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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (5 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—¿Estás seguro de que este traje está bien, Bunter? —preguntó lord Peter, angustiado.

Era un traje de calle, con textura de mezclilla, y de dibujo y color ligeramente más pronunciados de lo que solía permitirse Wimsey. Si bien no inadecuado para la ciudad, desprendía cierto aire de montañas y mar.

—Quiero parecer una persona accesible, pero de ninguna manera vulgar. No se me quita de la cabeza si esa invisible raya verde no hubiera quedado mejor en un leve rojizo.

La idea pareció desconcertar a Bunter. Se hizo un breve silencio mientras visualizaba la raya en un leve rojizo, pero al fin la oscilante balanza de su mente alcanzó el equilibrio.

—No, milord —dijo con convicción—. No creo que un tono rojizo supusiera una mejora. Sí, sería… curioso, pero si se me permite decirlo, decididamente menos amable.

—Gracias a Dios —dijo su señoría—. Seguro que tienes razón. Siempre la tienes. Y, además, menuda pesadez tener que cambiarse ahora. ¿Estás seguro de que le has quitado el aspecto de nuevo? Detesto la ropa nueva.

—Completamente seguro, milord. Parece que las prendas llevan varios meses usándose; se lo garantizo a su señoría.

—Ah, estupendo. Dame el bastón que tiene grabada la regla y… ¿dónde está mi lupa?

—Aquí, milord. —Bunter sacó un monóculo de aspecto inocente que era, en realidad, una potente lente de aumento—. Y el polvo para las huellas digitales está en el bolsillo derecho de la chaqueta de su señoría.

—Gracias. Bueno, creo que eso es todo. Saldré ahora, y quiero que me sigas con las cosas dentro de una media hora.

El Bellona Club estaba situado en Piccadilly, a unos centenares de metros al oeste de la casa de Wimsey, que daba a Green Park. El conserje lo saludó con sonrisa de satisfacción.

—Buenos días, Rogers. ¿Cómo está?

—Muy bien, milord. Gracias.

—Por cierto, ¿sabe si el comandante Fentiman está en el club?

—No, milord. El comandante Fentiman no se aloja con nosotros en la actualidad. Creo que se encuentra en la casa del difunto general Fentiman, milord.

—Ah, ya… Un asunto muy triste.

—Una desgracia, milord. No es muy agradable que ocurriera en el club. Horroroso, milord.

—Sí… Pero, al fin y al cabo, era muy mayor. Supongo que algún día tenía que ser. Es raro que estuvieran todos allí y nadie se diera cuenta, ¿no?

—Sí, milord. La señora Rogers se llevó un buen susto cuando se lo conté.

—Parece increíble, ¿verdad? Ahí sentado tantas horas… Debieron de ser varias horas, por lo que dice el médico. Supongo que el pobre llegaría a la hora de costumbre, ¿no?

—Sí. Puntual como un reloj: así era el general. Siempre a las diez en punto. «Buenos días, Rogers», me decía, un poco estirado, pero muy simpático. Y después: «Bonito día», decía casi siempre. Y a veces me preguntaba por la señora Rogers y la familia. Un excelente caballero, milord. Todos lo vamos a echar de menos.

—¿Observó si parecía especialmente débil o cansado aquella mañana? —preguntó Wimsey como con cierta indiferencia, dándose golpecitos con un cigarrillo en el dorso de la mano.

—Pues no, milord. Perdone, pero creía que lo sabía. Yo no estaba de servicio aquel día, milord. Tuvieron la amabilidad de darme permiso para asistir a la ceremonia del Cenotafio. Fue algo grandioso, milord. La señora Rogers se emocionó mucho.

—¡Ah, claro, Rogers! Lo había olvidado. Naturalmente que estaría usted allí. Así que no vio al general para despedirse, por así decirlo. Pero habría sido una lástima perderse lo del Cenotafio. Y lo sustituyó Matthews, supongo.

—No, milord. Lamento decir que Matthews está en cama, con gripe. Fue Weston quien estuvo en la puerta toda la mañana, milord.

—¿Weston? ¿Quién es?

—Es nuevo, milord. Ocupó el puesto de Briggs. Recordará a Briggs… Su tío murió y le dejó una pescadería.

—Claro que sí. ¿Cuándo estará Weston a la vista? Quisiera conocerlo.

—Vendrá a la una, cuando me vaya a almorzar, milord.

—¡Muy bien! Probablemente andaré por aquí a esa hora. ¡Hola, Penberthy! Precisamente a ti quería verte. ¿Ya has tenido tu inspiración matutina, o vienes a buscarla?

—A su guarida voy. ¿Te la tomas conmigo?

—Claro que sí, muchacho. Un momentito, que me quite la coraza, y voy detrás de ti.

Miró vacilante al mostrador del conserje y, al ver que ya estaba ocupado dando información a dos o tres personas, se internó bruscamente en el guardarropa, donde el encargado, un inteligente barriobajero del este de Londres con cara de Sam Weller y una pierna artificial, estaba más que dispuesto a hablar.

—Pues qué curioso que me pregunte, milord —dijo cuando Wimsey lo interrogó hábilmente sobre la hora de llegada del general al Bellona—. Lo mismo que me ha preguntado el doctor Penberthy. Menudo lío que es. Podría contar con los dedos de una mano las mañanas que no he visto entrar al general. Era asiduo, el general, y siendo tan mayor el caballero, yo siempre estaba a mano para ayudarle a quitarse el abrigo y colgarlo y esas cosas. Pero resulta que esa mañana debió de venir un poco más tarde, porque no lo vi, y a la hora del almuerzo me dije, digo: «Será que el general está malo». Y al darme la vuelta, cojo y veo su abrigo y su sombrero colgados en la percha de siempre, así que debió de ser que no lo vi. Aquella mañana entraron y salieron un montón de señores, milord, por lo del día del Armisticio. Vinieron muchos del campo que querían que les guardáramos las botas y los sombreros, de modo que supongo que por eso no me di cuenta, milord.

—Es posible. Bueno, pero de todos modos estaba aquí antes del almuerzo.

—Sí, sí, milord. Yo me fui a las doce y media, y el sombrero y el abrigo estaban en la percha, porque yo los vi.

—En todo caso, eso nos proporciona un
terminus ad quem
—dijo Wimsey, casi para sus adentros.

—Usted perdone, señoría…

—Decía que eso demuestra que entró antes de las doce y media… y después de las diez, ¿no?

—Sí, milord. No podría decir el minuto exacto, pero estoy seguro de que si hubiera llegado antes de las diez y cuarto yo lo habría visto. Pero después tuve mucho que hacer y a lo mejor entró y se me pasó.

—Sí, claro, pobrecillo… En fin, no cabe duda de que le habría gustado marcharse de aquí tranquilamente. No está mal irse a casa así, Williamson.

—Está muy bien, milord. Peores casos hemos visto. ¿Y qué pasa, después de todo? Andan por ahí diciendo que es una cosa muy desagradable para el club, pero lo que yo digo es que qué tiene esto de raro. No hay muchas casas en las que no se haya muerto alguien, y no por eso pensamos mal de esas casas, o sea que ¿por qué vamos a pensar mal del club?

—Es usted todo un filósofo, Williamson.

Wimsey subió el pequeño tramo de escalones de mármol y entró en el bar.

—Esto va reduciéndose —musitó—. Entre las diez y cuarto y las doce y media. Parece que va a ser una carrera reñida para las apuestas de Dormer. Pero ¡qué demonios! A ver qué me cuenta Penberthy.

El médico ya estaba en la barra del bar con un whisky con soda. Wimsey pidió un Worthington y se lanzó a lo que le interesaba sin más preámbulos.

—Mira, solo quería hablar un momento contigo sobre el viejo Fentiman —dijo—. De lo más confidencial y todo eso, pero es que parece que la hora exacta de la muerte del pobre tipo es algo sumamente importante. Una cuestión de herencia, ¿entiendes? No quieren líos. Y como amigo de la familia y todo eso, me han pedido que averigüe ciertas cosas. Desde luego, tú eres el primero al que puedo acudir. ¿Cuál es tu opinión? Es decir, opinión médica, aparte de lo demás.

Penberthy arqueó las cejas.

—Ah, o sea, que hay interrogantes. Ya me parecía a mí que podría haberlos. El abogado ese, como se llame, estuvo aquí el otro día e intentó que me definiera. A lo mejor se cree que puedes decir con toda precisión cuándo ha muerto una persona mirándole las muelas. Le dije que era imposible. Como le des tu opinión a uno de esos tipos, acabas declarando en un estrado bajo juramento.

—Ya, ya lo sé, pero puedes tener una idea general.

—Sí, claro, pero tienes que cotejar tus ideas con otras cosas, con los hechos y demás. No puedes teorizar sin más.

—Es muy peligroso, eso de las teorías. Un ejemplo: he visto un par de fiambres en mi corta vida, y si me hubiera puesto a teorizar, por el aspecto del cadáver de Fentiman, ¿sabes qué habría dicho?

—¡Sabe Dios qué habría dicho un lego sobre un asunto médico! —replicó el médico con una sonrisita avinagrada.

—¡Un momento, un momento! Habría dicho que llevaba muerto bastante tiempo.

—Eso es muy vago.

—Tú dijiste que el
rigor mortis
estaba muy extendido. Digamos que tardara unas seis horas en asentarse. Entonces, ¿cuándo se pasó?

—Empezaba a pasarse entonces… Lo comenté en su momento.

—Ya lo sé, pero yo pensaba que el
rigor mortis
duraba unas veinticuatro horas.

—A veces sí, pero a veces se pasa rápidamente. La norma es que cuanto más rápido se produce, más rápido desaparece. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que, en vista de que no existían otras pruebas, debería haber confirmado la hora de la muerte antes de las diez.

—¿Lo reconoces?

—Sí, pero sabemos que no llegó antes de las diez y cuarto.

—O sea, que ¿has visto a Williamson?

—Sí, claro. Pensé que tenía que indagar lo más posible en este asunto. Así que lo único que se me ocurre es que, entre lo repentino de la muerte y el calor de la habitación, porque estaba junto a la chimenea, todo ocurrió muy rápidamente.

—Ya. Y, por supuesto, conocías muy bien la situación física del viejo, ¿no?

—Desde luego. Estaba muy delicado. El corazón está un poco desgastado cuando llegas a los noventa. No me habría sorprendido que se hubiera caído redondo en cualquier sitio. Y encima se llevó un disgusto.

—¿Es decir?

—Vio a su hermana la tarde anterior. Como parece que estás al tanto de todo, supongo que te lo habrán contado. Después vino a Harley Street a verme. Le dije que se metiera en la cama y se quedara tranquilo. Tenía la tensión muy alta y el pulso irregular. Es natural que estuviera muy excitado. Tendría que haber guardado reposo absoluto. Desde mi punto de vista, lo que hizo fue empeñarse en levantarse, a pesar de estar tan mareado, venir hasta aquí, cómo no, y sufrir un ataque al corazón.

—Sí, Penberthy, pero ¿cuándo, es decir, cuándo ocurrió exactamente?

—¡Sabe Dios! Yo, desde luego, no lo sé. ¿Otra?

—No, gracias, de momento no. Oye, supongo que te sientes plenamente satisfecho con el asunto…

—¿Satisfecho? —El médico se lo quedó mirando—. Sí, claro. Si te refieres a de qué murió, sí estoy satisfecho. En otro caso, no hubiera firmado un certificado.

—¿No viste nada raro en el cadáver?

—¿Como qué?

—Lo sabes tan bien como yo —replicó Wimsey, volviéndose de repente para encararse con su interlocutor. El cambio resultó casi alarmante, como quien saca de repente una hoja de acero de su vaina de terciopelo. Penberthy lo miró a los ojos y asintió lentamente.

—Sí, sé a lo que te refieres. Pero aquí no. Mejor subimos a la biblioteca. Allí no habrá nadie.

5

…Y se encuentra el palo de tréboles cerrado

Nunca había nadie en la biblioteca del Bellona. Era una habitación grande, tranquila, agradable, con las estanterías situadas en cubículos, cada uno de ellos con un escritorio y tres o cuatro sillas. De vez en cuando entraba alguien a consultar
The Times Atlas
o un libro de estrategia y táctica, o en busca de un antiguo anuario del ejército, pero por lo demás estaba desierta. En el cubículo del extremo, enclaustrado por los libros y el silencio, se podía mantener una conversación confidencial con la misma intimidad que en un confesionario.

—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Wimsey.

—¿Sobre…? —replicó el médico, con cautela profesional.

—Sobre la pierna.

—Me pregunto si alguien más se habrá dado cuenta —dijo Penberthy.

—Lo dudo. Yo sí me di cuenta, desde luego, pero es que me tomo esas cosas como pasatiempo. No es algo muy corriente, y a la gente le parece fatal, pero a mí me gusta. Es más, los cadáveres me caen bien. Pero al no saber realmente qué significaba, y al ver que tú no parecías dispuesto a prestarle atención, no quise sugerir nada.

—No… Es que quería pensarlo. Verás, a primera vista, parecía algo bastante…

—Desagradable —le interrumpió Wimsey—. ¡Si supieras cuántas veces he oído esa palabra durante los dos últimos días…! Bueno, hay que enfrentarse a ello. Reconozcamos que, una vez que se ha extendido el
rigor mortis
, se mantiene hasta que empieza a desaparecer, y que cuando empieza a desaparecer suele comenzar por la cara y la mandíbula, y no de repente en una rodilla. La mandíbula y el cuello de Fentiman estaban rígidos como la madera… Los toqué. Pero la pierna izquierda se balanceó a la altura de la rodilla. ¿Cómo explicas eso?

—Es de lo más desconcertante. Como sin duda sabes, la explicación evidente consiste en que alguien o algo había forzado la articulación de la rodilla después de que se estableciera el
rigor mortis
, en cuyo caso no podía volver a ponerse rígida, naturalmente. Se habría quedado colgando hasta que todo el cuerpo se relajara. Pero sobre cómo ocurrió…

—Ahí vamos. Los muertos no van por ahí apretándose las piernas y doblando las articulaciones. Y, sin duda, si alguien hubiera encontrado el cadáver así, lo habría dicho. ¿Te imaginas que un camarero, por ejemplo, se encontrase a un anciano caballero más tieso que un palo en el mejor sillón, se liara a sacudidas con él y lo dejara allí tirado?

—Lo único que se me ocurre es que lo encontrase un camarero o alguien, intentara moverlo, se asustara y se largara sin decir nada —dijo Penberthy—. Parece absurdo, pero la gente hace cosas raras, sobre todo si tiene miedo.

—Pero ¿por qué ese miedo?

—Alguien que se encuentre muy nervioso puede asustarse. Por aquí tenemos un par de casos de neurosis de guerra por los que no respondería en una situación de emergencia. Quizá valdría la pena averiguar si alguien dio muestras evidentes de agitación o nerviosismo aquel día.

—No es mala idea —dijo Wimsey lentamente—. Vamos a suponer… Supongamos que alguien relacionado con el general se encontrase en un estado de gran nerviosismo… y supongamos que se diera de manos a boca con el cadáver. ¿Crees que… podría haber perdido la cabeza?

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