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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (9 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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—Me resulta familiar.

—Los pedruscos eran suyos. La mejor colección de esmeraldas del mundo. ¡Valoradas en un millón de dólares!

—¡Cáscaras! Cada vez se parece más a una película.

Tuppence sonrió satisfecha del éxito de sus esfuerzos.

—Todavía no hemos podido probarlo. Pero vamos tras ella y... —le guiñó un ojo —... me figuro que esta vez no podrá escaparse con el botín.

Albert lanzó otra exclamación para demostrar su deleite.

—Ni una palabra de esto —le dijo la joven de pronto—. No debiera habértelo dicho, pero en Estados Unidos reconocemos a un chico listo solo con verlo.

—No diré nada —protestó Albert con ardor—. ¿Hay algo que yo pueda hacer? Alguna vigilancia, o algo por el estilo.

Tuppence simuló reflexionar y luego meneó la cabeza.

—De momento, no; pero te tendré en cuenta. ¿Cómo es que se marcha esa chica?

—¿Annie? Es lo que hacen todas, por lo general. Como dice ella, hoy en día una criada es alguien y debe ser tratada con consideración y que, cuando ella haga correr la voz, no conseguirá encontrar otra con facilidad.

—¿No? —dijo Tuppence, pensativa—. Me pregunto si...

Pensó unos instantes y luego dio una palmada en el hombro del muchacho.

—Escucha, mi cerebro trabaja muy deprisa. ¿Qué te parece si le dijeras que tienes una prima o una amiga que podría entrar ahora a su servicio? ¿Me comprendes?

—Ya lo creo —replicó Albert al instante—. Déjemelo a mí, señorita, yo lo arreglaré todo en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Chico listo! —comentó Tuppence en tono aprobador—. Puedes decirle que tu prima se presentaría enseguida. Tú me lo dices y, si todo va bien, estaré aquí mañana por la mañana a eso de las once.

—¿Dónde tengo que avisarla?

—En el Ritz —replicó Tuppence lacónica—. Pregunta por la señorita Cowley.

Albert la contempló con envidia.

—Debe de ser un buen negocio trabajar de detective.

—Vaya si lo es, en especial cuando el viejo Rysdale es quien paga la cuenta. Pero no te apures, hijo, que si todo sale bien, entrarás por la puerta grande.

Se despidió de su nuevo aliado con esta promesa y se alejó rápidamente de South Audley Mansions orgullosa de su trabajo matinal.

No había tiempo que perder. Fue directa al Ritz y escribió una nota para Carter, tras lo cual y como Tommy aún no había regresado, cosa que no le sorprendió, salió de compras, lo que, sin contar el tiempo que empleó en tomar un buen té con gran variedad de pasteles de crema, la tuvo ocupada hasta después de la seis, hora en que regresó al hotel, jadeando pero satisfecha de sus adquisiciones. Había iniciado el recorrido por unos grandes almacenes y después había pasado por un par de tiendas de artículos de segunda mano, para concluir finalmente en una peluquería de gran renombre. Ahora, en el retiro de su dormitorio, desenvolvió su última compra.

Cinco minutos después sonreía a su imagen reflejada en el espejo. Con un lápiz cosmético, había alterado la línea de sus cejas, lo que unido a la nueva tonalidad de sus cabellos, ahora de un rubio deslumbrante, cambiaba de tal modo su aspecto que confiaba en que, aunque tropezara con Whittington de frente, este no le reconocería. Llevaría zapatos de tacón que, con la cofia y el delantal, serían un disfraz muy valioso. Por su experiencia en el hospital, sabía muy bien que, por lo general, una enfermera sin uniforme no suele ser reconocida por sus pacientes.

—Sí —dijo Tuppence en voz alta dirigiéndose al espejo—, lo conseguirás.

Luego se apresuró a recobrar su aspecto habitual.

Cenó sola. Le extrañaba que Tommy no hubiera regresado aún. Julius tampoco se encontraba en el hotel, pero eso tenía su explicación. Su incesante actividad no se limitaba a la ciudad de Londres, y sus repentinas apariciones y desapariciones eran aceptadas por los Jóvenes Aventureros como parte de su trabajo cotidiano. Era evidente que Julius P. Hersheimmer era capaz de marcharse sin vacilar a Estambul, si consideraba que allí iba a encontrar alguna pista de su prima desaparecida. El dinámico joven había conseguido hacer la vida insoportable a varios miembros de Scotland Yard, y las telefonistas del Almirantazgo ya habían aprendido a reconocer y temer el familiar «¡Hola!». Había pasado tres horas en París incordiando en la Prefecture, de donde regresó con la idea, posiblemente inspirada por un oficial francés ya cansado de sus exigencias, de que la verdadera clave del misterio debía de encontrarse en Irlanda.

A lo mejor se ha ido allí, pensó Tuppence. ¡Ah!, bueno, pero esto me resulta muy aburrido. ¡Aquí estoy rabiando por explicar mis novedades y no tengo quien me escuche! Tommy podría haber telegrafiado o algo así. Quisiera saber dónde está. De todas formas no puede haber «perdido el rastro», como dicen. Esto me recuerda que...

La señorita Cowley interrumpió sus meditaciones para llamar a un botones. Diez minutos después se encontraba cómodamente acostada en su cama, fumando un cigarrillo y leyendo con fruición Carnaby Williams, el niño detective que, junto con otras muestras de literatura barata, le había traído el botones. Consideraba que debía documentarse antes de volver a ponerse en contacto con Albert.

A la mañana siguiente recibió una nota de Carter:

Querida señorita Tuppence:

Ha empezado usted espléndidamente y la felicito, aunque considero mi deber hacerle ver una vez más los peligros que corre, sobre todo si sigue el curso que indica. Esas personas están desesperadas y son incapaces de sentir clemencia ni piedad alguna. Sé que usted desprecia el peligro y por tanto debo advertirle, otra vez, que no puedo asegurarle protección. Nos ha proporcionado una información muy valiosa y, si ahora prefiere retirarse, nadie se lo reprochará. De todas formas, piénselo bien antes de decidirse.

Si a pesar de mis advertencias, decide seguir adelante, no se preocupe. Podrá asegurar que ha servido dos años en casa de la señorita Dufferin de The Parsonage Llanelly, y si Rita Vandemeyer se dirige a ella para pedir informes de usted, se los dará muy favorables.

¿Me permite un par de consejos? Siempre que le sea posible no se aparte de la verdad, eso disminuye el riesgo de posibles «patinazos». Le sugiero que se presente como lo que es, una ex miembro de los cuerpos auxiliares, que ha escogido el servicio doméstico como profesión. Esto explicará cualquier incongruencia en la voz, o los ademanes, que de otro modo pudieran suscitar sospechas.

Decida lo que decida, le deseo mucha suerte.

Su afectísimo amigo,

A. CARTER

Tuppence sintió recobrar el ánimo y los consejos de Carter pasaron inadvertidos. Tenía demasiada confianza en sí misma para prestarles atención.

De mala gana rechazó el interesante papel que se había propuesto representar. Aunque no le cabía la menor duda de su capacidad para hacerlo, tenía demasiado sentido común como para no verse obligada a reconocer la fuerza de los argumentos de Carter.

Seguía sin noticias de Tommy, aunque el correo de la mañana le trajo una postal bastante sucia que rezaba: «Todo va bien».

A las diez y media, Tuppence revisó con orgullo un baúl bastante desvencijado, que contenía sus recientes adquisiciones, y no pudo evitar sonrojarse al llamar para que lo bajaran y lo colocaran en un taxi que la llevó hasta la estación de Paddington, donde lo dejó en la consigna. Luego entró en el tocador de señoras con el maletín. Diez minutos después una Tuppence completamente transformada salía de la estación para tomar un autobús.

Poco después de las once, entraba otra vez en South Audley Mansions. Albert estaba expectante, mientras realizaba sus tareas con descuido. Le costó reconocer a Tuppence y, cuando lo hizo, su admiración fue evidente.

—¡Que me maten si la hubiera reconocido! ¡Está estupenda!

—Celebro que te agrade, Albert —replicó Tuppence con modestia—. A propósito, ¿soy o no tu prima?

—Con su misma voz —exclamó el muchacho encantado—. ¡Qué acento tan inglés! Pero lo que dije es que un amigo mío conocía a una chica. A Annie no le hizo gracia. Se ha quedado hasta hoy por cumplir, según dice, pero la verdad es que quiere prevenirle en contra de la señora.

—Buena chica —dijo Tuppence.

Albert no supo captar su ironía.

—Se sabe comportar y limpia la plata muy bien, pero tiene su genio. ¿Va a subir ahora, señorita? Entre en el ascensor. ¿Dijo usted departamento número veinte? —Y guiñó un ojo.

Tuppence le dirigió una mirada severa y entró en el ascensor. Mientras ella llamaba al timbre, Albert hizo descender el ascensor. Una joven le abrió la puerta.

—Vengo por el puesto de doncella —dijo Tuppence.

—Es muy mala casa —replicó la joven sin vacilar—. Esa vieja siempre se mete en lo que no le importa. Me acusa de abrirle las cartas. ¡A mí! De todas formas, el sobre estaba medio despegado. Nunca tira nada al cesto de los papeles, todo lo quema. Lleva buenos trajes, pero no es elegante. La cocinera sabe algo de ella, pero no lo dirá porque la teme. ¡Es más recelosa! Aparece al momento si una habla más de un minuto con cualquiera.

Annie no pudo decirle más, porque en aquel momento una voz clara, con un ligero timbre metálico, gritó:

—¡Annie!

La joven dio un respingo como si le hubiera alcanzado un balazo.

—Sí, señora.

—¿Con quién estás hablando?

—Es una chica que pretende entrar a su servicio, señora.

—Hazla pasar enseguida.

—Sí, señora.

Tuppence fue acompañada a una habitación situada a la derecha de un largo pasillo donde había una mujer de pie junto a la chimenea. Había dejado atrás la primera juventud y su indudable belleza se había marchitado un tanto, con lo que sus rasgos se habían endurecido. Sin duda en sus años mozos había sido una de esas bellezas deslumbrantes. Tenía pelo color oro pálido, sin una cana gracias al tinte, recogido sobre la nuca y sus ojos, de un azul eléctrico, parecían poseer la facultad de llegar hasta lo más recóndito del alma de la persona a la que miraban. Su figura exquisita se veía realzada por un carísimo vestido azul. Y no obstante, a pesar de su gracia y de la belleza casi etérea de su rostro, su presencia hacía sentir instintivamente cierta amenaza, una especie de fuerza metálica que encontraba expresión en el timbre de su voz y en el brillo de sus ojos.

Por primera vez, Tuppence sintió miedo. No había temido a Whittington, pero aquella mujer era otra cosa. Fascinada, observó la línea roja y cruel de sus labios y, de nuevo, se sintió presa del pánico. Su habitual seguridad la abandonaba y comprendió vagamente que engañar a aquella mujer era muy distinto que engañar a Whittington. Le vino a la memoria la advertencia de Carter. Allí, desde luego, no podía esperar clemencia. Luchó contra su instinto, que la impulsaba a dar media vuelta y echar a correr sin perder un momento, y le devolvió la mirada con firmeza y respeto.

Puesto que la primera impresión había sido satisfactoria, la señora Vandemeyer se dirigió a una silla.

—Puede sentarse. ¿Cómo se enteró de que necesitaba una doncella?

—Por un amigo que conoce al ascensorista. Creyó que el puesto podía interesarme.

De nuevo se sintió atravesada por aquella mirada de basilisco.

—Habla usted como una joven bien educada.

Temblorosa, Tuppence le contó su carrera imaginaria, siguiendo la pauta indicada por Carter.

Le pareció que la señora Vandemeyer se tranquilizaba.

—¿Hay alguien a quien yo pueda escribir pidiendo referencias?

—Puede escribirle a la señorita Dufferin, de Llanelly. Estuve dos años con ella.

—Supongo que luego pensó que ganaría más dinero viniendo a Londres. Bueno, eso no es cosa mía. Le pagaré cincuenta o sesenta libras. Lo que quiera. ¿Puede venir enseguida?

—Sí, señorita. Hoy mismo, si usted quiere. Mi baúl está en la estación de Paddington.

—Entonces vaya a buscarlo en un taxi. No tendrá mucho trabajo, yo salgo mucho. A propósito, ¿cómo se llama?

—Prudence Cooper, para servirla.

—Muy bien, Prudence. Vaya a buscar su equipaje. Hoy no como en casa. La cocinera le enseñará dónde está todo.

—Gracias, señora.

Tuppence se retiró. La elegante Annie no estaba a la vista. En la portería un magnífico portero había relegado a Albert a un segundo término. Tuppence ni siquiera le miró al salir a la calle.

La aventura había comenzado, pero se sentía menos animada que a primera hora de la mañana. Cruzó por su mente la idea de que si la desconocida Jane Finn había caído en manos de Rita Vandemeyer, lo más probable era que lo hubiese pasado muy mal.

Capítulo X
-
Interviene Sir James Peel Edgerton

Tuppence no demostró la menor torpeza en sus nuevas tareas. Las hijas de los arcedianos están bien adiestradas en las labores de casa. Ellos son expertos en educar a una «chica díscola», aunque el resultado inevitable es que la «chica díscola», una vez educada, se marche a algún lugar en que sus conocimientos recién adquiridos le proporcionen una remuneración mejor que la que puede ofrecer la menguada bolsa del arcediano.

Por consiguiente, Tuppence no tenía el menor temor de fracasar en su nuevo empleo. La cocinera de la señora Vandemeyer la intrigaba. Era evidente que su señora la tenía atemorizada. La joven pensó que tal vez supiera algo inconfesable sobre ella. Por lo demás, cocinaba como un chef, como tuvo oportunidad de comprobar aquella noche. La señora Vandemeyer esperaba a un invitado y Tuppence preparó la mesa para dos. Estuvo pensando quién sería su visitante. Era muy posible que fuese Whittington. A pesar de estar segura de que no lograría reconocerla, hubiera preferido que el invitado resultase un completo desconocido. De todas formas, no le quedaba más remedio que esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Pocos minutos después de las ocho, sonó el timbre de la puerta y Tuppence fue a abrirla con cierta inquietud. Respiró aliviada al comprobar que el recién llegado era el hombre que acompañaba a Whittington cuando ella le dijo un par de días atrás a Tommy que les siguiera.

Dijo ser el conde Stepanov. Tuppence lo anunció y la señora Vandemeyer se levantó de una otomana murmurando satisfecha:

—Cuánto me alegra verlo, Boris Ivanovitch —le dijo.

—El placer es mío, madame. —Se inclinó para besarle la mano.

Tuppence regresó a la cocina.

—El conde Stepanov o algo así. —observó, agregando con franca y abierta curiosidad—: ¿Quién es?

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