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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (10 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—Es lo que yo te decía, George —dijo la señora Fentiman con entusiasmo.

—Claro, tú siempre me estás diciendo cosas. Nunca cometes ningún error, ¿eh? Y si el asunto llega a los tribunales y nos metemos en abogados y demás, ¿entonces qué, doña Sabelotodo?

—Yo dejaría lo del juicio para tu hermano, en caso necesario —dijo Wimsey con sensatez—. Si gana, tendrá suficiente dinero para pagar a los abogados, y si pierde, aún te quedarán tus siete mil libras. Ve a ver a Murbles. Él lo solucionará. O una cosa… localizaré al amigo MacStewart, a ver si consigo que me traspase la deuda a mí. Naturalmente, no lo aceptará si sabe que soy yo, pero quizá lo consiga por mediación de Murbles. Entonces amenazaremos con enfrentarnos a él alegando intereses abusivos y demás. Vamos a divertirnos.

—Mil gracias, pero más vale que no.

—Como quieras. Pero deberías ir a ver a Murbles. Él te lo solucionará todo. De todos modos, no creo que haya litigio por lo del testamento. Si no podemos llegar al fondo de la cuestión de la supervivencia, creo que lo más recomendable sería que la señorita Dorland y vosotros llegarais a un acuerdo sin los tribunales de por medio. De todos modos, probablemente sería lo más justo. ¿Por qué no haces eso?

—¿Que por qué no? Porque esa Dorland quiere su libra de carne humana. ¡Por eso!

—¿Ah, sí? ¿Qué clase de mujer es?

—Una de esas mujeres modernas de Chelsea. Más fea que un pecado y más dura que una piedra. Pinta… prostitutas flacas, feas, de cuerpo verde y sin ropa. Supongo que piensa que ya que no puede triunfar como mujer, al menos puede ser una intelectual de tres al cuarto. No me extraña que un hombre no encuentre un trabajo decente hoy en día, con esas mujeres endurecidas, fumadoras de cigarrillos, haciéndose pasar por genios, empresarias y demás.

—¡Vamos, George! La señorita Dorland no le está quitando trabajo a nadie. No podía pasarse todo el día allí como dama de compañía de lady Dormer. ¿Qué daño hace a nadie pintando?

—¿Por qué no podía ser dama de compañía? En los viejos tiempos había montones de mujeres solteras que eran damas de compañía, y tengo que decirte, hija mía, que les iba mucho mejor que ahora, con tanta vida alegre y tanta falda corta, dándoselas de profesionales. La mujer moderna no tiene ni una pizca de sentimientos decentes ni de sensibilidad. Dinero… dinero y fama; eso es lo único que busca. Para eso luchamos en la guerra… ¡y volver para encontrarse esto!

—No te vayas por las ramas, George. La señorita Dorland no lleva una vida alegre…

—No me voy por las ramas. Estoy hablando de las mujeres modernas. No digo que la señorita Dorland sea especial, pero tú te lo tomas todo como algo personal. Todas las mujeres sois iguales. No sois capaces de discutir de algo en general; tenéis que reducirlo todo a un pequeño ejemplo personal, siempre desviándoos del tema.

—No me estaba desviando del tema. Estábamos hablando de la señorita Dorland.

—Has dicho que una persona no puede limitarse a hacer compañía a otra, y yo he dicho que en los viejos tiempos había muchas buenas mujeres que se dedicaban a eso y les iba muy bien…

—Pues yo no lo sabía.

—Pues yo sí lo sé. Y también aprendían a ser buenas compañeras de sus maridos. No se pasaban la vida yendo a oficinas, clubes y fiestas como ahora. Y si crees que a los hombres nos gustan esas cosas, te puedo asegurar con toda franqueza que no es así, hija mía. Lo detestamos.

—¿Y eso qué importa? Quiero decir, hoy en día no hay que molestarse tanto por ir a la caza del marido.

—¡Claro que no! Supongo que los maridos ya no somos importantes para vosotras, las mujeres progresistas. Cualquier hombre sirve, con tal de que tenga dinero…

—¿Por qué dices «vosotras, las mujeres progresistas»? Yo no he dicho que piense así. No salgo a trabajar fuera de casa porque quiera, precisamente…

—¿Lo ves? Te lo tomas todo como si fuera cosa tuya. Ya sé que no quieres trabajar, y sé que es únicamente por la espantosa situación en la que me encuentro. No tienes por qué restregármelo por las narices. Sé que soy un fracasado. Da gracias al cielo si cuando te cases puedes mantener a tu esposa, Wimsey.

—No tienes derecho a hablar así, George. No quería decir eso. Tú has dicho…

—Sé lo que he dicho, pero lo has entendido al revés, como de costumbre. No tiene sentido discutir con una mujer. Bueno, ya está bien. No vuelvas a empezar, por lo que más quieras. A ver, una copita, Wimsey. Sheila, ve a decirle a la chica de la señora Munns que vaya a buscar media botella de Johnny Walker.

—Oye, ¿por qué no vas tú? A la señora Munns no le gusta que mandemos a su chica a hacer recados. La última vez se puso muy desagradable.

—¿Cómo voy a ir yo? Ya me he quitado las botas. Montas un lío tremendo por todo. ¿Y qué, si la vieja Munns arma un escándalo? No va a comerte.

—No —terció Wimsey—. Puedo imaginarme la influencia corruptora de la sección de vinos y licores sobre la chica de la señora Munns. Estoy de acuerdo con la dama. Tiene sentimientos maternales. Yo mismo actuaría de san Jorge para rescatar a la chica del Blue Dragon. No me detendría ante nada. No te molestes en indicarme el camino. Tengo un instinto especial para los bares. Puedo encontrar cualquiera en medio de la niebla, con los ojos vendados y las manos atadas.

La señora Fentiman lo acompañó hasta la puerta.

—No le tome en cuenta a George lo que diga esta noche. Tiene el estómago hecho polvo y se pone irritable. Y ese maldito asunto del dinero le preocupa tanto…

—Descuide —dijo Wimsey—. Lo sé muy bien. Tendría que verme a mí cuando estoy mal del estómago. Salí con una joven la otra noche (langosta con mayonesa, merengues y champán dulce, porque ella lo eligió), y ¡válgame Dios!

Hizo una elocuente mueca y se dirigió al bar.

Cuando regresó, George Fentiman estaba en la puerta.

—Oye, Wimsey… Te pido disculpas por tanta grosería. Es este humor de perros que tengo. Estoy hecho un asco. Sheila se ha ido a la cama llorando, la pobrecita. Todo por mi culpa. Si supieras cómo me afecta esta maldita situación… Pero sé que no tengo excusa.

—No te preocupes —replicó Wimsey—. Anímate. Todo se arreglará.

—Mi esposa… —empezó a decir George.

—Es una persona estupenda, amigo mío; lo que ocurre es que los dos necesitáis unas vacaciones.

—Sí, desde luego. En fin; no hay que darse por vencidos. Iré a ver a Murbles, como me has aconsejado, Wimsey.

Bunter recibió a su señor aquella noche con una discreta sonrisilla de satisfacción.

—¿Has pasado un buen día, Bunter?

—Gracias, señoría. Ha sido sumamente gratificante. No cabe duda de que las huellas del bastón son idénticas a las de la hoja de papel que me dio.

—Sí, ¿eh? Algo es algo. Les echaré un vistazo mañana, Bunter. He tenido una tarde agotadora.

8

Lord Peter triunfa por la fuerza

A las once de la mañana del día siguiente, lord Peter Wimsey, con traje azul marino y corbata gris oscuro, atuendo apropiado para una casa en la que se guardaba luto, se presentó en la residencia de la difunta lady Dormer, en Portman Square.

—¿Está la señorita Dorland?

—Voy a ver, señor.

—Tenga la amabilidad de entregarle mi tarjeta y de preguntarle si me permite hablar unos minutos con ella.

—Por supuesto, milord. ¿Quiere tomar asiento su señoría?

El criado salió, y su señoría se quedó allí plantado, en una habitación imponente, de techo muy alto, con largas cortinas de color púrpura, alfombra rojo oscuro y muebles de caoba bastante odiosos. Tras un intervalo de casi quince minutos reapareció el criado, con una nota de breve redacción en una bandeja.

La señorita Dorland presenta sus respetos a lord Peter y lamenta no poder recibirlo. Si, como supone, lord Peter ha venido a verla en calidad de representante del comandante y del capitán Fentiman, la señorita Dorland le ruega que se dirija al señor Pritchard, abogado, de Lincoln’s Inn, que se encarga, en su nombre, de todos los asuntos relacionados con el testamento de lady Dormer.

¡Dios mío!, dijo Wimsey para sus adentros. Esto parece un desaire. Estupendo, sin duda. Pero me pregunto si… Volvió a leer la nota. Murbles debe de haberse ido de la lengua, se dijo. Supongo que le habrá dicho a Pritchard que me ha puesto en el caso. Qué indiscreción por parte de Murbles y qué impropio de él.

El criado seguía allí de pie, en silencio, con expresión de querer desvincularse casi por la fuerza de cualquier comentario.

—Gracias —dijo Wimsey—. ¿Tendría la amabilidad de decirle a la señorita Dorland que le estoy muy agradecido por la información?

—Lo que ordene, milord.

—Y tal vez podría pedirme un taxi, por favor.

—Faltaría más, milord.

Wimsey entró en el taxi con toda la dignidad de que pudo hacer acopio y fue a Lincoln’s Inn.

El señor Pritchard mantuvo una actitud casi tan distante y desdeñosa como la señorita Dorland. Lo tuvo esperando veinte minutos y lo recibió glacialmente, en presencia de un pasante de ojillos brillantes y redondos.

—Ah, buenos días —dijo Wimsey afablemente—. Perdone que me presente de esta manera. Supongo que habría sido más normal hacerlo por mediación de Murbles… Buena persona, Murbles, ¿eh? Pero estoy convencido de que lo mejor es ir al grano lo antes posible. Se gana tiempo, ¿no?

El señor Pritchard inclinó la cabeza y le preguntó a su señoría en qué podía servirlo.

—Pues es por lo del asunto de Fentiman. La supervivencia y demás. He estado a punto de decir reliquia. Viene al caso, ¿no? Se podría decir que el viejo general era una reliquia, ¿eh?

El señor Pritchard no movió un músculo.

—Supongo que Murbles le habrá dicho que estoy investigando el asunto, ¿verdad? Es decir, intentando comprobar las horas y todo eso.

El señor Pritchard no dijo esta boca es mía; se limitó a juntar los dedos y esperar pacientemente sentado.

—El asunto presenta algún problemilla. ¿Le importa que fume? ¿Quiere un cigarrillo?

—Se lo agradezco, pero no fumo en horas de trabajo.

—Muy correcto. Impresiona más. Les baja los humos a los clientes, ¿no? Bueno, quería que supiera que se puede tratar de un asunto complicadillo, a ver si me entiende, que es difícil de precisar. Podría resultar una cosa o la otra; vamos, algo desconcertante.

—¿De verdad?

—Por supuesto. A lo mejor le gustaría conocer las conclusiones a las que he llegado.

Y Wimsey narró la historia de sus investigaciones en el Bellona, basadas en los testimonios de los conserjes y del portero. No dijo nada sobre la entrevista con Penberthy, ni sobre las extrañas circunstancias que rodeaban al desconocido Oliver, limitándose a recalcar los estrechos límites de tiempo entre los que el general debía de haber llegado al club. El señor Pritchard lo escuchó sin el menor comentario. Al final, dijo:

—¿Y qué ha venido a proponer exactamente?

—Pues lo que quiero decir, a ver si me comprende… ¿no sería buena idea que consiguiéramos que las partes llegaran a un acuerdo? Un toma y daca, por así decirlo… dividir las cosas y repartir los beneficios. Al fin y al cabo, medio millón de libras es una bonita suma, suficiente para que tres personas vivan tranquilamente, ¿no le parece? Y se evitarían un montón de problemas y… ¡ejem!… minutas de abogados y demás.

—¡Ah! —exclamó el señor Pritchard—. He de decir que me lo esperaba. El señor Murbles ya me había propuesto algo semejante, y le dije que mi cliente prefería no considerar esa idea. Me permitirá que le diga, lord Peter, que el hecho de que usted reitere la propuesta, tras haber sido contratado para investigar el caso en interés de la otra parte, da pie a la reflexión. Me perdonará que le advierta de que su forma de proceder en este asunto me parece abierta a una interpretación muy poco grata.

Wimsey se sonrojó.

—Señor Pritchard, quizá me permita usted que le informe de que yo no «he sido contratado» por nadie. El señor Murbles me ha pedido que determine los hechos. Son bastante difíciles de determinar, pero hoy, gracias a usted, he descubierto algo muy importante. Le quedo muy agradecido por su ayuda. Buenos días.

El empleado de ojillos redondos y brillantes abrió la puerta con inmensa cortesía.

—Buenos días —replicó el señor Pritchard.

—Conque «contratado» —murmuró iracundo su señoría—. «Interpretación muy poco grata». Ya lo voy a interpretar yo. Ese viejo animal sabe algo; y si sabe algo, eso demuestra que hay algo que saber. Quizá conozca a Oliver; no me extrañaría. Ojalá le hubiera soltado el nombre, a ver qué decía. Ya es demasiado tarde. No importa. Encontraremos a Oliver. Al parecer, Bunter no ha tenido suerte con esas llamadas. Creo que será mejor echar mano de Charles.

Entró en la cabina telefónica más próxima y dio a la operadora el número de Scotland Yard. Al poco contestó una voz con tono oficial, y Wimsey preguntó si podía hablar con el subinspector Parker. Una serie de clics anunció que le estaban dando comunicación con el señor Parker, que por fin dijo:

—¿Sí?

—¡Hola, Charles! Soy Peter Wimsey. Oye, querría que hicieras una cosa. No es un asunto criminal, pero sí es importante. Un hombre que por lo visto se llama Oliver llamó a un teléfono de Mayfair poco después de las nueve de la noche del diez de noviembre. ¿Crees que podrías localizar la llamada?

—Es probable. ¿A qué número era?

Wimsey se lo dijo.

—No te preocupes, muchacho. Lo averiguaré y te lo diré. ¿Cómo va eso? ¿Estás en algo?

—Sí… Un problemilla privado, nada para vosotros… Es decir, que yo sepa. Pásate por casa una tarde y te lo contaré, extraoficialmente.

—Muchas gracias. Pero no hasta dentro de un par de días. Andamos agobiados con ese asunto del cajón.

—Ah, ya… Lo de ese señor que enviaron de Sheffield a Euston en un cajón, disfrazado de jamones de York. Magnífico. Trabaja mucho y te compensará. No, gracias, hija, no quiero dos peniques más para seguir hablando… me los voy a gastar en golosinas. ¡Hasta luego, Charles!

Wimsey se vio obligado a pasar el resto del día inactivo con respecto al asunto del Bellona Club. A la mañana siguiente Parker lo llamó por teléfono.

—Oye, es por lo de esa llamada que me pediste que localizara.

—Dime.

—La hicieron a las nueve y trece minutos de la noche desde una cabina pública de la estación de metro de Charing Cross.

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