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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown

BOOK: El misterioso Sr Brown
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La búsqueda de unos comprometedores documentos secretos suscritos durante la Primera Guerra Mundial y perdidos en el naufragio del Lusitania, da lugar a una lucha sin cuartel entre los servicios secretos británicos y una banda internacional que quiere utilizar los documentos como instrumento de la propaganda bolchevique. Pero en la vorágine de la guerra de espías aparecen dos jóvenes, Tommy y Tuppence, dispuestos a jugarse la vida para desvelar la identidad del líder de la banda, el misterioso Mr. Brown.

Agatha Christie

El misterioso señor Brown

ePUB v1.0

Ormi
18.10.11

Título original:
The Secret Adversary

Traducción: C. Peraire del Molino

Agatha Christie, 1922

Edición 1975 - Editorial Molino - 256 páginas

ISBN: 9788427201538

A todos aquellos que llevan una vida monótona,

con la esperanza de que puedan disfrutar

de las delicias y peligros de la aventura.

Prólogo

Eran las dos de la tarde del 7 de mayo de 1915. El Lusitania había sido alcanzado por dos torpedos y se empezaba a hundir rápidamente, mientras los botes salvavidas eran arriados a toda prisa. Las mujeres y niños se encontraban alineados aguardando su turno. Algunas seguían abrazadas con desesperación a sus esposos y padres; otras estrechaban a sus hijos contra sus pechos. Una muchacha estaba sola y algo apartada del resto. Era muy joven, no tendría más de dieciocho años. No parecía asustada. Sus ojos, de mirada firme y grave, miraban el vacío.

—Usted perdone.

La voz de un hombre detrás de ella la hizo sobresaltar y volverse. Era un pasajero al que recordaba haber visto en primera clase. Tenía algo misterioso que había despertado su imaginación. No hablaba con nadie y, si alguien le dirigía la palabra, se apresuraba a cortarlo en seco. Además, tenía el hábito de mirar nervioso por encima del hombro con una expresión de recelo.

Advirtió que ahora el hombre estaba muy excitado. Su frente estaba perlada de sudor. Evidentemente, parecía dominado por el miedo. ¡Sin embargo, no le daba la impresión de ser un hombre que tuviera miedo de enfrentarse a la muerte!

—¿Sí?

La joven le interrogó con la mirada.

Él la observaba como si se debatiera en una indecisión desesperada. ¡Debo hacerlo!, pensó.

Sí, es el único medio. Luego dijo en voz alta y con un tono brusco:

—¿Es usted norteamericana?

—Sí.

—¿Patriota?

La joven enrojeció.

—¡No tiene derecho a hacerme semejante pregunta! ¡Claro que lo soy!

—No se ofenda. No lo haría si supiera lo que está en juego. Pero tengo que confiar en alguien y tiene que ser una mujer.

—¿Por qué?

—Por eso de «las mujeres y los niños primero» —Miró en derredor y bajó la voz—. Llevo unos documentos de vital importancia. Pueden hacer que todo cambie para los aliados en la guerra. ¿Comprende? ¡Hay que salvarlos! Usted tiene más probabilidades de conseguirlo que yo. ¿Se atreverá a llevarlos consigo?

La muchacha alargó la mano.

—Espere. Primero debo advertirla de que puede que corra algún riesgo si me han seguido. No lo creo, pero nunca se sabe. De ser así, correría mucho peligro. ¿Cree que tiene el valor suficiente para seguir adelante?

La joven sonrió.

—Seguiré adelante. ¡Y me siento muy orgullosa de ser la escogida! ¿Qué debo hacer después?

—¡Preste atención a los periódicos! Pondré un anuncio en la columna personal de The Times que empezará con las palabras: «Compañero de viaje». Si el anuncio no aparece en tres días... bueno, es que habré muerto. Entonces lleve el paquete a la embajada norteamericana y entréguelo personalmente al embajador. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Entonces, prepárese. Ahora debo despedirme —Le estrechó la mano—. Adiós. Buena suerte —dijo en tono más alto.

Ella cerró su mano sobre el envoltorio impermeable que él le había puesto en la palma.

El Lusitania se escoró decididamente a estribor. Obedeciendo a una orden, la muchacha se adelantó para ocupar su puesto en uno de los botes.

Capítulo I
-
Jóvenes aventureros, sociedad limitada

—¡Tommy, viejo amigo!

—¡Tuppence, viejo trasto!

Los dos jóvenes se saludaron afectuosamente y por un instante bloquearon la salida del metro de Dover Street. El adjetivo «viejo» era engañoso, puesto que entre los dos no sumarían ni cuarenta y cinco años.

—Hace siglos que no te veo —continuó el joven—. ¿Adonde vas? Ven a tomar algo conmigo. Acabarán por enfadarse con nosotros si seguimos impidiendo la salida. Vamos.

La muchacha asintió y echaron a andar por Dover Street en dirección a Piccadilly.

—Veamos —dijo Tommy—, ¿adonde podemos ir?

La ligera inquietud en su tono, no pasó desapercibida al fino oído de la señorita Prudence Cowley, conocida entre sus amigos íntimos, por alguna oculta razón, con el sobrenombre de Tuppence.

—Tommy, ¡estás sin blanca! —exclamó ella en el acto.

—Nada de eso —declaró el muchacho en tono un poco convincente—. Nado en la abundancia.

—Nunca supiste mentir —afirmó Tuppence con severidad—. Aunque en una ocasión hiciste creer a la hermana Greenbank que el médico te había recetado cerveza como reconstituyente y que se había olvidado de anotarlo en la ficha. ¿Lo recuerdas?

Tommy se echó a reír.

—¡Claro que sí! Se puso hecha una fiera cuando lo descubrió. ¡Tampoco era tan mala la hermana Greenbank! Supongo que el viejo hospital habrá sido desmilitarizado, como todo lo demás, ¿verdad?

Tuppence suspiró.

—Sí. ¿Tú también?

—Hace dos meses.

—¿Y la gratificación? —insinuó Tuppence.

—La gasté.

—¡Oh, Tommy!

—No la malgasté en francachelas. ¡No tuve esa suerte! El coste de la vida... sin ningún tipo de lujos es... te lo aseguro, si es que no lo sabes...

—Mi querido muchacho —le interrumpió la joven—, no hay nada que yo no sepa sobre el coste de la vida. Ya estamos en Lyons, cada uno pagará su parte.

Tuppence subió las escaleras.

El lugar estaba lleno, y mientras recorrían el salón buscando una mesa, escuchaban fragmentos de conversaciones.

«Sabes, se sentó y lloró cuando le dije que no podía quedarse con el apartamento.» «¡Era una verdadera ganga, querida! Idéntica a la que Mabel Lewis trajo de París.»

—Se oyen cosas muy curiosas —murmuró Tommy—. En la calle pasé junto a dos tipos que hablaban de una tal Jane Finn. ¿Has oído alguna vez un nombre semejante?

En aquel momento se levantaron dos señoras y Tuppence se apresuró a ocupar uno de los asientos vacíos.

Tommy pidió té y bollos. Tuppence té con tostadas.

—No se olvide de servir el té en teteras separadas —agregó la joven con severidad.

Tommy llevaba su cabellera pelirroja cuidadosamente peinada hacia atrás y sus facciones, sin ser agraciadas, resultaban agradables e indicaban que, sin duda, era un caballero y un deportista. Vestía un traje marrón de buen corte pero casi raído por el uso.

Formaban una pareja moderna. Tuppence no era muy bonita, pero había carácter y encanto en sus rasgos de duende. Su barbilla era enérgica y sus grandes ojos grises, muy separados, miraban dulcemente bajo sus cejas rectas y oscuras. Llevaba un pequeño sombrerito verde sobre el pelo negro rizado y la falda muy corta y bastante raída, dejaba al descubierto sus delicados tobillos. Su aspecto reflejaba un decidido intento de ser elegante.

Al fin llegó el té. Tuppence, salió de su ensimismamiento y lo sirvió.

—Ahora —dijo Tommy, en cuanto engulló un trozo de bollo enorme—, pongámonos al día. Recuerda que no te había visto desde aquellos días en el hospital, en 1916.

—Muy bien —Tuppence se sirvió abundante mantequilla en una tostada—. Biografía de la señorita Prudence Cowley, quinta hija del arcediano Cowley de Little Missendall, Suffolk. La señorita Cowley dejó las delicias (y labores) de su casa al principio de la guerra y se vino a Londres, donde entró a trabajar en un hospital para oficiales. Primer mes: lavó cada día seiscientos cuarenta y ocho platos. Segundo mes: fue ascendida a secar dichos platos. Tercer mes: ascendida a pelar patatas. Cuarto mes: ascendida a cortar pan y untarlo de mantequilla. Quinto mes: ascendida al primer piso para manejar la escoba y el estropajo. Sexto mes: ascendida a servir la mesa. Séptimo mes: su aspecto y maneras amables hacen que la asciendan a servir a las hermanas. Octavo mes: ligero descenso en su carrera. ¡La hermana Bond se come el huevo de la hermana Westhaven! ¡Gran revuelo! ¡La culpa es de la doncella de la sala! ¡Falta de atención en asuntos de tal importancia: debe ser castigada! ¡Vuelta al estropajo y a la escoba! ¡Cómo caen los poderosos! Noveno mes: ascendida a barrer las salas, donde encuentra a un amigo de su infancia en la persona del teniente Thomas Beresford (saluda, Tommy), a quien no había visto por espacio de cinco largos años. ¡El encuentro fue conmovedor! Décimo mes: fue reprendida por ir al cine en compañía de uno de los pacientes: el antes mencionado teniente Thomas Beresford. Undécimo mes: vuelve a sus deberes de doncella con éxito absoluto. Y al finalizar el año, deja el hospital rodeada de un halo de gloria. Después de esto, la talentosa señorita Cowley, se convierte sucesivamente en chófer de una camioneta de repartos, de camión y de un general. Este último fue el empleo más agradable. ¡Era un general bastante joven!

—¿Quién era ese tipo? Es un asco ver cómo esos individuos van del Ministerio de la Guerra al Savoy y del Savoy al Ministerio de la Guerra.

—He olvidado su nombre —confesó Tuppence—. En resumen, aquello fue la cúspide de mi carrera. Luego ingresé en una oficina del gobierno. No te imaginas lo bien que nos lo pasábamos tomando el té. Tenía intención de convertirme en cartero y conductora de autobús para redondear mi carrera, pero llegó el armisticio. Me aferré al empleo con uñas y dientes durante muchos meses, pero al fin me despidieron. Desde entonces he estado buscando un empleo. Ahora te toca a ti.

—En la mía no hay tantos ascensos —dijo Tommy con pesar— y mucha menos variedad. Como ya sabes, fui a Francia. De allí me enviaron a Mesopotamia, donde me hirieron por segunda vez e ingresé en otro hospital. Luego permanecí en Egipto hasta el armisticio y ahí estuve sin hacer nada, hasta que al fin me licenciaron, como te dije. ¡Ahora llevo diez largos y horrorosos meses buscando trabajo! No hay empleos y, si los hubiese, no serían para mí. ¿Para qué sirvo? ¿Qué sé yo de negocios? Nada.

Tuppence asintió con expresión lúgubre.

—¿Qué tal las colonias?

—No me gustan las colonias y estoy completamente seguro de que ellos tampoco me querrían.

—¿Parientes ricos?

Tommy meneó la cabeza.

—¡Oh, Tommy! ¿Ni siquiera una tía abuela?

—Tengo un tío anciano que está forrado, pero no me sirve.

—¿Por qué no?

—Quiso adoptarme en cierta ocasión y yo me negué.

—Creo recordar que me hablaste de ello —dijo Tuppence despacio—. Te negaste por tu madre.

Tommy enrojeció.

—Sí, hubiera sido una crueldad. Como ya sabes solo me tenía a mí. Mi tío la odiaba y solo quería apartarme de su lado.

—Tu madre murió, ¿verdad? —dijo Tuppence.

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