerta, accedió a una cómoda estancia donde los guardias descansaban en las largas noches de invierno al calor del brasero. Dos damas que aguardaban sentadas en la mesa camilla se levantaron al unísono al ver entrar al corpulento policía.
—Hola, cariño —dijo el sargento besando a una de ellas para dirigirse de inmediato a la otra, más avejentada y macilenta. El severo policía la miró compasivo y añadió—: Y usted, doña Ignacia, no se preocupe más. Su hijo no volverá a delinquir, se lo aseguro. Es cosa mía.
Aquella honrada mujer rompió en sollozos. Flaca, con una humilde toquilla sobre los hombros y casi ciega por coser horas y horas en el mal iluminado taller de costura, tomó las manos de don Armando y, tras besárselas, se deshizo en bendiciones para con el curtido sargento y su familia. La madre de Víctor era la viva imagen de la gratitud. No podía dejar de llorar.
Al entrar en el piso del que fuera su mentor, el ahora fallecido don Armando Martínez, Víctor volvió al presente desde sus recuerdos y quedó impresionado por el gentío que atestaba aquel estrecho pasillo. Saludando a unos y a otros sombrero en mano y abriéndose pasó con un empujón por aquí y un «perdone» por allá, Víctor logró llegar al iluminado salón en el que se hallaban los dolientes. Sentada en una silla lloraba doña Angustias, la esposa del sargento, a la que Víctor se apresuró en abrazar. La mujer se echó en sus brazos y al momento aumentó la intensidad de su llanto como muestra del cariño que su marido sentía por aquel joven al que había tratado como el hijo que nunca tuvo.
—¡Ay, Víctor, ay se nos ha ido! —gritaba la mujer—. Aquí está, aquí lo tienes.
Víctor, de la mano de doña Angustias, atravesó el gabinete que hacía las funciones de vestidor con sus armarios y el lavabo, y entró en el dormitorio del finado donde yacía el cuerpo del retirado sargento de policía. Allí le esperaba don Armando, en una caja de pino y rodeado de sus amigos y seres queridos.
El joven subinspector miró de soslayo al muerto, que le pareció, como siempre, inmenso. Pero ahora tenía la cara cerúlea, delgada, ajada, y en ella destacaba sobremanera la larga y puntiaguda nariz. ¿Por qué llevaba puesto su uniforme de sargento? Le quedaba grande. Era cierto, como se decía, que los viejos se consumen poco a poco.
A pesar de estar familiarizado con la muerte por su oficio y de haber visto cientos de cadáveres, no pudo evitar sentir un nudo en el estómago, una desagradable sensación que apenas le permitió esbozar un par de frases corteses.
—¡Qué guapo estás! ¡Estás hecho todo un hombre! —dijo entre sollozos la anciana.
Los sobrinos de doña Angustias la convencieron para que se sentara otro poco, pues el esfuerzo y la impresión la hacían jadear de manera preocupante, así que Víctor echó una mirada en derredor para repasar la lista de asistentes al duelo. Vio al comisario Buendía, al subcomisario Férez y a dos o tres sargentos de Sol. Había policías de otros distritos pero no los conocía. Inclinó la cabeza saludándolos y ellos hicieron otro tanto. Hacía calor allí pese a que los postigos estaban abiertos de par en par. Olía mal. Sintió un gran desagrado. Se dirigió a la cocina, situada al fondo, donde pidió a la criada un vaso de agua. Volvió a la estancia mortuoria y decidió sentarse en la única silla que encontró libre en el atestado salón, junto a la ventana. Estaba sofocado, le apretaba el nudo de la corbata y, además, le sudaba la frente sin cesar, por lo que se vio obligado a sacar el pañuelo para secarse el sudor una y otra vez. Se sentía incómodo. Entonces escuchó voces y comprobó que la calle se hallaba atestada de putas, chulos y chorizos que daban, a su manera, el último adiós al Molinillo, el último policía «como Dios manda» del viejo Madrid, un Madrid que se moría como el propio don Armando para dejar paso a una ciudad más moderna, más grande y más impersonal. Aquella urbe era ya un gigante que se nutría de la personalidad y las costumbres de los nuevos madrileños, los emigrantes, que llegaban a millares para construir una nueva y cosmopolita urbe orientada hacia los nuevos tiempos.