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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El misterio del tren azul (5 page)

BOOK: El misterio del tren azul
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—Eso es una tontería —comentó en tono práctico.

—Muy tonto —asintió Derek.

—¿Y qué piensas hacer tú?.

—¿Qué quieres que haga?. Por un lado, un hombre con dinero ilimitado; por otro, un hombre con deudas ilimitadas. El vencedor está clarísimo.

—Esos norteamericanos son realmente extraordinarios —señaló Mirelle—. Si por lo menos tu esposa estuviese enamorada de ti...

—Bueno —dijo Derek Kettering—. ¿Qué vamos a hacer ahora?.

La bailarina le interrogó con la mirada. Kettering fue hacia ella y le cogió las manos.

—¿Me abandonarás? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir?. ¿Después...?.

—Sí, después, cuando los acreedores se me echen encima como lobos hambrientos. Estoy loco por ti, Mirelle, ¿me abandonarás?.

La joven apartó sus manos.

—Bien sabes que te adoro, Derek.

Él se dio cuenta de que mentía.

—¿Con que esas tenemos?. Las ratas abandonan el barco que se hunde.

—¡Derek!.

—Vamos, sí, suéltalo —exclamó él con violencia—. Me abandonarías, ¿verdad?.

Ella se encogió de hombros.

—Yo te quiero,
mon ami
, te quiero mucho. Eres encantador, un
beau gargon
, pero
ce n'est pas practique
.

—A ti te gustan los hombres ricos, ¿verdad?.

—Si lo tomas así... —Se dejó caer sobre los cojines—. De todos modos te quiero, Derek.

Kettering fue hacia la ventana y permaneció allí de espaldas a la artista, mirando hacia fuera. Al cabo de un momento, Mirelle se incorporó un poco apoyada en un codo y le miró con curiosidad.

—¿En qué piensas,
mon ami
?.

Él la miró por encima del hombro, sonriendo de un modo extraño que le produjo cierto malestar.

—Pensaba en una mujer, querida.

—¿Una mujer?. ¿Pensabas en otra mujer?.

—No te preocupes; no se trata más que de una visión muy hermosa, la visión de una mujer de ojos grises.

—¿Dónde la has visto? —preguntó Mirelle con viveza.

Derek Kettering rió y su risa sonó irónica, burlona.

—Tropecé con ella en el corredor del hotel Savoy.

—¿Y qué sucedió?.

—Poco más o menos esto: Yo dije: «Oh, perdóneme usted»; y ella respondió: «No ha sido nada, está usted perdonado», o algo así.

—¿Y luego? —insistió la bailarina.

—Y luego nada. Aquel fue el final del incidente.

Kettering se encogió de hombros.

—No entiendo ni una palabra de todo lo que me estás diciendo —dijo Mirelle.

—La visión de una mujer de ojos grises —murmuró Derek pensativo—. Quizá sea una suerte que nunca más volvamos a vernos.

—¿Por qué?.

—Porque podría traerme mala suerte. Las mujeres la traen siempre.

Mirelle abandonó el diván y se acercó a él para rodearle el cuello con uno de sus largos brazos.

—Eres un loco, Derek —murmuró—. Un verdadero loco. Tu eres
un beau gargon
y te quiero mucho. Pero yo no he nacido para pobre; no, no he nacido para eso. Ahora escucha lo que voy a decirte, es muy sencillo: es preciso que te reconci-lies con tu esposa.

—Me temo que a efectos prácticos será inútil —dijo Derek secamente.

—¿Qué quieres decir?. No te entiendo.

—Van Aldin, querida, no lo permitirá. Es de esos hombres que, si toman una decisión, la llevan hasta el final.

—He oído hablar de él. Es muy rico, ¿verdad?. Uno de los hombres más ricos de América. Hace poco compró en París el rubí más hermoso del mundo, el llamado «Corazón de fuego».

Derek permaneció silencioso; la bailarina prosiguió:

—Es una piedra maravillosa. Una joya así tendría que pertenecer a una mujer como yo. Adoro las joyas, Derek. Me hablan. Ah, si pudiera poseer un rubí como ese «Corazón de fuego».

Exhaló un leve suspiro y volvió a ser una mujer práctica.

—Tú no entiendes de estas cosas. Derek, tú eres hombre. Supongo que Van Aldin le habrá regalado ese rubí a su hija. Es su única hija, ¿verdad?.

—Sí.

—Entonces, cuando él muera, ella heredará toda su fortuna. Será una mujer muy rica.

—Ya lo es ahora —afirmó Kettering seriamente—. Su padre le entregó dos millones al casarse.

—¿Dos millones?. ¡Qué barbaridad!. Si muriese ahora, tú la heredarías, ¿verdad?.

—Así es, tal como están ahora las cosas —dijo Kettering lentamente—. Que yo sepa, no ha hecho testamento.

—Mon Dieu! —exclamó la bailarina—. Su muerte sería una verdadera solución.

Hubo un momento de silencio, tras el cual Derek Kettering se echó a reír.

—Me encanta tu mente práctica y sencilla, Mirelle. Pero me temo que tus buenos deseos se queden en deseos nada más, porque mi esposa goza de una magnífica salud.

—Eh bien! —exclamó la artista—. Puede ocurrir algún accidente.

Él la miró con fijeza, pero no contestó.

—Tienes razón, mon ami —siguió ella—, no debemos confiar en las probabilidades. Lo mejor es que no se hable más de divorcio, que tu esposa abandone esa idea.

—¿Y sino quiere?.

Los ojos de la bailarina se entornaron.

—Estoy segura de que querrá. Es una de esas mujeres que temen el escándalo y hay unas cuantas cosillas que ella no querría por nada del mundo que sus amigas leyesen en los periódicos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kettering tajante.

Mirelle se echó a reír.

—Parbleu!. Me refiero a ese caballero llamado el conde de la Roche. Lo sé todo sobre él. Recuerda que soy parisina. Ella era su amante antes de casarse contigo, ¿no es cierto?.

Kettering la cogió violentamente por los hombros.

—¡Eso es mentira!. Y ten en cuenta que estás hablando de mi esposa.

Mirelle se asustó un poco.

—Los ingleses sois extraordinarios —protestó—. De todas maneras, puede que tengas razón. Los norteamericanos son muy fríos. Pero permíteme que insista en que ella le amaba antes de casarse contigo y que su padre acabó con el idilio, despidiendo al conde con cajas destempladas. La señorita derramó infinidad de lágrimas, pero obedeció. Tú sabes tan bien como yo que ahora la cosa es muy distinta, que se ven a diario y que el día 14 se reunirán en París.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kettering.

—Tengo amigos en París, querido Derek, que conocen íntimamente al conde. Todo está preparado. Para los de aquí, ella va a la Riviera; pero en realidad, se encontrará con el conde en París y...quién sabe. Sí, sí, no lo dudes, todo está convenido entre ellos.

Derek Kettering permaneció inmóvil.

—¿Te das cuenta de que están en tus manos?. Si eres hábil, puedes hacer de tu esposa lo que quieras.

—¡Por Dios, cállate!. Cierra de una vez esa maldita boca.

Mirelle se dejó caer en el diván con una carcajada.

Derek cogió el sombrero y el abrigo, y salió del piso dando un portazo.

La bailarina se quedó sentada, riéndose por dentro. No estaba descontenta de su actuación.

Capítulo VII
-
Cartas

Mrs. Harfield saluda a miss Grey y desea explicarle que, en las actuales circunstancias, miss Grey no está al corriente de que...».

Mrs. Harfield, que hasta esa frase había escrito fluidamente, se detuvo ante la dificultad insalvable que sentía, como otras muchas personas, al expresarse en tercera persona.

Tras un instante de duda, Mrs. Harfield rasgó la carta y cogió otra hoja de papel.

«Querida miss Grey:

«Aunque apreciando debidamente lo bien que se portó usted con mi prima Emma, cuyo reciente fallecimiento ha sido un terrible golpe para nosotros, no puedo por menos...»

De nuevo se detuvo y la carta fue a reunirse con las otras en la papelera. Después de otros dos fracasos más, logró por fin escribir una que la satisfizo. La cerró cuidadosamente, le puso el sello y escribió la dirección: «Miss Katherine Grey, Little Crampton, St. Mary Mead, Kent».

A la mañana siguiente, aquella carta reposaba en la bandeja de miss Grey, junto con otra comunicación que parecía mucho más importante encerrada en un gran sobre azul.

Katherine Grey abrió primero la carta de Mrs. Harfield, que decía así:

«Querida miss Grey:

»Mi marido y yo deseamos darle las gracias por los servicios que prestó usted a nuestra pobre prima Emma. Su muerte ha sido para nosotros un golpe terrible, aunque ya sabíamos que, desde hacía tiempo, no gozaba de todas sus facultades mentales. Tengo entendido que su testamento se aparta de lo normal y, por consiguiente, no puede tener validez legal. No me cabe la menor duda de que usted, con su habitual buen juicio, sabrá hacerse cargo de ello y, si podemos arreglar el asunto amistosamente, sería mucho mejor que recurrir a los tribunales, como dice mi esposo. Por nuestra parte, nos complaceremos en recomendarla para que ocupe un empleo similar, y esperamos que se dignará aceptar de nosotros un pequeño obsequio en testimonio de nuestro agradecimiento. Le saluda atentamente.

Mary Anne Harfield»

Katherine Grey leyó la carta, sonrió y la volvió a leer. Cuando la dejó, después de releerla por segunda vez, su expresión era francamente divertida. Luego, abrió la otra carta, le echó una ojeada y la dejó sobre la mesa y miró al vacío. Ya no sonreía. Hubiese sido difícil descubrir qué sensaciones se ocultaban detrás de su apacible y pensativa mirada.

Katherine Grey tenía treinta y tres años. Pertenecía a una distinguida familia, pero su padre perdió toda su fortuna, viéndose obligada desde muy joven a ganarse la vida trabajando. Tenía veintitrés años cuando entró al servicio de la anciana Mrs. Harfield como señorita de compañía. Todo el mundo sabía que la vieja Mrs. Harfield era una persona «difícil». Las señoritas de compañía se sucedían sin interrupción. Llegaban a la casa llenas de esperanza y salían de ellas deshechas en llanto. Pero, desde el momento en que Katherine Grey puso los pies en Little Crampton, reinó allí, durante diez años, la paz más completa. Nadie sabe cómo ocurren estas cosas.

Dicen que los encantadores de serpientes nacen y no se hacen. Katherine Grey había nacido con el don de domesticar viejas gruñonas, perros y chiquillos, cosa que hacía sin la menor dificultad aparente.

A los veintitrés años había sido una muchacha tranquila de hermosos ojos grises. A los treinta y tres seguía siendo una mujer discreta con los mismos ojos grises, que miraban la vida con una feliz e inalterable serenidad. Además, había nacido con un gran sentido del humor, que todavía conservaba.

Mientras permanecía sentada con la mirada perdida, sonó el timbre de la puerta, seguido por unos enérgicos aldabonazos. Al cabo de unos instantes, apareció la criada que anunció sin aliento:

—El doctor Harrison.

El médico, un fornido caballero de mediana edad, entró con la energía y vivacidad anticipadas por los aldabonazos:

—Buenos días, miss Grey.

—Buenos días, doctor.

—Vengo a verla —empezó el médico— por si acaso ha tenido noticias de una de las primas Harfield, esposa de un tal Samuel Harfield, una persona verdaderamente ponzoñosa.

Sin pronunciar una palabra, Katherine le tendió la carta de Mrs. Harfield. Con expresión divertida, observó al médico que la leía con el entrecejo fruncido, al tiempo que gruñía indignado. Al terminar la lectura, tiró el papel sobre la mesa.

—Es algo monstruoso —gritó—. Pero no se preocupe, querida. Esa gente no sabe lo que se hace. Mrs. Harfield era tan cuerda como usted y como yo. Nadie puede demostrar lo contrario. Saben muy bien que no tienen ninguna justificación legal. La amenaza de llevarla a usted a los tribunales es una pura baladronada; por eso tratan de asustarla. Escúcheme bien, muchacha: tampoco se deje vencer por sus halagos. No comience a pensar que su deber es entregar el dinero y no se deje dominar por escrúpulos tontos.

—Ni por un momento ha pasado por mi cabeza tener escrúpulos —dijo Katherine—. Todos ellos son parientes lejanos del marido de Mrs. Harfield que nunca la visitaron ni se preocuparon de ella en vida.

—Es usted una mujer sensata —afirmó el médico—. Sé mejor que nadie la dura vida que ha llevado usted durante los últimos diez años. Por eso tiene usted perfecto derecho a disfrutar de los ahorros de la anciana, sean los que fueren.

Katherine sonrió pensativa.

—Sean los que fueren —repitió—. ¿Tiene usted idea de la cantidad?.

—Supongo que lo suficiente para dar unas quinientas libras de renta al año.

Katherine asintió.

—Eso mismo me figuraba. Ahora, lea usted esta.

Le tendió la que había llegado en el sobre azul. Al leerla, el médico lanzó un grito de asombro:

—¡Imposible!. ¡Imposible!.

—Era una de las principales accionistas de Mortaulds. Desde hace cuarenta años venía cobrando una renta anual de ocho a diez mil libras y estoy segura de que nunca gastó más allá de cuatrocientas al año. Era terriblemente ahorradora, por lo que yo supuse que tenía que contar cada penique que gastaba.

—Y todo este tiempo la renta se habrá acumulado con interés compuesto. ¡Ah, querida, va a ser usted riquísima!.

—Sí, lo soy —confirmó la joven.

Hablaba con un tono distante e impersonal como si estuviese viendo la situación desde fuera.

—Bueno —dijo el médico, a punto de marcharse—. La felicito de todo corazón. —Señaló con un dedo la carta de Mrs. Samuel Harfield—. No se preocupe de esa mujer y su odiosa carta.

—En realidad, no es odiosa —opinó miss Grey tolerante—. En estas circunstancias, me parece una cosa muy natural.

—A veces me preocupa usted mucho —replicó el doctor.

—¿Por qué?.

—Las cosas que encuentra usted perfectamente naturales.

Katherine se echó a reír.

El doctor Harrison refirió las buenas noticias a su esposa durante la comida. Ella se mostró muy contenta.

—Parece increíble que la vieja Mrs. Harfield tuviera todo ese dinero. Me alegro de que se lo haya dejado a Katherine Grey. Esa muchacha es una santa.

El médico hizo un gesto burlón.

—Yo siempre me he imaginado a los santos como personas difíciles. Katherine Grey es demasiado humana para ser una santa.

—Es una santa con sentido del humor —afirmó su esposa, que le guiñó un ojo—. Además, supongo que te habrás fijado en que es muy bonita.

—¿Katherine Grey? —El médico estaba realmente sorprendido—. Sí, tiene unos ojos muy bonitos.

—¡Como sois los hombres!. ¡Ciegos como topos! —afirmó ella—. Katherine lo tiene todo para ser una belleza. Lo único que le hace falta son vestidos.

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