Como nunca he sido muy aficionada a las novelas policíacas, y sigo sin serlo, no sabía de la existencia de ese personaje extraordinario. Enseguida me dejé arrastrar por todo lo que lo rodea, desde su peculiar lenguaje hasta sus parientes. Poco a poco, con escasa diferencia, me vi enganchada a Wimsey, a Bunter, su omnipresente y tranquilo criado, a la duquesa viuda de Denver, al estirado duque de Denver y a la insoportable duquesa, al vizconde de St. George, a Charles Parker, a lady Mary… Encontré en las novelas de Dorothy L. Sayers el tipo de protagonista que me encantaba cuando leía novela: alguien con vida «real», no el héroe sin relaciones humanas, tan conveniente para que no interfiera en el argumento del novelista.
Descubrí que Dorothy L. Sayers tenía mucho que enseñarme, como lectora y como futura novelista que yo era. Mientras que muchos novelistas de la época dorada del género policíaco reducen la trama al crimen de rigor, los sospechosos, las pistas y las falsas pistas, Sayers no presenta un panorama tan limitado en sus obras. Considera el delito y la investigación consiguiente un simple marco para contar una historia mucho más amplia, el esqueleto, por así decirlo, sobre el que colocar los músculos, órganos, vasos sanguíneos y características físicas de un relato mucho más extenso. Escribía lo que yo denomino novela-tapiz, un libro en el que el escenario se hace realidad (desde Oxford hasta la dramática costa de Devon, pasando por la lóbrega llanura de los pantanos), en el que a través del argumento principal y los secundarios los personajes desempeñan funciones que sobrepasan las de los simples actores en el escenario de la investigación criminal, en el que se desarrollan diversos temas, en el que se utilizan símbolos literarios y de la vida, en el que abundan las alusiones a otra clase de literatura. En resumen, Sayers «no toma prisioneros», como yo lo llamo, en su enfoque de la novela policíaca. No escribía para adaptarse a sus lectores, sino que daba por sentado que sus lectores estarían a la altura de lo que esperaba de ellos.
Encontré en sus obras una riqueza que no había visto en otras novelas policíacas. Me sumergí en la minuciosa aplicación del detalle que caracteriza sus argumentos y me enseñó todo lo que hay que saber sobre las campanas en
Los nueve sastres
, sobre las insólitas aplicaciones del arsénico en
Veneno Mortal
(
Strong Poison
) y sobre la belleza arquitectónica de Oxford en
Los secretos de Oxford
(
Gaudy Night
). Escribió sobre todos los temas, desde criptología hasta enología, haciendo inolvidable el enloquecido período de entreguerras que señalaba la muerte de un manifiesto sistema de clases y anunciaba el comienzo de una época insidiosa.
Sin embargo, lo que sigue destacando en la obra de Sayers es su deseo de investigar la condición humana. Las pasiones de unos personajes creados hace ochenta años siguen siendo tan reales como entonces. Las motivaciones de la conducta de las personas no son ahora más complejas que en 1923, cuando lord Peter Wimsey se presentó en público por primera vez. Los tiempos han cambiado, y la Inglaterra de Sayers resulta irreconocible en muchos sentidos para el lector actual, pero uno de los auténticos placeres de leer una novela de Sayers hoy en día es ver que los tiempos en los que vivimos modifican nuestra percepción del mundo que nos rodea pero no contribuyen en absoluto a cambiar lo más íntimo del ser humano.
Cuando empecé a escribir novelas policíacas, decía que me conformaría con que alguna vez se mencionara mi nombre de un modo elogioso junto al de Dorothy L. Sayers. Hoy me alegro de poder decir que así ocurrió, con la publicación de mi primera novela. Si lograra ofrecer al lector al menos una parte de los detalles y los deleites que ofrece Sayers en sus novelas de Wimsey, me daría por más que satisfecha.
No cabe duda de que la reedición de una novela de Sayers es un verdadero acontecimiento. Los lectores que, una generación tras otra, la incorporan a su vida se embarcan en un viaje inolvidable con un compañero aún más inolvidable. En momentos de extrema desesperación se puede recurrir a Sherlock Holmes en busca de una solución rápida a nuestros sufrimientos, pero como bálsamo que asegura la supervivencia frente a las vicisitudes de la vida, nada mejor que aferrarse a lord Peter Wimsey.
Elizabeth George
Huntington Beach, California
27 de mayo de 2003
Cara de Musgo
—¿Qué demonios haces en este depósito de cadáveres, Wimsey? —preguntó el capitán Fentiman arrojando el
Evening Banner
como si se librase de algo tedioso.
—Bueno, yo no lo llamaría así —replicó Wimsey afablemente—. Más bien capilla ardiente. Fíjate en el mármol, en las cortinas y en todo lo demás. Fíjate en las palmas y en el casto desnudo de bronce del rincón.
—Sí, y fíjate en los cadáveres. Este sitio siempre me recuerda eso tan viejo de
Punch
… «Camarero, llévese a lord Nosecuántos. Lleva dos días muerto». Fíjate en Ormsby, roncando como un cerdo. Fíjate en mi venerable abuelito… Viene aquí todas las mañanas, a trancas y barrancas, a las diez, coge el
Morning Post
y el sillón junto a la chimenea y se queda como un mueble más hasta la noche. ¡Pobre viejo! ¿Me imaginas así un día de estos? Ojalá me hubiera quitado antes de en medio cualquier alemán. ¿De qué vale pasar por todo eso? ¿Qué quieres?
—Yo un Martini seco —dijo Wimsey—. ¿Y tú? Dos Martinis secos, por favor, Fred. Esta historia del día del recuerdo le pone a uno de los nervios, ¿no? Estoy convencido de que a la mayoría de nosotros nos encantaría mandar al cuerno tanta histeria colectiva si no fuera porque esos repugnantes periódicos no hablan de otra cosa. Pero no me atrevo a alzar la voz. Me echarían a patadas del club.
—Da igual lo que digas. Lo harían de todas maneras —replicó Fentiman, pesaroso—. Pero ¿qué haces aquí?
—Esperar al coronel Marchbanks —contestó Wimsey.
—¿Para cenar con él?
—Sí.
Fentiman asintió en silencio. Sabía que al hijo de Marchbanks lo habían matado en la batalla de la Colina 60, y que el coronel tenía por costumbre ofrecer a los amigos íntimos de su hijo una pequeña cena, sin etiqueta, el día del Armisticio.
—No tengo problemas con el viejo Marchbanks —dijo, tras una pausa—. Es buena persona.
Wimsey le dio la razón.
—Y a ti, ¿cómo te va? —preguntó.
—Pues un asco, como de costumbre. El estómago hecho trizas y sin dinero. ¿De qué sirve todo eso, Wimsey? Vas a luchar por tu país, te rompen las tripas, pierdes el trabajo, y lo único que te ofrecen es el privilegio de desfilar ante el cenotafio una vez al año y pagar cuatro chelines de impuesto sobre la renta. Sheila también está rara… La pobre chica trabaja demasiado. Es deplorable que un hombre tenga que vivir de lo que gana su mujer, ¿verdad? No puedo hacer nada, Wimsey. Me pongo enfermo y tengo que dejar el trabajo. El dinero… no me preocupaba el dinero antes de la guerra, pero te juro que hoy en día cometería cualquier delito con tal de hacerme con unos ingresos medianamente decentes.
Con el nerviosismo y la excitación, Fentiman elevó el tono de voz. Un ex combatiente, hasta entonces invisible en un sillón cercano, asomó indignado la enjuta cabeza, como de tortuga, y soltó un «chist» sibilante.
—Bueno, yo que tú no lo haría —replicó Wimsey como si tal cosa—. Verás, el crimen requiere gran profesionalidad. Incluso una persona prácticamente idiota como yo puede jugar a los detectives con un Moriarty aficionado. Si estás pensando en ponerte un bigote postizo y cargarte a un millonario a martillazos, ni se te ocurra. Esa odiosa costumbre que tienes de fumarte los cigarrillos hasta el último milímetro te delataría en cualquier parte. Yo mismo, con solo una lupa y un calibrador, diría enseguida: «El asesino es mi querido y viejo amigo George Fentiman. ¡Deténganlo!». Igual no te lo crees, pero estoy dispuesto a sacrificar a mis seres más queridos con tal de ganarme el favor de la policía y que me dediquen un par de párrafos en la prensa.
Fentiman se echó a reír y aplastó la dichosa colilla en el cenicero que tenía más a mano.
—Me extraña que alguien quiera conocerte —dijo.
Su voz ya no tenía aquel tono de tensión y amargura, y parecía simplemente divertido.
—No quieren —replicó Wimsey—. Lo que pasa es que piensan que tengo demasiado dinero para encima ser inteligente. Es como si te enteras de que el conde tal o cual es el protagonista de una obra de teatro. Todo el mundo va a suponer que su actuación será espantosa. Te voy a contar mi secreto. Todas mis investigaciones criminológicas me las hace un «fantasma» por tres libras a la semana, mientras que yo aparezco en los titulares y me lo paso estupendamente con periodistas famosos en el Savoy.
—No veas qué alegría me das, Wimsey —dijo Fentiman con cierto abatimiento—. No eres precisamente ingenioso, pero tienes esa especie de gracia que me recuerda las revistas musicales menos exigentes.
—Es la autodefensa de la mente de primer orden ante la persona superior —dijo Wimsey—. Oye, lamento lo de Sheila. No quisiera ofenderte, pero ¿por qué no me permites…?
—Muy amable de tu parte —replicó Fentiman—, pero no quiero. Sinceramente, no existe la más remota posibilidad de que pudiera devolvértelo, y aún no he llegado al extremo de…
—Aquí viene el coronel Marchbanks —lo interrumpió Wimsey—. Ya hablaremos en otra ocasión. Buenas noches, coronel.
—Buenas noches, Peter. Buenas noches, Fentiman. Vaya día precioso que hemos tenido. No, nada de cócteles, gracias. Seguiré con el whisky. Siento mucho haberte hecho esperar, pero es que he estado un rato con el pobre Grainger ahí arriba. Me temo que está bastante fastidiado. Entre nosotros, Penberthy no cree que pase el invierno. Un hombre muy competente, ese Penberthy… Parece mentira que haya mantenido al viejo durante tanto tiempo, con los pulmones tan delicados que tiene. ¡En fin! A eso llegaremos todos. Pero ahí está tu abuelo, Fentiman… Es otro de los milagros de Penberthy. Debe de tener noventa años, si no más. ¿Me disculpáis un momento? Quiero hablar con él.
Wimsey siguió con la mirada la figura erguida del anciano mientras cruzaba el espacioso salón de fumadores, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar saludos con los demás miembros del Bellona Club. Junto a la enorme chimenea había un gran sillón orejero de estilo victoriano. Dos piernas como alambres con botas impecablemente abotonadas al final y apoyadas sobre un escabel eran lo único visible del general Fentiman.
—Es curioso, ¿no? —murmuró su nieto—. Para el viejo Cara de Musgo la de Crimea sigue siendo la guerra, lo de los bóers lo pilló demasiado mayor. Le dieron el grado de oficial cuando tenía diecisiete años, y como lo hirieron en Mayuba…
Se calló. Wimsey no le prestaba atención. Seguía observando al coronel Marchbanks.
El coronel volvió donde estaban ellos, con pasos silenciosos y precisos. Wimsey se levantó y se dirigió hacia él.
—Mira, Peter —dijo el coronel, con su amable rostro profundamente preocupado—. Ven un momento. Me temo que ha ocurrido algo bastante desagradable.
Fentiman los miró; algo en su actitud lo impulsó a levantarse y seguirlos hasta la chimenea.
Wimsey se inclinó sobre el general Fentiman y con delicadeza le quitó el
Morning Post
de las sarmentosas manos, entrelazadas sobre el flaco pecho. Lo tocó en el hombro y con la mano rodeó la cabeza blanca acurrucada contra el sillón. El coronel lo observaba con angustia. Después, de un tirón, Wimsey levantó el cuerpo inerte. Se irguió entero, tieso como un muñeco de madera.
Fentiman se echó a reír, sin poder contener las histéricas carcajadas que casi lo atragantaban. Los escandalizados bellonianos se levantaron haciendo crujir sus pies gotosos, alarmados ante semejante descortesía.
—¡Lleváoslo de aquí! —gritó—. Lleváoslo. ¡Lleva dos días muerto! ¡Como vosotros, como yo! ¡Estamos todos muertos y no nos habíamos dado cuenta!
La dama queda eliminada
No se podría asegurar qué acontecimiento les resultó más desagradable a los miembros de más edad del Bellona Club, si la grotesca muerte del general Fentiman allí en medio o la indecorosa neurastenia de su nieto. Solo los más jóvenes no se escandalizaron; sabían demasiado. Dick Challoner (conocido por sus más íntimos como Challoner Tripa de Hojalata, debido a que le habían colocado una pieza de repuesto tras la segunda batalla del Somme) se llevó a Fentiman, jadeante, a la biblioteca desierta para que se recuperase. El secretario del club entró a toda prisa, en camisa y pantalones, con la espuma de afeitar aún pegada a la cara. Tras echar una ojeada envió a un agitado camarero a ver si el doctor Penberthy seguía en el club. El coronel Marchbanks cubrió reverentemente la rígida cara que yacía en el sillón con un gran pañuelo de seda y se quedó de pie, en silencio. Se formó un pequeño círculo en torno a la alfombrilla de la chimenea, sin saber muy bien qué hacer. De vez en cuando el círculo se ensanchaba con personas a quienes les habían dado la noticia al entrar en el vestíbulo. Del bar salió un grupito. «¿Cómo, el pobre Fentiman?», decían. «Por Dios, no me digas. Pobre muchacho. El corazón, me imagino». Apagaron los cigarrillos y los puros y se quedaron por allí, sin ganas de alejarse.
El doctor Penberthy se estaba cambiando para la cena. Bajó apresuradamente, justo en el momento en que iba a salir para una cena de celebración del Armisticio, con el sombrero de seda en la coronilla y el abrigo y la bufanda sueltos. Era un hombre delgado, moreno, con los modales bruscos que distinguen al médico militar del médico del West End. Los que estaban ante la chimenea le dejaron sitio, salvo Wimsey, que se quedó como un tonto junto al sillón, contemplando impotente el cadáver.
Penberthy palpó rápidamente, con mano experta, el cuello, las muñecas y las articulaciones de las rodillas.
—Lleva varias horas muerto —anunció con acritud—. El
rigor mortis
extendido… empieza a pasar. —A modo de ilustración, movió la pierna izquierda del difunto, que se quedó colgando a la altura de la rodilla—. Me lo esperaba. El corazón estaba muy débil. Podía ocurrir en cualquier momento. ¿Alguien ha hablado hoy con él?
Miró a su alrededor con expresión interrogativa.
—Yo lo vi aquí después del almuerzo —apuntó alguien—. No hablé con él.
—Yo pensaba que estaba dormido —dijo otro.
Nadie recordaba haber hablado con él. Estaban acostumbrados a ver al general Fentiman dormitando junto a la chimenea.