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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (19 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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El señor Murbles se quedó de piedra.

—¡Dios mío! —exclamó Fentiman. Y repitió—: ¡Dios mío! Wimsey, si lo hubiera sabido, si hubiera tenido la menor idea… no habría tocado el cadáver ni por veinte millones. ¡Veneno! ¡El pobre viejo! ¡Qué lástima! Ahora recuerdo que aquella noche dijo que se encontraba un poco mal, pero yo no pensé… Oye, Wimsey, me crees, ¿no?, que no tenía la menor idea. Esa maldita mujer… Ya sabía yo que era mala. Pero ¡veneno! Eso es demasiado. ¡Dios mío!

Parker, que hasta entonces había mantenido la expresión distante del espectador amistoso, sonrió abiertamente.

—¡Estupendo, muchacho! —exclamó, dándole un golpecito a Peter en la espalda—. Es un caso tremendo, y lo has llevado muy bien, Peter. No sabía que fueras capaz de tener tanta paciencia. ¡Obligarles a hacer la exhumación presionando al comandante Fentiman ha sido sencillamente magistral! ¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo!

—Gracias, Charles —respondió Wimsey con sequedad—. Me alegro de que alguien me valore. De todos modos, seguro que le he dado en las narices a Pritchard —añadió con furia.

Y ante aquellas palabras, incluso el señor Murbles dio muestras de animación.

15

Baraja y vuelve a repartir

Una rápida consulta con las autoridades competentes de Scotland Yard puso al subinspector Parker al frente del caso Fentiman, e inmediatamente fue a consultar a Wimsey.

—¿Qué te hizo pensar en lo del veneno? —preguntó.

—Principalmente Aristóteles —respondió Wimsey—. Verás, dice que siempre se debe preferir lo imposible probable a lo posible improbable. Por supuesto, era posible que el general hubiera muerto de una forma tan clara en el momento más oscuro, pero quedaba mucho más bonito y resultaba mucho más probable que todo hubiera sido preparado. Incluso si hubiera parecido mucho más imposible me habría chiflado la idea del asesinato. Y en realidad no había nada imposible. Encima, Pritchard y la Dorland. ¿Por qué se cerraban en banda a un acuerdo y tenían tantas sospechas, a no ser que hubieran sacado información de alguna parte? Al fin y al cabo, ellos no habían visto el cadáver, pero Penberthy y yo sí.

—Eso nos lleva a la cuestión de quién lo hizo. Naturalmente, la señorita Dorland es la primera sospechosa.

—Es la que tiene mayores motivos.

—Sí, pero vamos a ser metódicos. Al parecer, el viejo Fentiman estuvo divinamente hasta las tres y media, cuando fue a Portman Square, de modo que debieron de darle el fármaco entre esa hora y las ocho, más o menos, cuando Robert Fentiman lo descubrió ya muerto. Y bien, ¿quién lo vio en ese intervalo?

—Un momento. No es exactamente así. Debió de tomar eso en ese intervalo, pero quizá se lo dieran antes. Vamos a suponer, por ejemplo, que alguien le pusiera una píldora envenenada entre sus pastillas de menta o lo que fuera que soliera tomar. Podría haber funcionado en cualquier momento.

—Pero no demasiado antes, Peter. Imagínate que hubiera muerto demasiado temprano y se hubiera enterado lady Dormer.

—No habría supuesto ninguna diferencia. No habría tenido que cambiar su testamento ni nada por el estilo. Su legado a la señorita Dorland hubiera seguido igual.

—Tienes razón. Qué tontería. En fin, entonces tendremos que averiguar si tenía por hábito tomar algo en concreto. Si es así, ¿quién tuvo la ocasión de ponerle la píldora?

—Penberthy, para empezar.

—¿El médico? Sí, debemos considerarlo una posibilidad, aunque no tuviera ningún motivo para hacerlo. Sin embargo, lo colocaremos en una lista bajo el título de «Oportunidad».

—Muy bien, Charles. Me gusta que seas tan metódico.

—La atracción de los opuestos —replicó Parker, dividiendo una hoja de un cuaderno en tres columnas—. Oportunidad: n.º 1: doctor Penberthy. Si las tabletas, o los glóbulos o lo que fuera se los había preparado el propio Penberthy, podría haber tenido una ocasión especialmente buena, pero no tanto si es la clase de medicamentos que vienen en frascos precintados.

—¡Qué tontería! Podría haberles echado un vistazo para comprobar sí era lo que necesitaba. Insisto: vamos a poner a Penberthy en la lista. Además, es una de las personas que vio al general en el intervalo crítico, durante lo que podríamos llamar el «período de administración». Así que sus oportunidades fueron aún mayores.

—Sí, claro. Bueno, pues lo apuntamos, aunque no veo que él tuviera un móvil…

—No pienso aceptar una objeción tan nimia como esa. Tuvo la oportunidad, y lo apuntamos. Y, a continuación, la señorita Dorland.

—Sí. La apuntamos en «Oportunidad» y en «Móvil». Desde luego, tenía gran interés en cargarse al viejo, lo vio durante el período de administración y es muy probable que le ofreciera algo de comer o de beber mientras estuvo en la casa. Así que es un sujeto muy probable. El único problema con ella es la dificultad para hacerse con el medicamento. No te dan digitalina así como así, ¿sabes?

—No… claro. Por lo menos no a secas. Puedes conseguirla fácilmente sí va mezclada con otros medicamentos. Precisamente esta mañana he visto un anuncio en el
Daily Views
en el que ofrecían una píldora con medio gránulo de digitalina.

—¿Sí? ¿Dónde lo…? ¡Ah, ya, eso! Sí, pero también lleva
Nux vomica
, que al parecer es un antídoto. O sea, reanima el corazón estimulando los nervios para contrarrestar el efecto reductor de la digitalina.

—Ya. Bueno, apunta a la señorita Dorland en «Medios» con signo de interrogación. Ah, claro, y también hay que poner a Penberthy en «Medios». Es el único que pudo obtener el medicamento sin problemas.

—Vale. Medios: n.º 1: doctor Penberthy. Oportunidad: n.º 1: doctor Penberthy; n.º 2: señorita Dorland. Y también tenemos que poner a los criados de lady Dormer, ¿no? Cualquiera podría haberle llevado algo de comer o de beber.

—Desde luego. Apúntalos. Podrían haber estado confabulados con la señorita Dorland. ¿Y lady Dormer?

—¡Vamos, Peter! Eso no tiene sentido.

—¿Ah, no? A lo mejor llevaba años pensando en vengarse de su hermano, disimulando sus sentimientos tras una fachada de generosidad. Habría sido muy divertido dejarle una herencia tremenda a alguien que detestaba, y que cuando él empezaba a sentirse todo agradecido, cuando lo tenía en ascuas por la herencia, va y lo envenena para que no se lleve nada. Tenemos que apuntar a lady Dormer. Apúntala en «Oportunidad» y «Móvil».

—Me niego a concederte más de «Oportunidad» y «Móvil» con signo de interrogación.

—Allá tú. Bueno, a ver… También tenemos a nuestros amigos los taxistas.

—No creo que puedas incluirlos. Resultaría muy complicado envenenar a un pasajero, ¿no?

—Me temo que sí. Pero mira, se me acaba de ocurrir una idea estupenda para envenenar a un taxista. Le das media corona falsa y cuando la muerde…

—Se muere de intoxicación por plomo. Eso es más viejo que la tos.

—De eso nada. Envenenas la moneda con ácido prúsico.

—¡Magnífico! Y se desploma echando espuma por la boca. Es verdaderamente genial. ¿Te importaría centrarte en el asunto que tenemos entre manos?

—Entonces, ¿crees que podemos olvidarnos de los taxistas?

—Creo que sí.

—Muy bien. Los dejo para ti. Y lamento decir que esto nos lleva a George Fentiman.

—Sientes debilidad por George Fentiman, ¿verdad?

—Sí… Le tengo mucho aprecio al muchacho. En ciertos aspectos es un verdadero cerdo, pero me cae bien.

—Bueno, no conozco a George, así que voy a apuntarlo. Oportunidad: n.º 3.

—Entonces también habrá que apuntarlo en «Móvil».

—¿Por qué? ¿Qué ganaría con que la señorita Dorland se llevara la herencia?

—Nada… si lo hubiera sabido, pero Robert asegura que no sabía nada. Y George también. Y comprenderás que, si no lo sabía, la muerte del general habría supuesto que le llegaran inmediatamente las dos mil libras por las que tanto lo está presionando Dougal MacStewart.

—¿MacStewart? Ah, sí, el prestamista. Apúntate el tanto, Peter: yo lo había olvidado. Desde luego, eso sitúa a George como el último de los posibles. También estaba bastante dolido, ¿no?

—Mucho. Y recuerdo que dijo algo abiertamente, al menos en el club, el mismo día que se descubrió el asesinato… bueno, la muerte.

—Si acaso, eso cuenta en su favor —dijo Parker—, a no ser que sea realmente temerario.

—No le favorecerá con la policía —refunfuñó Wimsey.

—¡Pero hombre…!

—Perdona. Lo olvidaba. Me temo que te estás excediendo un poco en tu trabajo, Charles. Si no te andas con cuidado, tanta inteligencia te supondrá el ascenso a inspector o el ostracismo.

—Me arriesgaré. Venga, vamos a seguir. ¿A quién más tenemos?

—A Woodward. Nadie podría haber tenido mejor ocasión de enredar con las cajas de píldoras del general.

—Y supongo que la pequeña herencia que le dejara podría ser un móvil, ¿no?

—O a lo mejor estaba a sueldo del enemigo. Pasa a menudo con los criados siniestros. Fíjate en el auge de mayordomos criminales y robos cometidos por criados perfectos que hay últimamente.

—Es verdad. ¿Y los del Bellona?

—Tenemos a Wetheridge. Es un tipejo desagradable, y siempre lanza miradas codiciosas al sillón del general junto a la chimenea. Yo lo he visto.

—Tómatelo en serio, Peter.

—Estoy hablando totalmente en serio. No me cae bien Wetheridge. Me irrita. Y no debemos olvidar apuntar a Robert.

—¿Robert? Pero ¡si es la única persona a la que podemos tachar sin dudarlo! Sabía que le convenía que el viejo siguiera vivo. Fíjate en las molestias que se tomó para ocultar la muerte.

—Precisamente por eso. Es la persona menos probable, razón por la que Sherlock Holmes sospecharía de él inmediatamente. Según él mismo reconoce, fue la última persona que vio al general Fentiman con vida. Supón que tuvo una discusión con el viejo y lo mató, y solo después descubrió lo de la herencia.

—Hoy estás rebosante de teorías conspiratorias, Peter. Si hubieran discutido, podría haber acabado tirando al suelo a su abuelo, aunque no creo que hubiera hecho algo tan odioso y poco caballeroso; pero seguro que no lo habría envenenado.

Wimsey suspiró.

—Tienes algo de razón —admitió—. Sin embargo, nunca se sabe. Bueno, ¿hay algún nombre que aparezca en las tres columnas de la lista?

—Ninguno, pero hay varios que aparecen en dos.

—Pues empezaremos por esos. Naturalmente, la señorita Dorland es el más evidente, y después George, ¿no te parece?

—Sí. Voy a ver a todos los farmacéuticos que podrían haberle proporcionado la digitalina. ¿Quién es su médico de cabecera?

—No lo sé. Eso lo dejo en tus manos. Por cierto, creo que voy a conocer a la chica en una merienda o algo por estilo mañana. No te metas con ella antes, si puedes evitarlo.

—Sí, pero me da la impresión de que deberíamos hacerle unas cuantas preguntas. Y además, me gustaría echar un vistazo a la casa de lady Dormer.

—No seas patoso, por lo que más quieras, Charles. Ve con tacto.

—Confía en el Señor. Y, ah, oye: podrías llevarme al Bellona; con mucho tacto. Me gustaría hacer un par de preguntas allí.

—Me pedirán que deje de ser miembro del club si esto continúa —rezongó Wimsey—. No me perdería gran cosa, pero a Wetheridge le encantaría verme lo más lejos posible. En fin, no importa. Me sacrificaré. Vamos.

En el vestíbulo del Bellona Club reinaba un desorden inadmisible. Culyer discutía acaloradamente con varios hombres, y a su lado había tres o cuatro miembros del comité con cara de pocos amigos. Cuando entró Wimsey, uno de los intrusos lo vio y soltó un grito de alegría.

—¡Wimsey, Wimsey, muchacho! Anda, sé bueno y métenos en el asunto. Algún día tendremos que enterarnos de la historia. Seguramente tú lo sabes todo, con la potra que tienes.

Era Salcombe Hardy, del
Daily Yell
, grandote, desaliñado y ligeramente borracho como de costumbre. Miró a Wimsey con sus ojos azules, ingenuos. Barton, del
Banner
, pelirrojo y agresivo, se dio la vuelta enseguida.

—Ah, Wimsey, eso es. Danos alguna pista, ¿vale? Explícales que si sacamos una noticia seremos buenos chicos y nos marcharemos.

—¡Dios del cielo! —exclamó Wimsey—. Pero ¿cómo llegan estas cosas a la prensa?

—Creo que es evidente —replicó Culyer mordazmente.

—No he sido yo —dijo Wimsey.

—No, no —intervino Hardy—. No debe pensar eso. Ha sido un truco mío. Vi todo el espectáculo en la necrópolis. Estaba en un panteón familiar, fingiendo ser un ángel que tomaba notas.

—Sí, claro —replicó Wimsey—. Un momento, Culyer. —Hizo un aparte con el secretario—. Mira, estoy harto de todo esto, pero no puedo evitarlo. No se puede hacer nada con estos chicos una vez que andan tras una noticia. Y, además, acabará por salir a la luz. Ahora es un asunto policial. Te presento al subinspector Parker, de Scotland Yard.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Culyer.

—Lo que pasa es que se ha cometido un asesinato. Eso me temo.

—¡Oh, no!

—Lo siento y demás, pero más te vale poner al mal tiempo buena cara. Charles, cuéntales a los chicos lo que te parezca conveniente y acaba pronto. Salcombe, si te llevas a esa jauría, te dejaremos que hagas una entrevista y unas cuantas fotografías.

—Así me gusta —dijo Hardy.

—Chicos, estoy seguro de que no queréis estorbar —dijo Parker en tono amable—, y os voy a contar todo lo que considere prudente. Llévenos a una habitación, capitán Culyer, haré una declaración y después nos dejaréis trabajar.

Así se decidió y, después de que Parker les proporcionara un artículo adecuado, la panda de Fleet Street se marchó, llevándose a Wimsey como una virgen sabina a beber en el bar más próximo con la esperanza de enterarse de detalles pintorescos.

—Ojalá no te metieras en esto, Sally —dijo Peter en tono lacrimógeno.

—¡Ay, Dios, nadie nos quiere! —exclamó Salcombe—. Qué desgracia ser un puñetero periodista.

Se sacudió un lacio mechón de pelo negro de la frente y se puso a lloriquear.

La primera medida que tomó Parker, que también era la más evidente, fue entrevistarse con Penberthy, a quien encontró en Harley Street después de las horas de consulta.

—Doctor, no voy a preocuparlo con lo del certificado —empezó por decir amablemente—. Todos podemos cometer errores, y, según creo, una muerte provocada por una sobredosis de digitalina se parecería mucho a una muerte causada por una insuficiencia cardíaca.

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