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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (28 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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»Una noche, sin previo aviso, me llevaron a Londres y me devolvieron a la casa del Soho. Una vez fuera del sanatorio me empecé a sentir distinta, como si en mí hubiera habido algo enterrado durante mucho tiempo que empezaba a despertar de nuevo.

»Me ordenaron atender al señor Beresford. Claro que entonces desconocía su nombre. Tuve miedo. Pensé que era otra trampa, pero tenía una cara tan simpática que me resistía a creerlo. Sin embargo, tuve gran cuidado con mis palabras porque podían oírnos. Hay un agujero pequeño en lo alto de la pared.

»El domingo por la noche llegó un mensaje a la casa; todos parecieron preocupados y sin que se dieran cuenta les estuve escuchando. Habían recibido la orden de matarme. No es preciso que les cuente lo que siguió, porque ya lo saben. Creí que tendría tiempo de subir para sacar los papeles de su escondite, pero me atraparon y, en ese momento, se me ocurrió gritar que el prisionero se escapaba y que yo deseaba volver con Marguerite. Grité el nombre tres veces, con todas mis fuerzas, para que creyeran que llamaba a la señora Vandemeyer, pero con la esperanza de que al señor Beresford se le ocurriera pensar en el cuadro. Lo había descolgado el primer día y eso fue lo que me impidió confiar en él.

Hizo una pausa.

—Entonces el documento —dijo sir James— sigue estando en la parte de atrás de uno de los cuadros de esa habitación.

—Sí.

La joven volvió a tenderse en el sofá extenuada, por la tensión de rememorar aquella historia. Sir James se puso en pie y miró su reloj.

—Vamos —dijo—, tenemos que ir enseguida.

—¿Esta noche? —preguntó Tuppence, sorprendida.

—Mañana quizá sea demasiado tarde —replicó sir James en tono grave—. Además, si vamos esta noche tenemos la oportunidad de capturar al gran hombre y supercriminal: ¡al señor Brown!

Hubo un silencio y sir James continuó:

—Las han seguido hasta aquí, de eso no hay duda. Cuando salgamos de esta casa volverán a seguirnos, pero no nos molestarán, porque el señor Brown quiere que lo guiemos. La casa del Soho está vigilada por la policía y por varios hombres del gobierno día y noche. Cuando entremos en ella, el señor Brown no retrocederá. Lo arriesgará todo con tal de conseguir la chispa que haga estallar la bomba. ¡Y él imagina que el riesgo no será grande, puesto que entrará conmigo!

Tuppence enrojeció, abriendo la boca impulsivamente.

—Pero hay algo que usted ignora, ya que no se lo he dicho.

Miró a Jane perpleja.

—¿De qué se trata? —preguntó sir James impaciente—. No hay que vacilar, señorita Tuppence. Tenemos que estar seguros de todo.

Sin embargo, Tuppence, por primera vez, parecía tener la lengua paralizada.

—Es tan difícil: comprenda, si me equivoco. Oh, sería terrible —Hizo una mueca indicando a Jane—. Nunca me lo perdonaría —observó.

—¿Quiere que la ayude, verdad?

—Sí, por favor. Usted sabe quién es el señor Brown, ¿no es cierto?

—Sí —replicó sir James—. Al fin lo sé.

—¿Al fin? —preguntó vacilando—. Oh, pero yo pensaba... —Se detuvo.

—Pensaba acertadamente, señorita Tuppence. He tenido la certeza moral de su identidad desde hace algún tiempo desde la noche de la misteriosa muerte de la señora Vandemeyer.

—¡Ah! —exclamó Tuppence.

—Porque iba contra la lógica de los hechos. Existían solo dos soluciones. Tomó el cloral por su propia mano, cosa que rechazo plenamente, o de otro modo...

—¿Sí?

—Le fue administrado en el coñac que usted le dio a beber. Solo tres personas tocaron ese coñac: usted, la señorita Tuppence, yo mismo y una tercera: ¡Julius Hersheimmer! Sí. ¡Ese es nuestro hombre, seguro!

Jane Finn volvió a sentarse, mirando al abogado con ojos de asombro.

—Al principio me parecía imposible. El señor Hersheimmer, como hijo de un millonario prominente, es una figura muy conocida en Estados Unidos. Parecía imposible que él y el señor Brown fueran la misma persona. Pero no se puede escapar a la lógica de los hechos. Puesto que era así, debía aceptarse. Recuerde la repentina e inexplicable agitación de la señora Vandemeyer. Otra prueba más, si es que era necesaria.

»Me tomé la libertad de dejárselo entrever. Por algunas palabras que dijo Hersheimmer en Manchester, me figuré que usted lo había comprendido y actuaba de acuerdo con ello. Entonces me telefoneó y me dijo lo que yo ya sospechaba, que la fotografía de la señorita Finn no había dejado de estar nunca en posesión del señor Hersheimmer.

Jane se levantó de un salto.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué trata de insinuar? ¡Que Julius es el señor Brown! ¡Julius, mi propio primo!

—No, señorita Finn —dijo sir James inesperadamente—. No es su primo. El hombre que se hace llamar Julius Hersheimmer no tiene ningún parentesco con usted.

Capítulo XXVI
-
El señor Brown

Las palabras de sir James produjeron el efecto de una bomba. Las dos jóvenes se miraron extrañadísimas. El abogado se dirigió a su escritorio y regresó con un recorte de periódico que entregó a Jane; Tuppence lo leyó por encima de su hombro. Carter lo hubiera reconocido. Se hablaba de un hombre misterioso que había aparecido muerto en Nueva York.

—Como le decía a la señorita Tuppence —resumió el abogado— me puse a trabajar para probar lo que parecía imposible. El muro más difícil de franquear era el hecho innegable de que Julius Hersheimmer no era un nombre supuesto. Cuando llegó a mis manos este recorte, mi problema quedó resuelto. Julius Hersheimmer había salido en busca del paradero de su prima. Fue al Oeste, donde le dieron noticias y una fotografía que le ayudara a encontrarla. La tarde de su partida de Nueva York fue asaltado y asesinado. Vistieron su cadáver con ropas humildes y le desfiguraron el rostro para evitar que fuera identificado.

»El señor Brown ocupó su puesto y salió inmediatamente para Inglaterra. Ninguno de los verdaderos amigos o parientes del auténtico Hersheimmer le vieron antes de partir, aunque en realidad poco hubiera importado, puesto que la suplantación era perfecta. Desde entonces ha sido carne y uña de los que nos habíamos conjurado para echarle abajo. Todos nuestros secretos estaban a su alcance. Solo una vez estuvo a punto de fracasar. La señora Vandemeyer conocía su secreto. No entraba en sus cálculos que alguien ofreciera una cantidad tan elevada para sobornarla. A no ser por el afortunado cambió de plan de la señorita Tuppence, ella hubiera estado lejos del piso cuando nosotros llegamos. Sabiéndose descubierto, dio un paso desesperado, confiando en su supuesta personalidad. Casi lo consiguió, aunque no del todo.

—No puedo creerlo —murmuró Jane—. Parecía tan espléndido.

—¡El verdadero Julius Hersheimmer era muy espléndido! Y el señor Brown es un actor consumado. Pero le pregunté a la señorita Tuppence si no tenía también sus sospechas.

Jane se volvió hacia Tuppence sin articular palabra.

—No quería decirlo, Jane. Sabía que iba a dolerte. Después de todo, no estaba segura. Todavía sigo sin comprender por qué nos rescató, si era el señor Brown.

—¿Fue Julius Hersheimmer quien las ayudó a escapar?

Tuppence relató a sir James los emocionantes acontecimientos de la última noche, concluyendo:

—¡Pero no comprendo por qué!

—¿No? Pues yo sí. Y también el joven Beresford, por lo que me ha contado. Como última esperanza había que dejar escapar a Jane Finn y debía organizarse de modo que no sospechara que era una farsa. No les importó que el joven Beresford estuviera en el vecindario y que de ser preciso se comunicara con usted. Ya procurarían quitarle de en medio en el momento oportuno. Entonces Julius Hersheimmer las rescata de un modo melodramático. Llueven las balas, pero no hieren a nadie. ¿Qué hubiera ocurrido luego? Que las hubieran llevado directamente a la casa del Soho para recobrar el documento que la señorita Finn sin duda hubiera confiado a la custodia de su primo. De ser él quien dirigiera la búsqueda, simularía encontrar el escondite vacío. Hubiera tenido una docena de salidas para resolver la situación, pero el resultado hubiese sido el mismo. Imagino que después ustedes dos hubieran sufrido algún accidente. Sabían demasiado. Confieso que me han pescado dormido, pero alguien estaba muy alerta.

—Tommy —dijo Tuppence en voz baja.

—Sí. Sin duda, cuando llegó el momento de librarse de él, fue más listo que ellos. De todas formas, no estoy demasiado tranquilo, por lo que puede haberle ocurrido a ese muchacho.

—¿Por qué?

—Porque Julius Hersheimmer es el señor Brown —replicó sir James secamente—. Y es preciso más de un hombre y más de un revólver para detener al señor Brown.

Tuppence palideció.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada. Hasta que hayamos ido a la casa del Soho. Si Beresford aún les lleva ventaja no hay que temer. ¡Por otra parte, si el enemigo viene a buscarnos, no nos encontrará desprevenidos!

Sacó un revólver de uno de los cajones de su escritorio y lo guardó en el bolsillo de su americana.

—Ya estamos listos. Sé que ahora, menos que nunca, no puedo pedirle que me acompañe, señorita Tuppence.

—¡Por supuesto!

—Pero sugiero que la señorita Finn se quede aquí. Estará a salvo y me parece que está extenuada por todo lo que ha tenido que soportar.

Pero ante la sorpresa de Tuppence, Jane movió la cabeza.

—No, yo voy con ustedes. Esos papeles fueron entregados a mi custodia. Debo seguir este asunto hasta el final y ahora me encuentro mucho mejor.

Sir James mandó traer su coche y, durante el breve trayecto, el corazón de Tuppence latió apresuradamente.

A pesar de sus momentáneas dudas e inquietudes con respecto a Tommy, no podía dejar de sentirse contenta.

¡Iban a conseguirlo!

El coche dobló la esquina de la plaza y se apearon.

Sir James se aproximó a un hombre vestido de paisano que estaba de servicio con otros y, después de dirigirle unas palabras, volvió a reunirse con las dos jóvenes.

—Nadie ha entrado en la casa hasta ahora. Está vigilada también por la parte de atrás de modo que están seguros. Cualquiera que lo intente, después de que entremos nosotros, será detenido inmediatamente. ¿Vamos?

Un policía trajo una llave. Todos conocían a sir James y también habían recibido órdenes con respecto a Tuppence.

Solo el tercer miembro de la expedición les era desconocido. Entraron los tres y lentamente subieron la desvencijada escalera.

Arriba vieron la cortina raída que ocultaba el rincón donde Tommy había estado escondido aquel día. Tuppence había oído contárselo a Jane cuando para ella era solo Annette. Contempló el terciopelo descolorido con interés. Incluso podía imaginar el contorno de una figura que se movía como si hubiera alguien oculto tras ella. Tan fuerte era la impresión que no dudó en convencerse de que el señor Brown... Julius, estaba allí esperándolos.

¡Imposible! No obstante apartó la cortina para asegurarse. Estaban llegando a la habitación del encierro. Allí no había sitio donde ocultarse, pensó Tuppence mientras suspiraba de alivio al tiempo que se reprendía severamente. No debía dejarse llevar de sus tontas imaginaciones de aquella persistente sensación de que el señor Brown estaba allí. ¡Eh! ¿Qué era aquello? ¿Unas fuertes pisadas en la escalera? Debía haber alguien en la casa. ¡Era absurdo!

Se estaba poniendo nerviosa. Jane fue directamente a descolgar el cuadro de Margarita con su joyero. Estaba cubierto de una espesa capa de polvo y los festones de telarañas colgaban entre el cuadro y la pared. Sir James le tendió su cortaplumas y ella rasgó el papel castaño de la parte de atrás del cuadro. Una página de anuncio de una revista cayó al suelo y Jane la recogió y, al separar sus extremos, extrajo dos hojas de papel fino.

¡Esta vez no era el falso, sino el verdadero documento!

—Lo hemos conseguido —dijo Tuppence—. Al fin...

El momento era de gran emoción y olvidaron los ligeros crujidos y ruidos imaginarios de minutos antes. Ninguno de ellos tenía ojos más que para lo que Jane tenía en sus manos.

Sir James cogió los dos folios y los examinó con atención.

—Sí —dijo con calma—, este es el maldito documento.

—Hemos triunfado —exclamó Tuppence, maravillada.

Sir James repitió sus palabras mientras doblaba los dos folios con sumo cuidado y los guardaba entre las hojas de su agenda. Luego contempló la habitación con curiosidad.

—Aquí es donde estuvo encerrado su joven amigo, ¿verdad? —dijo—. Es un lugar siniestro. Fíjense en la ausencia de ventanas y el grosor de la puerta que cierra herméticamente. Lo que aquí ocurra no puede ser oído en el exterior.

Tuppence se estremeció; aquellas palabras la alarmaron.

¿Podía haber alguien oculto en la casa? ¿Alguien que cerrara aquella puerta y los dejara presos en aquella ratonera? Comprendió enseguida lo absurdo de sus pensamientos. La casa estaba rodeada por la policía. Si no les veían salir, no vacilarían en entrar para efectuar un registro. Se rió de sus temores y, al alzar la mirada, se sobresaltó al ver cómo sir James la observaba.

—Tiene usted razón, señorita Tuppence. Usted olfatea el peligro, igual que yo y que la señorita Finn.

—Sí—admitió Jane—. Es absurdo, pero no puedo evitarlo.

Sir James volvió a asentir.

—Ustedes la perciben... todos la presentimos... la presencia del señor Brown. Sí, no existe la menor duda, el señor Brown está aquí.

—¿En la casa?

—En esta habitación. ¿No lo comprenden? Yo soy el señor Brown.

Estupefactas, lo miraron sin dar crédito a sus oídos. Las líneas de su rostro habían cambiado. Tenían ante ellas a un hombre distinto, que sonreía de un modo cruel.

—¡Ninguna de las dos saldrá con vida de esta habitación! Acaban de decir que hemos triunfado. ¡Yo he triunfado! El documento es mío —Su sonrisa se ensanchó al mirar a Tuppence—. ¿Quiere saber lo que ocurrirá? Tarde o temprano entrará la policía y encontrará a las víctimas del señor Brown: tres, ¿comprende? No dos, pero por fortuna la tercera no estará muerta, solo herida y podré describir el ataque con toda suerte de detalles. ¿Y el documento? Está en manos del señor Brown. ¡De modo que a nadie se le ocurrirá registrar los bolsillos de sir James Peel Edgerton!

Se volvió hacia Jane.

—Usted supo engañarme. Lo reconozco, pero no volverá a ocurrir.

Se oyó un ligero ruido a sus espaldas, pero embebido en su éxito no giró la cabeza. Se llevó la mano al bolsillo.

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