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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (21 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—Siempre y cuando su reputación no se resienta por el asunto de Fentiman —replicó Wimsey con un refinado chillido que hizo las veces de susurro en medio de la ruidosa desbandada que se había unido a ellos junto a la mesa de los aperitivos.

—¿Lo ves? —dijo Hardy—. Penberthy es noticia por sí mismo, todo un artículo. Tendremos que esperar un poco, claro, hasta ver por dónde van los tiros. Al final tendré para un artículo, en el que mencionaré que atendía al viejo Fentiman. Podremos sacar una cosilla en la revista sobre la conveniencia de la autopsia en todos los casos de muerte súbita. Ya se sabe que hasta los médicos con experiencia pueden equivocarse. Si sale malparado del interrogatorio, podríamos meter algo sobre que los especialistas no siempre son dignos de confianza, unas palabras en favor del oprimido doctor de medicina general y todo eso. En fin, que vale la pena. No importa lo que digas de él, siempre y cuando digas algo. ¿No podrías escribirnos una cosilla, de unas ochocientas palabras, sobre el
rigor mortis
o algo? Pero que tenga gancho.

—Pues no podría —replicó Wimsey—. No tengo tiempo y no necesito el dinero. ¿Por qué iba a hacerlo? No soy un deán, ni una actriz.

—No, pero eres noticia. Puedes darme el dinero a mí, si estás tan asquerosamente forrado. Vamos a ver, ¿tienes alguna pista de este caso o no? Ese amigo tuyo policía no suelta prenda. Tengo que sacar algo antes de que detengan a alguien, porque después ya no valdrá nada. Supongo que andas detrás de la chica, ¿no? ¿Puedes decirme algo sobre ella?

—No. Esta noche he venido por si la veía, pero no ha aparecido. Ojalá pudieras desenterrar su espantoso pasado. Yo diría que los Rushworth deben de saber algo sobre ella. Antes pintaba o algo por el estilo. ¿No puedes meterte con eso?

A Hardy se le iluminó la cara.

—Es probable que Waffles Newton sepa algo —dijo—. A ver qué puedo averiguar. Muchas gracias, muchacho. Me has dado una idea. Podríamos sacar uno de sus cuadros en la contraportada. La vieja parecía bastante rarita, con ese testamento tan extraño, ¿no?

—Eso te lo puedo contar, pero creía que a lo mejor ya lo sabías —replicó Wimsey.

Le contó a Hardy la historia de lady Dormer tal y como la había oído por boca del señor Murbles. El periodista estaba embelesado.

—¡Estupendo! Eso sí que les cautivará. Ahí hay historia. ¡Qué primicia para el
Yell
! Perdona, pero quiero telefonear antes que se me adelanten. No les digas nada a los otros.

—Se pueden enterar por Robert o George Fentiman —le advirtió Wimsey.

—No, no creas que les sacarán mucho —replicó Salcombe Hardy con emoción—. Robert Fentiman le ha pegado tal puñetazo esta mañana al pobre Barton, del
Banner
, que ha tenido que ir al dentista. Y George ha ido al Bellona, y allí no dejan entrar a nadie. Con esto me arreglo. Si puedo hacer algo por ti, ya sabes. Hasta luego.

Se esfumó. Alguien posó una mano sobre el brazo de Peter.

—Me tienes abandonada —dijo Marjorie Phelps—. Y tengo un hambre espantosa. He hecho todo lo posible para averiguar lo que querías.

—Eres una joya. Venga, vamos a sentarnos en la sala; está más tranquila. Voy a afanar algo de comida y la llevo allí.

Se hizo con unos cuantos bollitos rellenos, muy extraños, cuatro
petits-fours
, un burdeos de aspecto dudoso y café, y lo puso todo en una bandeja mientras la camarera estaba de espaldas.

—Gracias —dijo Marjorie—. Me merezco lo mejor por haber tenido que soportar a Naomi Rushworth. Es imposible que esa chica me caiga bien. Te lanza indirectas.

—¿Qué, en concreto?

—Pues empecé a preguntarle sobre Ann Dorland y me dijo que no iba a venir. Así que le pregunté: «¡Vaya! ¿Por qué?», y me dijo: «Dice que no se encuentra bien».

—¿Quién lo dijo?

—Naomi Rushworth me dijo que Ann Dorland le había dicho que no podía venir porque no se encontraba bien, pero dijo que en realidad era una excusa.

—¿Quién lo dijo?

—Naomi. Así que le dije: «¿Ah, sí?», y ella me dijo que sí, que se imaginaba que no tenía ganas de enfrentarse a la gente. Así que le dije: «Y yo que pensaba que erais tan amigas…». Y ella me dijo: «Bueno, sí que somos amigas, pero es que, verás, Ann siempre ha sido un poco anormal». Así que le dije que era la primera noticia que tenía, y ella me dirigió una de esas miradas maliciosas suyas y me dijo: «En fin, ya sabes, lo de Ambrose Ledbury, pero claro, tú entonces tenías otras cosas en las que pensar, ¿no?». La muy burra. Se refiere a Komski. Y al fin y al cabo, todo el mundo sabe que se ha echado en brazos de ese tipo, Penberthy.

—Perdona, pero me he liado.

—Bueno, a mí me gustaba bastante Komski, y casi llegué a prometerle que me iría a vivir con él, pero descubrí que las últimas tres mujeres que habían estado con él se habían hartado y lo habían plantado, y pensé que algo raro tenía que tener un hombre al que abandonaban continuamente. Después descubrí que se volvía un bruto cuando dejaba de lado esa actitud suya tan conmovedora de perro abandonado. Así que me alegro. Sin embargo, al ver cómo se ha portado Naomi durante casi un año, mirando al doctor Penberthy como una spaniel que cree que van a darle de azotes, no entiendo por qué tiene que restregarme a Komski por las narices. Y con respecto a Ambrose Ledbury, cualquiera podría haberse equivocado con él.

—¿Quién es Ambrose Ledbury?

—Pues ese que tenía un estudio que daba a Boulter’s Mews. Lo suyo era la prepotencia y el estar por encima de toda consideración mundana. Era zafio y llevaba ropa de andar por casa y pintaba gente demacrada en dormitorios, pero con un color increíble. Sabía pintar de verdad, y por eso le perdonábamos muchas cosas, pero era un rompecorazones profesional. Envolvía a la gente ávidamente, con sus grandes brazos, y eso siempre resulta irresistible, pero no tenía ningún criterio. Era solo una costumbre, y sus líos nunca duraban. Y Ann Dorland sucumbió, la verdad. Intentó pintar con ese estilo descarnado, pero no le va… Como no tiene sentido del color, no puede compensar que dibuja mal.

—Creía que habías dicho que nunca tenía devaneos.

—No fue un devaneo. Supongo que Ledbury la cogió por banda en un momento en que no tenía a nadie más a mano, pero para algo serio exigía que la chica fuera guapa. Se marchó hace un año a Polonia con una mujer llamada Natasha nosecuántos. Después de aquello, Ann Dorland empezó a dejar la pintura. El problema es que se tomó las cosas muy en serio. Unas cuantas historias de amor y pasión le hubieran abierto los ojos, pero no es la clase de mujer con la que le apetezca coquetear a un hombre. Es muy torpe. No creo que Ledbury hubiera seguido importándole si no fuera porque él había sido su única aventura. Porque, como ya te he dicho, hizo unas cuantas tentativas, pero no consiguió nada.

—Comprendo.

—Pero eso no es motivo para que Naomi me salga con esas. En realidad, la muy burra se siente tan orgullosa de haber pescado a un hombre, y un anillo de compromiso, que ahora mira por encima del hombro a todo el mundo.

—¿Ah, sí?

—Pues sí. Y, además, ahora todo lo ve desde el punto de vista del pobre Walter y, por supuesto, Walter no le tiene mucho cariño a Ann Dorland.

—¿Y eso por qué?

—Hay que ver lo discreto que eres. Naturalmente, todo el mundo dice que fue ella.

—¿De verdad?

—¿Y quién si no iban a pensar que lo hizo?

Wimsey cayó en la cuenta de que todo el mundo debía de pensarlo. Él mismo estaba más que predispuesto a pensar lo mismo.

—A lo mejor no ha venido por eso.

—Pues claro. No es tonta. Tiene que saberlo.

—Cierto. Oye, ¿podrías hacerme un favor? Quiero decir, otro favor.

—¿Qué?

—Por lo que dices, parece que a la señorita Dorland no le van a sobrar amigos en un futuro inmediato. Si va a verte…

—No pienso espiarla, ni aunque hubiera envenenado a cincuenta generales.

—No te pido que hagas eso, pero sí que mantengas una actitud imparcial y me digas qué piensas del asunto. Es que no quiero equivocarme con esto, y tengo mis prejuicios. Me gustaría que la señorita Dorland fuera culpable, así que soy muy capaz de convencerme a mí mismo de que lo es cuando a lo mejor no lo es. ¿Comprendes?

—¿Por qué te gustaría que fuera culpable?

—No tendría que haberlo dicho. Por supuesto, no quiero que la declaren culpable si no lo es.

—De acuerdo. No voy a hacer más preguntas. Intentaré ver a Ann, pero no pienso intentar sonsacarle nada, y eso lo puedes dar por seguro. Yo apoyo a Ann.

—Vamos, muchacha, no estás siendo imparcial —dijo Wimsey—. Piensas que lo hizo ella.

Marjorie Phelps se sonrojó.

—Pues no. ¿Por qué dices eso?

—Porque te horroriza sonsacarle nada. Dar un poco de información no le haría ningún daño a una persona inocente.

—¡Oye, Peter Wimsey! Tú ahí tan tranquilo, tan fino y tan imbécil, y solapadamente convences a la gente de que haga cosas de las que tendrían que avergonzarse. No me extraña que descubras cosas, pero no estoy dispuesta a sonsacarle nada a nadie por ti.

—Bueno, pero por lo menos me darás tu opinión, ¿no?

La chica guardó silencio unos segundos, y después dijo:

—Es horroroso.

—Envenenar a alguien es un crimen horroroso, ¿no crees? —dijo Wimsey.

Se levantó rápidamente. El padre Whittington y Penberthy se acercaban.

—¿Qué tal? —dijo lord Peter—. ¿Se han tambaleado los altares?

—El doctor Penberthy acaba de informarme de que ya no pueden tenerse en pie —replicó el sacerdote, sonriendo—. Hemos pasado un agradable cuarto de hora eliminando el bien y el mal. Por desgracia, entiendo tan poco su dogma como él el mío, pero he hecho ejercicio de humildad cristiana. Le he dicho que estoy dispuesto a aprender.

Penberthy se echó a reír.

—Entonces, ¿no se opone a que expulse a los demonios con una jeringa cuando se muestran irreductibles a la oración y el ayuno?

—En absoluto. ¿Por qué habría de hacerlo? Siempre y cuando sean expulsados y usted esté seguro del diagnóstico…

Penberthy se sonrojó y se apartó bruscamente.

—¡Oh, no! —exclamó Wimsey—. Ha sido un golpe bajo. ¡Y encima, de un sacerdote cristiano!

—¿Qué he dicho? —preguntó el padre Whittington, desconcertado.

—Le ha recordado a la ciencia que solo el Papa es infalible —respondió Wimsey.

17

Parker juega una mano

—Y bien, señora Mitcham —dijo el inspector Parker afablemente. Siempre decía «Y bien, señora Tal», y siempre recordaba decirlo de manera afable. Formaba parte del proceso rutinario.

El ama de llaves de la difunta lady Dormer inclinó la cabeza glacialmente para indicar que se sometería al interrogatorio.

—Queremos los detalles exactos de todo lo que le ocurrió al general Fentiman el día antes de que lo encontraran muerto, y estoy seguro de que usted puede ayudarnos. ¿Recuerda la hora exacta a la que llegó aquí?

—Serían las cuatro menos cuarto, no más tarde, pero, desde luego, no puedo precisar más.

—¿Quién le abrió la puerta?

—El criado.

—¿Usted lo vio entonces?

—Sí. Lo llevaron al salón, yo bajé y lo acompañé arriba, al dormitorio de la señora.

—¿La señorita Dorland no lo vio entonces?

—No; estaba con la señora. Me pidió que la disculpara ante el general y que le rogara que subiera.

—¿Le pareció que el general estaba bien cuando lo vio?

—Yo diría que parecía bien… teniendo en cuenta que era un caballero muy mayor y que había recibido malas noticias.

—¿No tenía los labios azulados, ni respiraba con dificultad ni nada parecido?

—Bueno, se cansó bastante al subir las escaleras.

—Claro, es natural.

—Se paró unos minutos en el descansillo para recobrar el aliento. Le pregunté si quería tomar algo, pero me dijo que no, que se encontraba bien.

—Ah, pues me imagino que habría hecho bien en seguir su consejo, señora Mitcham.

—Sin duda sabía lo que se hacía —replicó el ama de llaves con afectación. Consideraba que el policía se excedía en sus competencias con tales observaciones.

—Y después usted lo acompañó a la habitación. ¿Estaba usted presente cuando se vieron el general y lady Dormer?

—Por supuesto que no. La señorita Dorland se levantó y dijo: «¿Cómo está usted, general Fentiman?», le estrechó la mano y entonces salí de la habitación, como era mi obligación.

—Naturalmente. ¿Estaba la señorita Dorland a solas con lady Dormer cuando se anunció la llegada del general Fentiman?

—No, no. También estaba la enfermera.

—La enfermera… claro. ¿Se quedaron en la habitación la señorita Dorland y la enfermera mientras el general estuvo allí?

—No. La señorita Dorland volvió a salir al cabo de unos cinco minutos y bajó. Vino a verme a mi habitación, y parecía muy triste. Dijo: «Pobrecitos…». Así lo dijo.

—¿Dijo algo más?

—Dijo: «Es que hace siglos se pelearon, señora Mitcham, cuando eran muy jóvenes, y no habían vuelto a verse». Por supuesto, yo estaba al corriente, tras tantos años con la señora, y también lo estaba la señorita Dorland.

—Y supongo que a una joven como la señorita Dorland le daría mucha pena…

—Sin duda. Es una joven de buenos sentimientos, no como algunas de las que se ven ahora.

Parker movió la cabeza, comprensivo.

—¿Y después?

—Después la señorita Dorland volvió a salir, tras hablar un ratito conmigo, y entonces entró Nellie, la criada.

—¿Cuándo fue eso?

—Pues al cabo de un rato. Yo acababa de terminar la taza de té que me tomo a las cuatro, o sea que deberían de ser las cuatro y media. Vino a pedirme coñac para el general, porque se sentía mal. Es que las bebidas alcohólicas se guardan en mi habitación, y yo tengo la llave.

Parker no mostró el interés que solía mostrar ante tal detalle.

—¿Vio usted al general cuando llevó el coñac?

—Yo no se lo llevé. —Con aquel tono de voz, la señora Mitcham dio a entender que recoger y llevar cosas no formaba parte de sus obligaciones—. Nellie se encargó de llevárselo.

—Comprendo. Entonces, ¿no volvió a ver al general antes de que se marchara?

—No. La señorita Dorland me informó más tarde de que había tenido un problema cardiaco.

—Le quedo muy agradecido, señora Mitcham. Y ahora me gustaría hacerle unas preguntas a Nellie.

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