Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
—En consecuencia —añadió el inspector poniéndose en pie—, de no ser por el testimonio médico usted no vacilaría en cuanto a la identificación del desconocido, ¿verdad?
—Así es —repuso Osborne—. Recordar rostros... Precisamente ese es uno de mis pasatiempos favoritos. —Dejó oír una risita—. A muchos de mis clientes les he sorprendido con ello. «¿Cómo va ese asma?», le preguntaba a lo mejor a uno. Su asombro no tenía límites. «Usted estuvo en mi farmacia en el mes de marzo pasado», agregaba entonces. «Trajo una receta del doctor Margreaves». Por tal medio, además, me aseguraba la asiduidad de los compradores. A la gente les agrada que se les recuerde. Sin embargo, ve usted, no tenía tanta memoria para los nombres. Me inicié en esa práctica de muy joven. Si Royalty era capaz de hacer eso, solía decirme, ¿por qué has de ser tú menos, Zachariah Osborne? Al cabo de cierto tiempo se convierte en un acto mecánico. Apenas si hay que hacer esfuerzo alguno.
Lejeune suspiró.
—Mucho me gustaría poder poner sobre el estrado de los testigos a un hombre como usted, en el momento oportuno —dijo—. La identificación constituye siempre una ardua tarea. La mayor parte de la gente es incapaz de concretar. Corrientemente todos salen con cosas como ésta: «Yo creo que era más bien alto. Cabellos rubios... Bueno. No muy rubios. Un tono intermedio. Tenía una cara de facciones corrientes. Ojos azules, o grises... Castaños, quizá. Impermeable gris... O tal vez fuera azul marino».
El señor Osborne rió.
—Eso será para usted un grave inconveniente.
—Francamente: un testigo como usted nos parecía un enviado del cielo.
El farmacéutico, ante esta apreciación, sentíase muy complacido.
—Es un don —manifestó modestamente—. Lo que ocurre es que yo me he dedicado a cultivarlo. Ya conoce usted ese juego a que se entregan los niños en sus reuniones... Colocan un puñado de objetos en una bandeja y es necesario recordarlos después. Yo llegaba siempre al ciento por ciento. Mis amigos se quedaban pasmados al apreciar mi habilidad. Juzgaban esto una maravilla. Ni hablar... Es una costumbre. La práctica lo hace todo... También soy un excelente prestidigitador. Aprendí diversos trucos para divertir a los chicos en las Naciones. Perdone, señor Lejeune. ¿Qué ha guardado usted en el bolsillo interior de la chaqueta?
Inclinose un poco, extrayendo de aquél un cenicero.
—Vamos, vamos... ¡Y pensar que es usted un miembro destacado del cuerpo policíaco!
Osborne se echó a reír de buena gana y Lejeune le imitó.
El farmacéutico prosiguió hablando:
—Me he instalado en un sitio magnifico. Los vecinos son personas agradables, cordiales. Llevo la vida que he estado soñando durante muchos años, pero he de admitir, señor inspector, que echo de menos las preocupaciones y cuidados de mi negocio. Ya sabe usted: siempre entrando y saliendo... Tipos que uno conoce, gente digna de estudio... Ahora procedo a la instalación de mi jardín y practico una gran cantidad de aficiones: mariposas, pájaros... No creo en realidad que acabe echando muy en falta el elemento humano.
»Tengo el proyecto de viajar un poco por el extranjero, en plan modesto. Me propongo, de momento, pasar un fin de semana en Francia. Una bonita excursión, a mi entender... No obstante, Inglaterra se me antoja lo más adecuado para mí. La perspectiva de la cocina extranjera no me seduce por una razón: por ahí no se tiene la menor idea acerca de la forma de preparar los huevos con jamón.
»Ya ve usted lo que es la humana naturaleza. Creí que mi retiro, tan ansiado, no iba a llegar nunca. Y ahora... Sepa que estoy estudiando la idea de comprar una pequeña participación en una farmacia de Bournemouth. Un motivo, simplemente, para tener en qué pensar. Desde luego, algo que no me ate al establecimiento durante todas las horas del día. No tardaré, pues, en andar metido a medias en mis cosas de siempre. A usted le ocurrirá lo mismo. Y si no al tiempo... Hará sus planes para el futuro, pero cuando llegue la hora añorará la agitación de su existencia actual.
Lejeune sonrió.
—En la vida del policía no se da esa romántica excitación en que usted piensa, señor Osborne. Su punto de vista es el del detective aficionado. La mayor parte de nuestro trabajo es de carácter rutinario y, como tal, monótono, aburrido. No siempre nos encontramos dedicados a la caza de hábiles criminales, ni siguiendo pistas misteriosas. Nuestra labor puede ser tan simple y corriente como cualquier otra.
El señor Osborne no parecía convencido.
—Usted no sabe más que yo de eso —dijo—. Adiós, señor Lejeune. Y siento de veras no haberle podido ayudar. Si surgiera algo, en cualquier momento...
—Le pondré a usted en antecedentes —le prometió el inspector.
—Me consta. Lástima que el testimonio de ese médico sea tan radical. Ahora bien, uno no puede prescindir así como así de un dato tan importante.
—Bueno...
Osborne dejó la palabra en el aire, interrumpiéndose repentinamente.
Lejeune no advirtió aquello. Había acelerado el paso inmediatamente. Osborne permaneció unos instantes junto a la puerta de la cerca, con la vista fija en el policía.
—Una prueba médica —murmuró——. La verdad es que los señores doctores... Si él supiera la mitad de lo que yo sé acerca de ellos... Unos inocentes, eso es lo que son. ¡Vaya garantía!
Relato de Mark Easterbrook
Primero había sido Hermia. Ahora Corrigan.
Perfectamente. ¿Tenía qué reconocer entonces que me estaba conduciendo como... un necio?
A las patrañas les había dado el valor de sólidas verdades. Seducido por la farsante de Thyrza Grey había aceptado aquel fárrago de tonterías. Yo no era un tonto crédulo y supersticioso.
Decidí olvidar todo aquel maldito asunto. ¿Qué tenía que ver a fin de cuentas conmigo?
Por entre las brumas de mi desilusión me pareció oír las palabras apremiantes de la señora Calthrop:
—¡Tiene usted que hacer algo!
Muy bien. Que siguiera diciendo cosas como ésa...
—Necesitará la ayuda de alguien...
Le había hablado a Hermia. Y también a Corrigan. Pero ni una ni otro se prestaban al juego. ¿A quién podía recurrir ya?
A menos que...
Me senté... Me puse a estudiar la idea que acababa de ocurrírseme.
En un impulso me acerqué al teléfono y llamé a la señora Oliver.
—¿Oiga? Aquí Mark Easterbrook.
—Soy yo, Ariadne Oliver.
—¡Ah! Escucha, Ariadne... ¿Podrías decirme el nombre de aquella chica tan joven que durante la fiesta estuvo todo el tiempo con nosotros, sobre todo dentro de casa?
—Confío en que sí... A ver... Sí, desde luego: Ginger. Ése era su nombre.
—Me acuerdo perfectamente. Lo que yo quiero saber es el otro.
—¿Qué otro?
—No creo que al bautizarla le pusieran ése. Y además tiene que llevar sus apellidos.
—Por supuesto, pero no tengo la menor idea acerca de él. No me acuerdo jamás de los apellidos, aparte de que estos no se mencionan casi en nuestros días. Aquélla era la primera vez que veía a la chica. —Hubo una ligera pausa y después Oliver agregó—: Tendrás que llamar a Rhoda y preguntárselo a ella.
Yo no quería hacer tal cosa. No sé por qué sentía una especie de timidez.
—No puedo hacer eso, Ariadne —contesté a mi amiga.
—¡Pero si es muy sencillo! —exclamó ella—. No tienes más que decirle que has perdido sus señas y que te es imposible recordar su nombre; que piensas enviarle uno de tus libros o el nombre de la tienda que vende un caviar baratísimo, o que tienes que devolverle un pañuelo que te prestó un día en que sufriste una pequeña hemorragia nasal, o que abrigas el propósito de remitirle la dirección de un amigo tuyo muy rico que desea restaurar un cuadro. Cualquiera de esos pretextos te servirá. Puedo pensar en una infinidad de ellos más si quisieras...
—No, no hace falta. Gracias, Ariadne.
Colgué para marcar inmediatamente el 100. Poco después hablaba con Rhoda.
—¿Ginger? Vive en Calgary Place, 45... Espera un momento. Voy a decirte su número de teléfono. —Un minuto más tarde añadía—: Anota: Capricorn 35987. ¿Estamos?
—Sí, gracias. Pero, ¿y su nombre?
—¿Su nombre? Su apellido, querrás decir. Corrigan. Katherine Corrigan. ¿Qué decías?
—Nada. Gracias, Rhoda.
Me pareció aquélla una extraña coincidencia. Corrigan. Dos Corrigan. Quizá fuera un presagio.
Marqué el número de teléfono de Ginger.
Ginger se sentó frente a mí, en una mesa de La Cacatúa Blanca, donde nos habíamos citado para beber algo. Era la misma muchacha que conociera en Much Deeping: una enmarañada melena de rojos cabellos, una agraciada y pecosa faz y unos verdes ojos constantemente alertas... Claro que ahora ella vestía su elegante atuendo londinense... Con todo, se trataba de la misma Ginger. Y a mí me agradaba mucho, mucho.
—He tenido que hacer no pocas gestiones para localizarte —le dije—. Desconocía tu apellido y por tanto tus señas y número de teléfono. Hube de resolver un problema.
—Eso es lo que mi criado dice siempre. Habitualmente significa que hay o ha habido que adquirir una cacerola nueva, un cepillo para las alfombras o algo de ese tipo.
—No tendrás que comprar nada en este caso.
Luego se lo conté todo. No tardé tanto como con Hermia porque Ginger ya conocía a los ocupantes de «Pale Horse». Desvié la mirada de ella al dar fin a mi narración. No quería ver su reacción. No quería verla indulgentemente divertida o aferrada a una tenaz incredulidad. La historia parecía más estúpida, más insensata que nunca. Nadie (a excepción de la señora Calthrop), llegaría a sentir lo que yo sentía. Me entretuve en trazar caprichosos dibujos sobre el tablero de plástico de la mesa, valiéndome de las puntas de un tenedor en aquélla, extraviado y olvidado por algún camarero.
Percibí la voz de Ginger.
—¿Eso es todo? —inquirió.
—Eso es todo —admití.
—¿Qué piensas hacer?
—¿Tú crees que yo... debiera hacer algo?
—¡Naturalmente! ¡Alguien habrá de ocuparse de eso! No se puede saber de una organización que se dedica a eliminar gente y permanecer con los brazos cruzados.
—Pero, ¿qué podría hacer?
De buena gana la hubiera abrazado.
Ginger bebía su Pernod y fruncí el ceño al mismo tiempo. Sentía una oleada de optimismo... Había dejado de estar solo.
Luego dijo bajando la voz:
—Habrás de averiguar qué significa todo eso.
—Sí, pero, ¿cómo?
—Se presentan una o dos direcciones a seguir. Quizá pueda yo serte de utilidad.
—¿Tú crees? ¿Y tu empleo?
—Fuera de las horas de oficina puedo hacer mucha labor.
Ginger continuaba reflexionando.
—Esa chica —dijo por fin—. La que te presentaron después de la representación teatral en Old Vic, Poppy. ¿No se llamaba así? Ésa sabe algo, forzosamente. Si no, no te hubiera dado aquella respuesta.
—Sí, pero está asustada. Me dio de lado en cuanto intenté formular unas preguntas. Lo más probable es que se niegue a hablar.
—Aquí es donde entro yo en escena —manifestó Ginger muy confiada—. Ella me dirá cosas que no accedería jamás a contarte a ti. ¿No puedes buscar un pretexto para que nos conozcamos? Su amigo podría llevarla a cualquier sitio y nosotros nos presentaríamos allí. El lugar sería un local de espectáculo, un restaurante... Da igual una cosa que otra. Éste es un detalle secundario —Ginger vaciló un instante—. ¿No resultará muy cara la treta, Mark?
Le aseguré que podía aún soportar un gasto así.
—En cuanto a ti... —Ginger meditó unos segundos antes de proseguir—: Creo que lo mejor que podrías hacer es enfocar el asunto por la parte de Thomasina Tuckerton.
—¿Cómo? La muchacha ha muerto.
—Alguien deseaba ardientemente su muerte, ¿no? Hay que pensar así, si tus razonamientos son correctos. Alguien recurriría entonces a «Pale Horse». Parecen existir dos posibilidades: por parte de la madrastra o de la chica que riñó con Thomasina en el café de Luigi, a la que esta última había quitado el novio. Tal vez fueran a casarse. Esto era algo que no convenía a la primera ni a la segunda de las mujeres citadas. Una u otro pudo contratar los servicios de «Pale Horse». He ahí dos pistas. ¿Cómo se llama la joven, si es que lo sabes?
—Creo que Lou.
—Cabellos rubios, mediana altura, busto más bien exagerado, ¿no es eso?
Me mostré de acuerdo con la breve descripción.
—Me parece que la conozco, Lou. Ellis, tiene algún dinero...
—No causaba esa impresión.
—Quizá no... pero lo tiene. De todas maneras se hallaba en condiciones de pagar la cantidad fijada por «Pale Horse». Supongo que esa gente no trabaja gratis.
—No cabe pensar en tal cosa.
—Tendrás que lanzarte tras la madrastra. Esa labor es más propia de ti que de mí. Ve a verla...
—Ignoro dónde vive.
—Luigi sabrá dónde para la casa de Tommy, conocerá por lo menos el distrito. El resto lo averiguaremos nosotros por otros medios. Pero, ¡qué tontos somos! Tú leíste su esquela en el Times. Bastará con consultar varios números atrasados en el archivo del periódico.
—Habré de inventar un pretexto para entrevistarme con la madrastra —dije pensativamente.
Ginger respondió que eso no presentaría dificultades.
—Tú eres alguien, ¿no? —señaló ella—. Posees, en tu calidad de historiador, varios títulos, reflejados en las siglas que siguen a tu nombre. La señora Tuckerton quedará impresionada al ver tu tarjeta.
—Pero, ¿y el pretexto?
—¿Te parece bien un fingido interés por su casa? —sugirió Ginger vagamente—. Seguro que quedará justificado si se trata de un edificio antiguo.
—Eso no tiene nada que ver con la época histórica en cuyo estilo me he especializado —objeté.
—¿Y qué sabe ella? —insistió Ginger—. Todo el mundo cree que cualquier cosa que cuente con cien años de existencia ha de ser forzosamente interesante para un historiador o arqueólogo. ¿Y si recurrimos a las pinturas? En esa casa debe haber cuadros de un tipo u otro. Mira... Tú conciertas una cita con la dueña, llegas allí, te muestras extraordinariamente amable... Luego le preguntas que tiempo atrás tuviste ocasión de conocer a su hija —a su hijastra—, y añades que te produjo una pena terrible, etcétera. Después, repentinamente, haces una referencia a «Pale Horse». Adopta una expresión perversa incluso si lo ves bien.