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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (7 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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Reaparece un naipe

Abrió la puerta del pisito de Dover Street un criado anciano, cuyo rostro angustiado llevaba impreso el dolor por la muerte de su señor. Les informó que el comandante Fentiman estaba en casa y que recibiría con mucho gusto a lord Peter Wimsey. Mientras hablaba, salió de una de las habitaciones un hombre con aspecto marcial, de unos cuarenta y cinco años, y saludó alegremente al visitante.

—Vaya, Wimsey. Murbles me dijo que ibas a venir. Pasa. Cuánto tiempo sin verte. Me han dicho que estás hecho un auténtico Sherlock. Muy hábil, eso que hiciste con el problemilla de tu hermano. ¿Qué es todo esto? ¿Una cámara? ¡Válgame Dios! Vas a hacer este trabajito como un profesional, ¿eh? Woodward, que el criado de lord Peter tenga todo lo que necesite. ¿Has comido? Bueno, supongo que te gustaría tomar algo antes de empezar a analizar las huellas. Venga. Está todo manga por hombro, espero que no te importe.

Lo llevó al pequeño cuarto de estar, austeramente amueblado.

—Voy a acampar aquí una temporada, mientras arreglo los asuntos del pobre viejo. Va a ser endiablado, con todo ese lío del testamento, pero como soy el albacea, tengo que encargarme de esa parte. Eres muy amable al echarnos una mano. La tía abuela Dormer, pobrecilla, era muy rara. Tenía buenas intenciones, pero se lo ha puesto muy difícil a todos. ¿Cómo van las cosas?

Wimsey le explicó los escasos resultados de sus investigaciones en el Bellona.

—He pensado que a lo mejor conseguía alguna pista por este lado —añadió—. Si sabemos la hora exacta a la que salió de aquí aquella mañana, podríamos tener una idea de la hora a la que llegó al club.

Fentiman frunció los labios, como para silbar.

—Pero hombre de Dios, ¿es que no te ha contado Murbles la pega que hay?

—No me ha contado nada. Me ha dejado que me las apañe yo solo. ¿Cuál es la pega?

—Pues resulta que el vejete no volvió a casa aquella noche.

—¿Que no volvió a casa? ¿Y dónde se quedó?

—Qué sé yo. Ese es el problema. Lo único que sabemos es que… Un momento; es cosa de Woodward. Mejor que te lo cuente él. ¡Woodward!

—Dígame, señor.

—Cuéntele a lord Peter lo que me contó a mí… Lo de la llamada de teléfono.

—Sí, señor. Alrededor de las nueve…

—Un momento —lo interrumpió Wimsey—. A mí me gusta empezar las historias por el principio. Vamos a empezar por la mañana, la mañana del diez de noviembre. ¿Estaba bien el general aquella mañana? ¿Bien de salud, de ánimo y todo eso?

—Perfectamente, milord. El general Fentiman acostumbraba despertarse temprano, milord, ya que tenía el sueño ligero, algo natural dada su avanzada edad. Desayunaba en la cama a las ocho menos cuarto: té y tostada con mantequilla, con un huevo pasado por agua, y eso todos los días del año. Después se levantaba, y yo lo ayudaba a vestirse… eso aproximadamente a las ocho y media, milord. Tras el esfuerzo de vestirse descansaba un poco, y a las diez menos cuarto iba a buscarle el sombrero, el abrigo, la bufanda y el bastón, y lo acompañaba hasta que se iba al club. Eso era lo que hacía a diario. Aquel día parecía de buen humor, y con la buena salud de costumbre. Desde luego, tenía el corazón muy delicado, milord, pero no me pareció distinto de lo normal.

—Ya. Y lo normal era que se quedara en el club todo el día y volviera a casa… ¿a qué hora, exactamente?

—Yo estaba acostumbrado a tenerle la cena preparada a las siete y media en punto, milord.

—¿Siempre llegaba puntual?

—Sin fallar un solo día, milord. Una disciplina militar. Así era el general. Alrededor de las tres de la tarde llamaron por teléfono. Es que nos habían instalado el teléfono, milord, por el corazón del general, para que en caso de necesidad siempre pudiéramos llamar a un médico.

—Muy bien pensado —terció Robert Fentiman.

—Sí, señor. El general Fentiman tuvo la bondad de decir que no quería que yo cargara con la tremenda responsabilidad de cuidar de él a solas en caso de enfermedad. Era un caballero muy amable, muy atento, señor.

Se le quebró la voz.

—Desde luego que sí —dijo Wimsey—. No me cabe duda de que sentirá muchísimo haberlo perdido, Woodward, pero era de esperar, ¿no? Estoy seguro de que cuidó de él estupendamente. ¿Y qué fue lo que pasó a las tres?

—Pues que llamaron de casa de lady Dormer, milord, para decir que la señora estaba muy enferma, y que el general Fentiman hiciera el favor de acudir allí de inmediato si quería verla aún con vida. De modo que fui al club. Es que, verá, no quise telefonear porque el general Fentiman era un poco duro de oído (aunque estaba en posesión de sus facultades, divinamente para un caballero de su edad) y no le gustaba hablar por teléfono. Además, me daba miedo que se llevara una gran impresión, con el corazón tan débil, cosa que, a su edad, habría sido lo normal, así que por eso fui a buscarlo.

—Es usted muy atento.

—Gracias, milord. Pues bueno, vi al general Fentiman, le di el recado, con mucho cuidado, con tacto, podríamos decir, y noté que se quedó un poco sorprendido, pero pensó unos momentos y me dijo: «Muy bien, Woodward. Ahora voy. Desde luego, mi deber es ir». Así que lo abrigué bien, lo metí en un taxi y me dijo: «No hace falta que venga conmigo, Woodward. No sé cuánto tiempo me quedaré allí. Ya se encargarán de que vuelva a casa sano y salvo». Así que le indiqué al conductor dónde tenía que llevarlo y volví a casa. Y esa fue la última vez que lo vi, milord.

Wimsey chasqueó la lengua, comprensivo.

—Sí, milord. Como el general Fentiman no volvió a la hora de costumbre para cenar, pensé que a lo mejor se había quedado en casa de lady Dormer, y no le di mayor importancia. Sin embargo, a las ocho y media empecé a preocuparme por el aire de la noche, porque era un día muy frío, si lo recuerda usted, milord. A las nueve estaba pensando en llamar a casa de lady Dormer para preguntar cuándo debía esperar su regreso, y en ese momento sonó el teléfono.

—¿Justo a las nueve?

—Alrededor de las nueve. Quizá fuera un poquito más tarde, pero no pasaría de las nueve y cuarto. Era un caballero. Dijo: «¿Es la casa del general Fentiman?». Le dije: «Sí. ¿Quién llama, por favor?». Y él dijo: «¿Es usted Woodward?», así, llamándome por mi apellido, y yo le dije: «Sí». Y dijo: «Ah, Woodward, el general Fentiman me ha pedido que le diga que no lo espere levantado, porque va a pasar la noche en mi casa». Y yo le dije: «Perdón, señor, ¿con quién hablo, por favor?». Y me dijo: «El señor Oliver». Le pedí que me repitiera el nombre, porque nunca lo había oído, y dijo: «Oliver», así, tan sencillamente, «el señor Oliver». Y después dijo: «Soy un viejo amigo del señor Fentiman, y esta noche se va a quedar conmigo, porque tenemos que hablar de ciertos asuntos». Y yo pregunté: «¿Necesita algo el general, señor?», pensando, milord, que a lo mejor quería el pijama y el cepillo de dientes o algo parecido, pero el caballero dijo que no, que tenía todo lo que necesitaba y que no debía preocuparme. Naturalmente, milord, como ya le he explicado al comandante Fentiman, no me creía con derecho a hacer preguntas, al ser solo un sirviente; podría haber parecido que me tomaba demasiadas libertades. Pero tenía miedo de que la agitación y el trasnochar fueran excesivos para el general, así que me atreví a decir que confiaba en que el general Fentiman estuviera bien de salud y no se hubiera cansado demasiado, ante lo que el señor Oliver se echó a reír y dijo que lo cuidaría y lo metería en la cama enseguida. Y a punto estaba de tener el descaro de preguntarle dónde vivía cuando colgó. Y eso es todo lo que sé, hasta que me enteré a la mañana siguiente de la muerte del general, milord.

—A ver —dijo Robert Fentiman—. ¿Qué te parece?

—Raro —contestó Wimsey—. Y, desde luego, una lástima. Woodward, ¿el general pasaba la noche fuera con frecuencia?

—Nunca, milord. No recuerdo que ocurriera semejante cosa en los últimos cinco o seis años. Quizá en los viejos tiempos, cuando iba a ver a sus amigos, pero últimamente no.

—¿Y nunca había oído hablar de ese tal señor Oliver?

—No, milord.

—¿No le resultaba conocida su voz?

—No podría decir que no la hubiera oído antes, milord, pero me cuesta trabajo reconocer las voces por teléfono. Aunque en aquel momento pensé que podía tratarse de uno de los caballeros del club.

—¿Tú sabes algo de ese hombre, Fentiman?

—Sí, sí… Lo conozco. O, bueno, me imagino que es el mismo hombre, pero no sé nada de él. Supongo que lo vería en medio de un gentío, en una cena o algo por el estilo, y me dijo que conocía a mi abuelo. Y lo he visto almorzando en Gatti’s y ese tipo de sitios, pero no tengo ni la menor idea de dónde vive ni de qué hace.

—¿Militar?

—No… Algo que ver con la ingeniería, creo.

—¿Cómo es?

—Pues alto, delgado, con el pelo gris y gafas. De unos sesenta y cinco años, diría yo. Podría ser incluso mayor… Seguramente sí, si es un viejo amigo de mi abuelo. Deduje que estaba jubilado y que vivía en las afueras, pero que me aspen si recuerdo dónde.

—No es de mucha ayuda —dijo Wimsey—. He de reconocer que de vez en cuando hay mucho que decir a favor de las mujeres.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que esa forma tan suelta, sin la menor curiosidad, que tienen los hombres a la hora de establecer relaciones, está muy bien y es algo admirable, pero también muy poco práctico. Fíjate. Reconoces que has visto a ese tipo un par de veces, y lo único que sabes de él es que es alto y delgado, que está jubilado y vive en una zona indeterminada de las afueras. En las mismas circunstancias, una mujer habría averiguado su situación y su ocupación, si está casado, cuántos hijos tiene, cómo se llaman y cómo se ganan la vida, cuál es el escritor que prefiere, cuál es la comida que más le gusta, cómo se llaman su sastre, su dentista y su zapatero, cuándo conoció a tu abuelo y qué pensaba de él… ¡Montones de cosas útiles!

—Seguro que sí —replicó Fentiman, sonriendo—. Por eso no me he casado.

—Opino lo mismo que tú, pero eso no quita para que como fuente de información seas un desastre —dijo Wimsey—. Por lo que más quieras, haz un esfuerzo e intenta recordar algo más concreto sobre ese hombre. Podría suponerte medio millón saber a qué hora de la mañana salió el abuelo de Tooting Bec o de Finchley, o de donde fuera. Si era una zona alejada, explicaría la tardanza en llegar al club… algo que te favorecería a ti, por cierto.

—Supongo que sí. Haré todo lo que pueda por recordarlo, pero no estoy seguro de nada.

—Es una situación difícil —dijo Wimsey—. Sin duda, la policía podría encontrarnos a ese hombre, pero no se trata de un caso policial. Y supongo que no tienes especial interés en airear el asunto.

—Pues… a lo mejor hay que llegar a eso, pero, por supuesto, no nos entusiasma la publicidad, si podemos evitarla. ¡Si al menos pudiera recordar exactamente a qué clase de trabajo se dedicaba!

—Sí… O la cena o lo que fuera donde lo conociste. Podríamos conseguir la lista de invitados.

—Pero Wimsey, amigo… ¡si eso fue hace dos o tres años!

—O a lo mejor conocen a ese tipo en Gatti’s.

—Esa es buena idea, porque lo he visto allí varias veces. Vamos a hacer una cosa. Me pasaré por Gatti’s a ver qué averiguo, y, si no lo conocen, almorzaré allí con frecuencia. Tendrá que volver a aparecer, casi seguro.

—Bien. Haz eso. Y, por el momento, ¿te importa que eche un vistazo a la casa?

—En absoluto. ¿Te hago falta para algo? ¿O prefieres que te acompañe Woodward? Él sabe mucho más de todo esto.

—Gracias. Sí, que venga Woodward. No te preocupes por mí. Solo voy a cotillear un poco.

—Adelante. Hay un par de cajones llenos de papeles que tengo que revisar. Si encuentro algo relacionado con ese tal Oliver, te daré un grito.

—Bien.

Wimsey salió, dejando a Fentiman con su tarea, y fue a ver a Woodward y Bunter, que estaban hablando en la habitación de al lado. De una sola ojeada Wimsey comprendió que era el dormitorio del general. En una mesa junto a la estrecha cama de hierro había una escribanía antigua. Wimsey la cogió, la sopesó unos momentos entre las manos y se la llevó a Robert Fentiman a la otra habitación.

—¿Has abierto esto? —preguntó.

—Sí… Son cartas viejas y cosas así.

—¿No habrás encontrado por casualidad la dirección de Oliver?

—No. Y, por supuesto, la he estado buscando.

—¿Has mirado en otros sitios? No sé, cajones, armarios…

—Todavía no —replicó Fentiman, en tono cortante.

—¿Alguna agenda de teléfonos, o algo? Habrás mirado la guía telefónica, supongo…

—Pues no… No puedo llamar a un perfecto desconocido y…

—¿… y cantarle el himno de la orden de los Sopladores de Espuma? Pero por Dios, cualquiera diría que andas detrás de un paraguas que se hubiera perdido, y no de medio millón de libras. Si ese hombre llamó aquí, no veo por qué no podría aparecer su nombre en la guía telefónica. Será mejor que Bunter se encargue de eso. Tiene unos modales exquisitos por teléfono; la gente considera un verdadero placer que los interrumpa.

Robert Fentiman reaccionó con una sonrisa indulgente ante aquel mal chiste y sacó la guía telefónica, que Bunter se puso a examinar con diligencia. Tras encontrar dos columnas y media de Oliver, descolgó el auricular y se aplicó a la tarea de llamarlos por orden alfabético. Wimsey volvió al dormitorio. Estaba ordenado hasta el detalle, con la cama meticulosamente hecha, el aguamanil preparado, como si el inquilino fuera a volver en cualquier momento, todo sin una mota de polvo, algo que honraba la dedicación y el afecto de Woodward pero resultaba deprimente para el investigador. Wimsey se sentó y recorrió despacio con la mirada el armario, de puertas brillantes, la perfecta hilera de botas y zapatos colocados en sus hormas en una pequeña estantería, el tocador, el aguamanil, la cama y la cómoda que, junto con la mesilla de noche y un par de sillas, constituían el mobiliario.

—¿Se afeitaba él mismo el general, Woodward?

—No, milord, últimamente no. Era una de mis obligaciones, milord.

—¿Se cepillaba él mismo los dientes, o la dentadura postiza o lo que fuera?

—Ah, sí, milord. El general Fentiman tenía una dentadura excelente para su edad.

Wimsey se colocó el potente monóculo en un ojo y llevó el cepillo de dientes hasta la ventana. El resultado del examen no lo satisfizo. Volvió a mirar a su alrededor.

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