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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (24 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—¿Quién?

—Lord Peter Wimsey.

—Muy bien, señor. Perdone que haya sido un poco cortante, pero es que…

—No ha cortado usted nada, vieja arpía. Se ha alargado demasiado —musitó inaudiblemente su señoría.

Le dio las gracias y colgó.

Sheila Fentiman lo esperaba ansiosa en la puerta para evitarle el bochorno de intentar recordar cuántos timbrazos tenía que dar. Le aferró la mano con impaciencia mientras le invitaba a entrar.

—¡Qué bueno es usted! Estoy tan preocupada… No haga ruido, por favor. Es que se quejan.

Hablaba en susurros, nerviosa.

—¡Malditos sean! Que se quejen —replicó Wimsey alegremente—. ¿Por qué no podrías meter bulla si George está mal? Además, si hablamos en susurros, pensarán que estamos haciendo lo que no deberíamos. A ver, muchacha, ¿qué es esto? Estás más fría que un
pêche Melba
. Eso no está bien. El fuego casi apagado… ¿Dónde está el whisky?

—¡Chist! No, de verdad, estoy bien. George…

—No estás bien. Ni yo tampoco. Como dice George Robey, esto de levantarme de mi tibia cama y salir al frío aire de la noche no va conmigo. —Echó una generosa paletada de carbón al fuego y lo removió con el atizador—. Y encima, no has comido nada. No me extraña que te sientas fatal.

Había dos cubiertos —intactos— en la mesa, esperando a George. Wimsey se metió en la cocina, y tras él Sheila, reconviniéndole con nerviosismo. Wimsey encontró unos desagradables restos: un estofado aguado y frío; un cuenco a medio llenar de sopa enlatada y un pudín grasiento y helado en un estante.

—¿Cocina la casera? Supongo que sí, porque los dos estáis fuera todo el día. Pues mira, no sabe cocinar. No importa, aquí hay Bovril… a eso no puede haberle hecho nada. Tú siéntate, que yo te lo preparo.

—La señora Munns…

—¡Al diablo con la señora Munns!

—Pero tengo que contarle a usted lo de George…

Wimsey la miró y llegó a la conclusión de que, efectivamente, tenía que contarle lo de George.

—Perdona, no quería intimidarte. Es que tengo la ancestral idea de que en situaciones de crisis hay que tratar a las mujeres como si fueran imbéciles. Supongo que es por tantos siglos de «las mujeres y los niños primero». ¡Pobres!

—¿Quiénes? ¿Las mujeres?

—Sí. No me extraña que a veces pierdan la cabeza. Las arrinconan, no les cuentan lo que ocurre y las obligan a quedarse calladitas sin hacer nada. A los hombres fuertes les encantan los líos. Supongo que por eso siempre nos hemos aferrado al privilegio de meternos en todo y hacernos los héroes.

—Es verdad. Deme, voy a calentar agua.

—No, ya lo hago yo. Tú siéntate y… Vaya, lo siento. Toma. Pon el agua, enciende el gas. Y cuéntame lo de George.

Al parecer, los problemas habían empezado a la hora del desayuno. Desde que había salido a la luz la historia del asesinato, George estaba inquieto y nervioso, y según dijo Sheila, horrorizada, «había empezado a farfullar otra vez». Wimsey recordaba que «farfullar» había sido el preludio de uno de los «ataques raros» de George. Eran una forma de neurosis de guerra que en general terminaban por hacerle desaparecer y dedicarse a vagabundear durante varios días, angustiado; a veces perdía la memoria parcialmente, y otras veces por completo. En una ocasión lo encontraron bailando desnudo en un prado entre un rebaño de ovejas, cantando. La situación fue aún más ridícula y dolorosa debido a la circunstancia de que George no tenía oído para la música, de modo que lo que cantaba, en voz muy alta, era como el ronco sonido del viento al colarse por una chimenea. Y después, la terrible ocasión en la que se metió a propósito en una hoguera, cuando vivían en el campo. George sufrió graves quemaduras, y el dolor le hizo entrar en razón. Tras aquellos episodios no se acordaba de por qué había intentado hacer semejantes cosas; si acaso, tenía un vaguísimo recuerdo. El próximo desatino podía ser incluso más sorprendente.

En cualquier caso, George llevaba algún tiempo «farfullando».

Aquella mañana estaban desayunando cuando vieron a dos hombres que subían por el sendero. Sheila, que estaba sentada frente a la ventana, fue la primera en verlos y dijo, sin darle importancia: «¡Vaya! ¿Quiénes serán? Parecen policías de paisano». George los miró, se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación. Ella le preguntó qué ocurría, pero él no contestó, y lo oyó «revolver» en la otra habitación, que era el dormitorio. Iba a buscarlo cuando oyó que el señor Munns abría la puerta de la casa a los policías, que preguntaron por George. El señor Munns los condujo hasta el salón con rostro sombrío, en el que parecía que llevara escrita la palabra «policía» con letras mayúsculas.

En ese momento rompió a hervir el agua. Sheila estaba retirándola del fuego para preparar el Bovril cuando Wimsey notó una mano en el cuello del abrigo. Al volverse se topó con la cara de un individuo que no parecía haberse afeitado desde hacía varios días.

—Vamos a ver —dijo aquella aparición—. ¿Qué significa todo esto?

—No, si ya decía yo que aquí pasaba algo, con tanto hablar de que el capitán faltaba de casa —añadió con indignación otra voz desde la puerta—. Supongo que no se esperaba usted que faltara, señora. ¡No, claro que no! Ni aquí este caballero, su amigo, que viene a hurtadillas en un taxi, y usted esperándolo ahí en la puerta para que no lo oigamos Munns y yo. Pero a ver si se entera de que esta es una casa decente, lord nosecuántos, o como demonios se llame, uno de esos estafadores, diría yo, a decir verdad. Y encima con monóculo, como el tipo ese que aparecía en
News of the World
, que lo leímos nosotros. Y por si fuera poco, en mi cocina, y tomándose mi Bovril en mitad de la noche… ¡Habrase visto descaro! Por no hablar del trajín durante todo el día, con esos portazos y la policía aquí esta mañana… ¿O es que se cree que no lo sabía yo? Algo andaban buscando, esos dos, y el capitán, o lo que él dice que es… Pero en fin. Digo yo que sus razones tendría para largarse, señora mía, y cuanto antes se vaya usted, tanto mejor, a ver si me entiende.

—Eso es —dijo el señor Munns—. ¡Ay!

Lord Peter se había librado de la impertinente mano agarrada al cuello de su abrigo con un empellón que, al parecer, provocó un padecimiento que no se correspondía con la fuerza empleada.

—Me alegro de que hayan venido —dijo—. La verdad es que estaba a punto de llamarlos. Por cierto, ¿hay algo de beber en esta casa?

—¿De beber? —exclamó la señora Munns, muy alterada—. Pero ¡qué poca vergüenza! Y mira lo que te digo, Joe, como te vea yo dándole de beber a ladrones, por no decir otra cosa, a estas horas y en mi cocina, te vas a enterar. Vamos, que venir aquí con más cara que espalda, y con el capitán que se ha fugado, y encima que pida de beber…

—Es que, naturalmente, los bares en este barrio, que respetan las leyes, estarán ya cerrados —dijo Wimsey, con la billetera en la mano—. Porque, si no, una botellita de whisky…

Dio la impresión de que el señor Munns se lo pensaba.

—¿Eso es un hombre? —dijo la señora Munns.

—A ver —replicó el señor Munns—. Si voy donde Jimmy Rowe, al Dragon, como amigo que soy, y le pido una botella de Johnnie Walker, así entre amigos, y siempre y cuando no haya dinero de por medio, o sea…

—Buena idea —intervino Wimsey en tono cordial.

La señora Munns soltó un chillido.

—Es que las señoras a veces se ponen nerviosas —dijo el señor Munns, y se encogió de hombros.

—Yo diría que un traguito de whisky no le iría mal a la señora Munns para sus nervios —replicó Wimsey.

—Joe Munns, como te atrevas, o sea, como te atrevas a irte a estas horas a alternar con Jimmy Rowe y hacer el imbécil con ladrones y demás, te…

El señor Munns cambió radicalmente de repente.

—¡Cállate! —gritó—. ¡Deja de meterte donde no te llaman!

—Oye, ¿eso me lo dices a mí?

—Sí. ¡Que te calles!

La señora Munns se sentó en una silla de cocina y se puso a sollozar.

—Voy a acercarme al Dragon, señor —dijo el señor Munns—, antes de que Jimmy se acueste. Y luego ya veremos.

Se marchó. Posiblemente se había olvidado de lo que había dicho sobre que no hubiera dinero de por medio, porque cogió el billete que Wimsey le dio, como distraídamente.

—Se te está enfriando el caldo —le dijo Wimsey a Sheila.

Sheila se acercó a Wimsey.

—¿No podríamos librarnos de esta gente?

—En un santiamén, pero no vale la pena pelearse con ellos. Lo haría con mucho gusto, pero es que tienes que quedarte aquí por si vuelve George.

—Claro. Lamento este trastorno, señora Munns —añadió Sheila con cierta frialdad—, pero es que estoy muy preocupada por mi marido.

—¿Su marido? —replicó la señora Munns con un bufido—. Muchos maridos hay por los que preocuparse. Fíjese en Joe. Por mucho que le he dicho, ahí que se ha ido, al Dragon. Un asco, eso es lo que son los maridos, todos ellos. Y a mí me da igual lo que digan los demás.

—¿Son todos un asco? —dijo Wimsey—. Bueno, como yo no soy marido, de momento, no tengo que preocuparme por lo que usted me diga.

—Son todos iguales —replicó la señora Munns con fiereza—. Maridos y parricidas: no hay ninguna diferencia. Solo que los parricidas no son respetables, pero también es más fácil librarse de ellos.

—¡Ah! —exclamó Wimsey—. Es que yo no soy parricida, y le aseguro que la señora Fentiman tampoco. ¡Vaya! Ya ha vuelto Joe. ¿Ha hecho los recados, amigo? ¿Sí? Estupendo. Venga, señora Munns, tómese unas gotitas con nosotros. Le sentarán bien. ¿Por qué no vamos al salón, que se está más calentito?

La señora Munns accedió.

—Bueno, estamos entre amigos —dijo—. Pero reconocerá que parecía todo un poco raro, ¿no? Y con la policía esta mañana, haciendo tantas preguntas y vaciando el cubo de la basura en el patio…

—¿Para qué querían el cubo de la basura?

—Sabe Dios, y además la Cummins esa mirando todo el rato por encima del muro. Francamente, me sacó de quicio. «Vaya, señora Munns, ¿es que ha envenenado usted a alguien?», me dijo. «Se lo tengo dicho, que sus guisos iban a matar a alguien un día de estos». La muy arpía.

—Es tremendo decir una cosa así —replicó Wimsey, comprensivo—. Pura envidia, supongo. Pero ¿qué encontró la policía en el cubo de la basura?

—¿Que qué encontró? ¡Esos qué van a encontrar! Ya me gustaría a mí verlos encontrar algo en mi cubo de la basura. Cuanto más lejos de esos metomentodo, tanto mejor. Y eso les dije, digo: «Si quieren venir a poner mi cubo de la basura patas arriba», digo, «pues traigan una orden de registro». Así se lo dije. Así es la ley, y no podían negarlo. Dijeron que la señora Fentiman les había dado permiso para mirar, y yo les dije que la señora Fentiman no era quién para dar permiso a nadie. Es mi cubo de la basura, no el suyo; eso les dije. Así que se marcharon con las orejas gachas.

—Así hay que tratarlos, señora Munns.

—Oiga, que no es que yo no sea una persona decente. Si la policía me viene con buenos modales y según manda la ley, yo los ayudo en todo lo que pueda de mil amores. No quiero meterme en líos, ni por todos los capitanes del mundo, pero lo que no pienso consentir es que se metan con una mujer libre como yo y sin que me traigan una orden de registro. O me vienen como es debido, o ya pueden esperar sentados a que les dé su frasco.

—¿Qué frasco? —preguntó Wimsey.

—El frasco que estaban buscando en mi cubo de la basura, que el capitán tiró allí después del desayuno.

Sheila emitió un gemido.

—¿A qué frasco se refiere, señora Munns?

—Pues uno de esos frascos pequeños para pastillas —contestó la señora Munns—, como los que tiene usted en el lavabo, señora Fentiman. Cuando vi al capitán rompiéndolo con un atizador en el patio…

—Venga, Primrose, ¿es que no te das cuenta de que la señora Fentiman no está bien? —dijo el señor Munns.

—Estoy perfectamente —se apresuró a responder Sheila, retirándose el mechón de pelo que se le había pegado a la frente—. ¿Qué hacía mi marido?

—Pues lo vi salir corriendo al patio, justo después del desayuno era, porque recuerdo que Munns estaba abriéndoles la puerta a los agentes en ese momento —dijo la señora Munns—. No es que supiera yo quién era, porque, ustedes perdonen, pero yo estaba en el servicio de fuera, y por eso vi al capitán. Que normalmente no se ve el cubo de la basura desde la casa, milord (si es que en realidad lo es usted, pero es que hoy en día se encuentra a tanta mala gente que hay que andarse con mucho ojo), debido a que el servicio sobresale y lo oculta, como si dijéramos.

—Desde luego —dijo Wimsey.

—Así que cuando, como le digo, vi al capitán rompiendo el frasco y luego tirando los trozos al cubo de la basura, me dije, digo: «¡Vaya! ¡Qué cosa más rara!», y salí a ver qué pasaba y lo guardé en un sobre, pensando, no vaya a ser que sea algo venenoso, porque el gato es un bribón de mucho cuidado y no hay forma de que no se acerque al cubo de la basura. Y cuando entré en casa, vi a la policía. Y al cabo de un rato los vi husmeando por el patio y les pregunté qué hacían allí. Menuda la que habían montado; no se lo puede imaginar. Entonces me enseñaron un taponcito, que igual era del frasco de pastillas. Que si sabía dónde estaba el resto, me preguntaron. Y yo les dije que qué hacían con el cubo de la basura, y ellos me dijeron…

—Sí, ya lo sé —dijo Wimsey—. Creo que actuó usted con muy buen criterio, señora Munns. ¿Y qué hizo usted con el sobre y demás?

—Pues guardarlo —contestó la señora Munns, asintiendo con la cabeza—. Lo guardé, porque a ver, si vuelven con la orden y resulta que yo he tirado ese frasco, ¿qué me pasa a mí?

—Bien hecho —dijo Wimsey, vigilando a Sheila.

—Ponte siempre de parte de la ley y nadie se meterá contigo —proclamó el señor Munns—. Eso es lo que digo yo siempre. Soy conservador, sí señor. No me van los juegos de los socialistas esos. Tómese otra.

—De momento no —replicó Wimsey—. Y no debemos entretenerlos más a la señora Munns y a usted, pero es que, verá, el capitán Fentiman sufrió neurosis de guerra, y es propenso a hacer cosas raras de vez en cuando, quiero decir, romper cosas, y después pierde la memoria y se va por ahí. Así que, naturalmente, la señora Fentiman está preocupada porque no ha vuelto esta noche.

—¡Sí! ¡Yo conocí a un tipo así! —exclamó la señora Munns, encantada—. Perdió la chaveta una noche, cogió el mazo e hizo pedazos a su familia (es que era empedrador, por eso tenía el mazo), los hizo papilla, a su mujer y a sus cinco hijos pequeños, y después fue y se metió en el canal de Regent’s. Y resulta que cuando lo sacaron no se acordaba de nada, pero de nada. Así que lo mandaron a… ¿cómo se llama ese sitio? ¿Dartmoor? No; Broadmoor, eso es, donde se fue Ronnie True con sus juguetes y todo, como dice la canción.

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