—Al final sí accedieron a un acuerdo —dijo Parker—. ¿Cuándo fue eso?
—Después de que yo le dijera a Penberthy que se iba a proceder a la exhumación —contestó Wimsey, casi como arrepintiéndose de decirlo.
—¿Lo ves? Se dieron cuenta de que el asunto se les iba de las manos —dijo Hardy.
—¿Te acuerdas de lo nervioso que estaba Penberthy el día de la exhumación? —dijo Parker—. Ese… ¿cómo se llama…? con la bromita sobre Palmer y lo de volcar el frasco.
—¿O sea? —volvió a preguntar Hardy.
Parker se lo contó y él lo escuchó mordiéndose los labios. Otra «información» que se había ido al garete, pero todo saldría a la luz en el juicio, y sería noticia.
—Habría que darle una medalla a Robert Fentiman —dijo Hardy—. Si él no se hubiera entrometido…
—¿Robert Fentiman? —preguntó Parker con cierta frialdad.
Hardy sonrió burlonamente.
—A ver quién si no él puso en condiciones el cadáver del viejo… En fin, reconoce que tenemos un poquito de inteligencia.
—No se puede admitir nada, pero… —dijo Parker.
—Pero todo el mundo dice que lo hizo él. Vamos a dejarlo así. Alguien lo hizo. Si no se hubiera entrometido alguien, todo habría sido miel sobre hojuelas para la Dorland.
—Bueno, sí. El viejo Fentiman se habría ido a casa y la habría diñado tranquilamente… y Penberthy habría firmado el certificado.
—Me gustaría saber a cuántas personas incómodas se liquida así. Maldita sea… Es tan fácil.
—Me pregunto cómo iban a justificar la parte del botín que iba a llevarse Penberthy.
—Pues yo no —dijo Hardy—. Vamos a ver. La chica dice que es pintora. Pinta fatal, ¿no? Entonces conoce al médico ese. Le chiflan las glándulas. Es listo y sabe que las glándulas dan dinero. Ella empieza a interesarse por las glándulas. ¿Por qué?
—De eso hace un año.
—Exactamente. Penberthy no tiene dinero. Médico militar licenciado, con una placa de bronce y una consulta en Harley Street. Comparte la casa con otros dos que tienen placa de bronce y están sin blanca. Vive de unos cuantos viejos chochos del Bellona. Y se le ocurre la idea de poner una clínica para rejuvenecer a la gente. Se haría millonario. Todos esos carcamales que quieren volver a sus buenos tiempos… son una auténtica fortuna para un hombre con un poco de capital y mucha cara dura. Entonces aparece esa chica, heredera de una vieja rica, y va a por ella. Todo está planeado. Él la incluye en el plan eliminando el obstáculo para tener acceso a la fortuna, y ella responde amablemente poniendo el dinero en su clínica. Para que no sea demasiado evidente, la chica tiene que fingir que le importan algo las glándulas, así que deja de pintar y le da por la medicina. No podía estar más claro.
—Pero eso significaría que ella tendría que haber sabido lo del testamento al menos desde hace un año —terció Wimsey.
—¿Y por qué no?
—Bueno, eso nos lleva otra vez a la pregunta de siempre: ¿por qué esperar tanto?
—Y también nos da la respuesta —replicó Parker—. Esperaron hasta que todo el mundo empezara a reconocer el interés y la importancia de las glándulas y nadie pudiera relacionarlo con la muerte del general.
—Sí, claro —dijo Wimsey. Tenía la sensación de que las cosas se sucedían a una velocidad apabullante. Pero George estaba a salvo.
—¿Cuándo crees que podrás tomar medidas? —preguntó Hardy—. Supongo que necesitarás pruebas más concluyentes para detenerlo, ¿no?
—Tengo que estar seguro de que no se me van a escabullir —contestó Parker lentamente—. No basta con demostrar que se conocen. Podríamos encontrar cartas cuando examinemos las cosas de la chica. O las de Penberthy, aunque no se puede decir que sea la clase de hombre que va dejando por ahí documentos comprometedores.
—¿No habéis retenido a la señorita Dorland?
—No. La hemos dejado suelta… colgando de un hilo. Y no me importa decir una cosa: que no ha tenido ninguna clase de comunicación con Penberthy.
—Claro que no —dijo Wimsey—. Se han peleado.
Los demás se quedaron mirándolo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Parker, molesto.
—Pues porque… bueno, da igual. Eso creo. Y, además, ya se guardarán muy mucho de ponerse en contacto, una vez disparada la alarma.
—¡Vaya! —exclamó Hardy—. Aquí está Waffles. Tarde como siempre, Waffles. ¿Dónde andabas, muchacho?
—Entrevistando a los Rushworth —contestó Waffles mientras se abría paso entre las sillas para colocarse junto a Hardy. Era delgado, de pelo rojizo y ademanes cansinos. Hardy le presentó a Wimsey y a Parker.
—¿Has sacado información?
—Sí, sí. Vaya panda de arpías. La vieja Rushworth es la típica sensiblera que está siempre en las nubes, que no ve las cosas hasta que las tiene delante de sus narices… Por supuesto, asegura que siempre había considerado a Ann Dorland una chica peligrosa. Estuve a punto de preguntarle por qué la invitaba a su casa, pero me callé. La señora Rushworth dijo que no eran íntimas amigas. Claro que no. Es fascinante lo fácilmente que cambia esta gente tan sentida en cuanto se huelen algo desagradable.
—¿Has sacado algo sobre Penberthy?
—Sí… algo he sacado.
—¿Interesante?
—Sí, sí.
Con la delicada reserva de los periodistas de Fleet Street hacia quien tiene una exclusiva, Hardy no insistió. La conversación volvió a girar sobre el mismo argumento. Waffles Newton coincidía con la teoría de Salcombe Hardy.
—Los Rushworth tienen que saber algo —dijo Hardy—. A lo mejor la madre no, pero la chica… si está prometida con Penberthy, tendría que haberse dado cuenta de si otra mujer se entendía con él. Las mujeres ven esas cosas.
—No pensarás que van a admitir que el bueno del doctor Penberthy se ha entendido con alguien más que con la pobre Naomi —replicó Newton—. Además, no son tan tontos para no darse cuenta de que hay que silenciar cualquier relación con la Dorland, cueste lo que cueste. Vale, saben que ella lo hizo, pero no van a ponerlo a él en una situación comprometida.
—Claro que no —intervino Parker, cortante—. Es probable que la madre no sepa nada. Otra cosa sería que lleváramos a la chica como testigo…
—Pues no podrás —dijo Waffles Newton—. A menos que seas muy rápido.
—¿Por qué?
Newton hizo un gesto de disculpa con la mano.
—Se casan mañana —dijo—. Con licencia especial. Oye, Sally, que esto no salga de aquí.
—No te preocupes, muchacho.
—¿Que se casan? —dijo Parker—. ¡Dios mío! Entonces no nos queda otra salida. Será mejor que me largue ahora mismo. Hasta pronto… y gracias por darme el soplo, muchacho.
Wimsey lo siguió hasta la calle.
—Tenemos que impedir el casorio, inmediatamente —dijo Parker, haciendo señas como un loco a un taxi que pasó a toda velocidad sin hacerle caso—. No quería hacer nada de momento, porque aún no estoy en condiciones, pero va a ser un lío de mil demonios si la joven Rushworth queda atada a Penberthy y no puede declarar. Maldita sea, lo malo es que si está decidida a seguir adelante con esto, no podemos evitarlo si no detenemos a Penberthy. Y sin pruebas, es muy arriesgado. Creo que voy a llevarlo a Scotland Yard para interrogarlo y retenerlo.
—Sí, pero una cosa, Charles —dijo Wimsey.
Se paró un taxi.
—¿Qué? —replicó Parker bruscamente, con un pie en el estribo—. No puedo esperar, muchacho. ¿Qué pasa?
—Mira, Charles, esto no va bien —dijo Wimsey con tono suplicante—. A lo mejor tienes la solución correcta, pero las cuentas no salen. Es como lo que me pasaba en el colegio, que miraba la solución en la chuleta y después tenía que amañarlo todo. Soy idiota. Tendría que haberme dado cuenta de lo de Penberthy, pero no me creo lo de que lo sobornaran y que se dejara corromper para cometer el crimen. No encaja.
—¿No encaja con qué?
—No encaja con el retrato. Ni con los libros, ni con la descripción que hizo la enfermera Armstrong de Ann Dorland. Ni con cómo la describes tú. Técnicamente, es una explicación perfecta, pero te juro que no está bien.
—Me basta con que sea técnicamente perfecta —replicó Parker—. Es mucho más que la mayoría de las explicaciones. Se te ha metido ese retrato en la cabeza, supongo que porque tienes sensibilidad artística.
Por alguna razón, la expresión «sensibilidad artística» provoca una reacción de lo más amenazadora en las personas que saben algo de arte.
—¡Qué sensibilidad artística ni qué ocho cuartos! —estalló Wimsey—. Es porque soy una persona normal y corriente, y conozco mujeres y hablo con ellas como seres humanos normales y corrientes, y…
—Tú y las mujeres —replicó Parker con grosería.
—Pues sí, las mujeres y yo, ¿qué pasa? Se aprenden cosas, ¿sabes? Te equivocas con esa chica.
—Yo la conozco y tú no —objetó Parker—. A menos que estés ocultando algo. No dejas de hacer insinuaciones. En fin; he conocido a la chica, y me dio la impresión de que es culpable.
—Y yo, sin haberla conocido, juro que no es culpable.
—Claro, tú lo sabes todo.
—Da la casualidad de que sí sé qué pasa en este caso.
—Me temo que sin nada que la respalde, tu opinión difícilmente bastará para contrarrestar el peso de las pruebas.
—Si a eso vamos, no tienes verdaderas pruebas. No sabes si han estado alguna vez a solas; no sabes si Ann Dorland estaba al corriente del testamento; no puedes probar que Penberthy administrase el veneno…
—No he perdido las esperanzas de reunir las pruebas necesarias —dijo Parker con frialdad—. Es decir, si no me tienes aquí todo el santo día.
Cerró de golpe la puerta del taxi.
Qué caso tan asqueroso, pensó Wimsey. Con esta ya van dos peleas absurdas en lo que va de día. Bueno, a ver qué pasa ahora. Reflexionó unos momentos. Necesito tranquilidad de espíritu; a esa conclusión llegó. La compañía femenina es lo más adecuado. Una compañía femenina decente, sin emociones de por medio. Voy a tomar el té con Marjorie Phelps.
Ann Dorland hace una apuesta
Abrió la puerta del estudio una chica que él no conocía. Aunque no alta, era de complexión robusta y carnes generosas. Él reparó en los anchos hombros y potente curva de los muslos antes incluso de fijarse en la cara. La ventana sin cortinas a la espalda de ella cubría sus rasgos de sombras; solo pudo apreciar la abundante melena negra con flequillo que le caía sobre la frente.
—La señorita Phelps no está.
—Ah… ¿Y tardará mucho en volver?
—No sé. Vendrá a cenar.
—¿Le importaría que la esperase aquí?
—Supongo que puede quedarse, si es usted amigo suyo.
La chica se apartó de la entrada y lo dejó pasar. Él dejó el sombrero y el bastón sobre la mesa y se volvió hacia ella, que no le hizo el menor caso; se dirigió a la chimenea y posó una mano en la repisa. Como no podía sentarse, dado que ella seguía de pie, Wimsey se fue hacia el tablero y levantó el paño húmedo que cubría un montoncito de barro.
Miraba con expresión de gran interés la estatuilla de una vieja vendedora de flores cuando la chica dijo:
—¡Oiga! —Tenía entre las manos la figurita de Wimsey que había hecho Marjorie Phelps, y le estaba dando vueltas—. ¿Este es usted?
—Sí… No he quedado mal, ¿verdad?
—¿Qué quiere?
—¿Que qué quiero?
—Ha venido a verme a mí, ¿no?
—He venido a ver a la señorita Phelps.
—Y supongo que el policía que está en la esquina también viene a ver a la señorita Phelps.
Wimsey se asomó a la ventana. En efecto, había un hombre en la esquina, exagerando la pose de estar allí sin hacer nada.
—Lo siento —dijo, comprendiéndolo todo de golpe—. Lo siento muchísimo, aunque le parezca una estupidez y una impertinencia, pero sinceramente, hasta ahora mismo no tenía ni idea de quién era usted.
—¿Ah, no? Bueno, es igual.
—¿Quiere que me marche?
—Como le parezca.
—Si lo dice en serio, me gustaría quedarme, señorita Dorland. Estaba deseando conocerla, ¿sabe?
—Es usted encantador —replicó ella burlonamente—. Primero quiere engañarme, y ahora intenta…
—¿Intento qué?
La chica encogió sus anchos hombros.
—Su pasatiempo no es agradable, lord Peter Wimsey.
—Créame si le digo que yo no he participado en el fraude —dijo Wimsey—. Aún más: yo lo descubrí. De verdad.
—Bueno, ya no importa.
—Créame, por favor.
—Muy bien. Si usted lo dice, tendré que creerlo.
Se desplomó en el sofá, junto a la chimenea.
—Así está mejor —dijo Wimsey—. Napoleón o no sé quién dijo que siempre se puede transformar una tragedia en una comedia sentándose. Cierto, ¿verdad? Hablemos de algo normal y corriente hasta que llegue la señorita Phelps. ¿Le parece?
—¿De qué quiere hablar?
—Pues… Resulta un poco violento. De libros. —Hizo un vago movimiento con la mano—. ¿Qué ha leído últimamente?
—No gran cosa.
—Yo no sé qué haría sin libros. Me pregunto qué haría la gente en los viejos tiempos. Imagíneselo. Con tantos problemas… peleas conyugales, devaneos amorosos, hijos y criados pródigos, preocupaciones, y sin poder recurrir a los libros.
—La gente trabajaba con las manos.
—Sí. Eso es una verdadera alegría para las personas que saben hacerlo. Yo las envidio. Usted pinta, ¿no?
—Lo intento.
—¿Retratos?
—No… sobre todo figura y paisaje.
—¡Ah! Un amigo mío… bueno, para qué ocultarlo: es policía, y creo que usted lo conoce.
—¿Ese señor? Sí. Es un policía bastante educado.
—Me dijo que ha visto algunas cosas suyas. Creo que le sorprendieron bastante. No es precisamente modernista, y piensa que los retratos son sus mejores obras.
—No tengo muchos retratos, solo unos cuantos estudios de figuras…
—Lo dejaron preocupado —dijo Wimsey riendo—. Por lo visto, el único que comprendió fue una cabeza de hombre al óleo…
—¡Ah, eso! Es un experimento… un capricho. Lo mejor que tengo son unos bocetos que hice en las colinas de Wiltshire hace uno o dos años. Están pintados directamente, sin bosquejos preliminares.
Describió varias obras.
—Deben de ser preciosos —dijo Wimsey—. Estupendo. Ojalá pudiera yo hacer algo parecido, pero, como le digo, para evadirme tengo que refugiarme en los libros. Leer es una evasión para mí. ¿Para usted no?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, lo es para la mayoría de las personas. Las criadas y las obreras de las fábricas leen libros en los que aparecen hermosas chicas amadas por hombres morenos y apuestos, todas enjoyadas en escenarios deslumbrantes; las solteronas apasionadas leen a Ethel M. Dell; y los oficinistas aburridos leen novelas policíacas. No lo harían si el asesinato y la policía entrasen en sus vidas.