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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (8 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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Un instante después comprobó que su corazonada había sido acertada. El recién llegado llamó a la puerta como todos, pero el recibimiento que le dispensaron fue muy distinto.

El hombre de la barba se puso en pie y los demás le imitaron. El alemán se adelantó para estrecharle la mano mientras daba un fuerte taconazo.

—Nos sentimos muy honrados. Es un gran honor. Temía que fuera imposible.

El otro respondió en voz baja y un tanto sibilante:

—Tuve dificultades. Me temo que no será factible una próxima vez, pero era vital una reunión para explicar mi política. No podría hacer nada sin el señor Brown. ¿Está aquí?

—Hemos recibido un mensaje. Le es imposible venir personalmente —Se detuvo dando la impresión de haber dejado la frase sin terminar.

Sonriente, el recién llegado contempló los rostros inquietos.

—¡Ah! Comprendo. Conozco sus métodos. Trabaja en la sombra y no confía en nadie. Es posible que ahora se halle entre nosotros.

Volvió a mirar a su alrededor y de nuevo el grupo se mostró temeroso. Cada uno de ellos contempló a sus vecinos con recelo.

El ruso se acarició la mejilla.

—Tal vez. Comencemos la reunión.

El alemán pareció recobrarse y le indicó el lugar que ocupara hasta entonces a la cabecera de la mesa. El ruso quiso negarse, pero el otro insistió.

—Es el lugar que corresponde al Número Uno. ¿Querría cerrar el Número Catorce la puerta?

Al instante siguiente, Tommy volvió a contemplar la puerta de madera y las voces procedentes del interior se convirtieron en un murmullo imperceptible. Tommy comenzó a impacientarse. La conversación había despertado su curiosidad y, fuera como fuese, tenía que seguir escuchándola.

Abajo no se oía ruido alguno y no le pareció probable que subiera el guardián que estaba apostado en la puerta. Después de escuchar con suma atención durante un par de minutos, asomó la cabeza por la cortina. El pasillo estaba desierto. Tommy se quitó los zapatos y, dejándolos detrás de la cortina, anduvo de puntillas hasta la puerta cerrada, ante la que se arrodilló para aplicar el oído a la cerradura.

No consiguió oír gran cosa: solo alguna palabra suelta de vez en cuando, si alguien alzaba la voz, lo que no hizo más que espolear su curiosidad.

Contempló el pomo de la puerta. ¿Sería posible hacerlo girar gradualmente, sin que los de dentro lo notaran?

Tal vez con sumo cuidado. Muy despacio, milímetro a milímetro, lo fue haciendo girar mientras contenía el aliento. Un poco más... un poquitín más».. ¿Es que no iba a terminar nunca? ¡Ah! Al fin, el mecanismo del pomo llegó a un tope.

Esperó un par de minutos para tomar aliento e intentó empujar la puerta ligeramente hacia delante, pero esta no se movió, Tommy estaba impaciente. Si tenía que emplear mucha fuerza, era casi seguro que crujiría. Esperó a que las voces se alzaran algo más y volvió a intentarlo aumentando la presión. ¿Se habría encallado la muy condenada? Al final, desesperado, empujó con todas sus fuerzas. Pero la puerta no se movió ni un milímetro. Estaba cerrada con llave, o habrían echado el pestillo por dentro.

Por un momento le dominó la ira.

Bien, pensó. ¡Deben de haberme echado una maldición! ¡Vaya truco sucio!

Una vez apaciguado, se dispuso a hacer frente a la situación. Evidentemente, lo primero que debía hacer era llevar el pomo a su posición inicial. Si lo soltaba de golpe, los de dentro lo notarían y, por ello, con infinitas precauciones, realizó de nuevo el trabajo, aunque esta vez a la inversa. Todo fue bien y, con un suspiro de alivio, se puso en pie. Su tenacidad, propia de un bulldog, le hacía resistirse a admitir la derrota. Aunque chasqueado de momento, estaba lejos de sentirse dispuesto a abandonar la lucha. Continuaba deseando oír la conversación de la habitación y, puesto que su plan había fracasado, idearía otro.

Miró a su alrededor. Un poco más abajo, a la izquierda del pasillo, había otra puerta y se dirigió a ella sin hacer ruido. Estuvo escuchando un momento y luego tanteó el pomo. Este cedió, permitiéndole deslizarse al interior.

La habitación, que estaba desocupada, era un dormitorio y, como en el resto de la casa, el mobiliario se caía a pedazos; había montones de polvo por todas partes. Por suerte, Tommy encontró lo que buscaba: una puerta de comunicación entre las dos habitaciones. Cerró cuidadosamente la puerta del pasillo y se acercó a examinar la otra. Tenía corrido el pestillo y era evidente que no había sido utilizado en muchos años.

Tirando con prudencia, al fin consiguió descorrerlo sin hacer demasiado ruido. Luego repitió la maniobra. La puerta se abrió un milímetro, pero lo suficiente para que Tommy oyera lo que hablaban. Al otro lado de la puerta había una cortina de terciopelo que impedía la visión, pero fue capaz de reconocer las voces con bastante exactitud.

El que hablaba era el hombre del Sinn Fein, con su sonoro acento irlandés.

—Todo eso está muy bien, pero es esencial disponer de más dinero. ¡Sin dinero, no hay resultados!

—¿Garantizas resultados?

Otra voz, que Tommy adjudicó a Boris, explicó:

—Dentro de un mes más o menos, lo dejo a vuestra elección, os garantizo un reinado de terror en Irlanda capaz de sacudir el Imperio británico hasta sus cimientos.

Hubo una pausa y luego se oyó la voz suave y sibilante del Número Uno.

—¡Bien! Tendrás el dinero. Boris, tú te encargarás de ello.

—¿Por medio de los irlandeses de Estados Unidos y el señor Potter, como de costumbre?

—¡Creo que será lo mejor! —dijo una voz nueva con acento norteamericano—. Aunque quiero señalar que las cosas se están poniendo algo difíciles. Ya no contamos con la misma simpatía de antes y hay una clara tendencia a dejar que los irlandeses solucionen sus asuntos sin la intervención de Estados Unidos.

Tommy imaginó que Boris se habría encogido de hombros al responder:

—¿Y eso qué importa, cuando el dinero solo figura que viene de Estados Unidos?

—La dificultad principal es el desembarco de las municiones —señaló el irlandés —. El dinero nos llega fácilmente gracias a nuestro colega aquí presente.

Otra voz, que Tommy imaginó sería la del hombre alto de aspecto imponente, cuyo rostro le había resultado familiar, dijo:

—¡Piensa en el efecto que eso causaría en Belfast! ¡Si pudieran oírte!

—Entonces queda acordado —afirmó la voz sibilante—. Ahora, sobre el asunto del préstamo a un periódico inglés, ¿has arreglado satisfactoriamente los detalles, Boris?

—Creo que sí.

—Bien. Si fuera preciso, Moscú lo negará oficialmente.

Hubo una pausa y después la voz del alemán rompió el silencio.

—Tengo instrucciones del señor Brown de presentarles los resúmenes de los informes sindicales. El de los mineros es muy satisfactorio. Tenemos que retener a los ferroviarios. Hay otras asociaciones que quizá nos den trabajo.

Durante un largo intervalo reinó el silencio, roto únicamente por el crujir de los papeles y alguna explicación ocasional del alemán. Luego Tommy oyó el ligero tamborileo de unos dedos sobre la mesa.

—¿Y la fecha, amigo mío? —dijo el Número Uno.

—El veintinueve.

El ruso pareció reflexionar.

—Es demasiado pronto.

—Lo sé. Pero ha sido acordada por los principales dirigentes laboristas y no podemos contrariarlos demasiado. Deben creer que es cosa enteramente suya.

El ruso rió, se estaba divirtiendo.

—Sí, sí. Es cierto —contestó—. No deben de tener la menor sospecha de que los estamos utilizando para nuestros propios fines. Son hombres honrados y ese es el valor que tienen para nosotros. Es curioso, pero no es posible provocar una revolución sin hombres honrados. El instinto del populacho es infalible. —Hizo una pausa y luego repitió, como si la frase le hubiera gustado—: Toda revolución ha contado con hombres honrados. Luego se les quita de en medio con facilidad.

Había un tono siniestro en su voz.

—Clymes debe desaparecer —resumió el alemán—. Es demasiado prudente. El Número Catorce cuidará de ello.

Se oyó un murmullo apagado.

—De acuerdo, jefe. Pero supongamos que me pescan.

—Tendrás el mejor abogado defensor —replicó el alemán sin alterarse—. Pero de todas formas llevarás unos guantes con las huellas dactilares de un conocido delincuente. No corres un riesgo excesivo.

—¡Oh, no tengo miedo, jefe! Todo sea por el bien de la causa. Dicen que por las calles van a correr ríos de sangre —Habló con cierto anhelo—. Algunas veces sueño con ello. Y con diamantes y perlas rodando por las calles a disposición de quien quiera cogerlos.

Tommy oyó el sonido de una silla y el Número Uno dijo:

—Entonces todo arreglado. ¿Estamos seguros del éxito?

—Creo... creo que sí.

El alemán habló con menos convicción que de costumbre.

La voz del Número Uno denotó recelo.

—¿Es que ha ido algo mal?

—Nada, pero...

—Pero ¿qué?

—Los dirigentes laboristas. Sin ellos, como dices, no podemos hacer nada, si no declaran la huelga general el veintinueve.

—¿Por qué no iban a hacerlo?

—Como bien has dicho, son honrados. A pesar de todo lo que hemos hecho para desacreditar al gobierno ante sus ojos, puede que tengan una fe solapada en él.

—Pero...

—Lo sé. Abusan sin cesar. Pero en conjunto, la opinión pública está del lado del gobierno.

De nuevo los dedos del ruso tamborilearon sobre la mesa.

—Al grano, amigo mío. Me han dado a entender que existe cierto documento secreto que nos asegurará el éxito.

—Es cierto. Si ese documento fuese presentado ante la opinión pública, el resultado sería inmediato. Lo publicarían en toda Inglaterra y sin duda estallaría la revolución. El gobierno caería irremisiblemente.

—Entonces, ¿qué más quieres?

—El documento —dijo el alemán con rudeza.

—¡Ah! ¿No lo tienes? Pero ¿sabes dónde está?

—Hay una persona que tal vez lo sepa. Y ni siquiera estamos seguros de eso.

—¿Quién es esa persona?

—Una chica.

Tommy contuvo el aliento.

—¿Una chica? —La voz del ruso se alzó considerablemente—. ¿Y no la has hecho hablar? En Rusia tenemos medios para hacer hablar a una chica.

—Este caso es distinto —dijo el alemán con pesar.

—¿Cómo? ¿Distinto? —Hizo una pausa y continuó—: ¿Dónde está ahora esa muchacha?

—¿La chica?

—Sí.

—Está...

Pero Tommy ya no oyó nada más. Recibió un fuerte golpe en la cabeza y todo fue oscuridad.

Capítulo IX
-
Tuppence ingresa en el servicio doméstico

Cuando Tommy emprendió la persecución de los dos hombres, Tuppence necesitó hacer acopio de todo su autocontrol para no acompañarle. No obstante, se contuvo como pudo y se consoló pensando que sus razonamientos habían quedado justificados por los acontecimientos. Indudablemente los dos individuos bajaban del segundo piso y la sola mención de un nombre, Rita, había puesto una vez más a los Jóvenes Aventureros sobre el rastro de los raptores de Jane Finn.

El caso era, ¿qué hacer ahora? A Tuppence no le gustaba quedarse mano sobre mano. Tommy ya tenía trabajo y, no pudiendo acompañarle, se sentía inútil. Volvió sobre sus pasos hasta la entrada del edificio.

En el portal encontró al ascensorista que estaba limpiando los metales y silbando la última cancioncilla de moda con gran vigor y bastante entonación.

Al ver entrar a Tuppence volvió la cabeza. Había algo en ella que, por regla general, hacía que se llevara bien con los chicos. Enseguida se establecía entre ellos un lazo de simpatía y consideró conveniente y nada despreciable contar con un aliado en el campo enemigo.

—Vaya, William —observó alegremente, con su tono más adulador y amable—, ¡si los dejas brillantes como el sol!

El chico sonrió agradecido.

—Me llamo Albert, señorita —le corrigió.

—Albert, eso es. —dijo Tuppence, y acto seguido dirigió una misteriosa mirada a su alrededor para impresionar al muchacho. Luego se inclinó hacia él y, bajando la voz, añadió—: Quiero hablar contigo, Albert.

Albert dejó su trabajo y abrió la boca ligeramente.

—¡Mira! ¿Sabes qué es esto?

Con un gesto teatral levantó la solapa de su abrigo para mostrarle una insignia esmaltada. Era improbable que Albert la reconociera, cosa que hubiera sido fatal para los planes de Tuppence, puesto que la insignia en cuestión era el distintivo de un cuerpo de instrucción fundado por el arcediano en los primeros días de la guerra. La joven la llevaba en el abrigo porque algunos días antes la había utilizado para prenderse unas flores. Pero Tuppence tenía buena vista y había observado que una novela policíaca asomaba del bolsillo de Albert y, por cómo abrió los ojos ante su táctica, comprendió que el pez estaba a punto de picar.

—El Cuerpo Americano de Detectives —le susurró.

Albert cayó en la trampa.

—¡Dios mío! —murmuró, extasiado.

Tuppence meneó la cabeza con el aire de quien ha logrado hacerse entender a la primera.

—¿Sabes a quién busco?

Albert, todavía con los ojos muy abiertos, inquirió conteniendo la respiración.

—¿A alguien de los apartamentos?

Tuppence asintió señalando al mismo tiempo la escalera con el pulgar.

—La del número veinte. Se hace llamar Vandemeyer. ¡Vandemeyer! ¡Ja! ¡Ja!

Albert se metió la mano en el bolsillo.

—¿Una ladrona? —preguntó con avidez.

—¡Ladrona! Eso diría yo. En Estados Unidos la llamaban Rita la Rápida.

—Rita la Rápida —repitió Albert entusiasmado. ¡Oh, igual que en las películas!

Así era. Tuppence iba al cine con mucha frecuencia.

—Annie siempre dijo que era una mala persona —continuó el chico.

—¿Quién es Annie?

—Su doncella. Se marcha hoy. Cuántas veces me habrá dicho: «Fíjate en lo que te digo, no me extrañaría que la policía viniera a por ella cualquier día». Eso me dijo. Pero es estupenda, ¿no le parece?

—Tiene cierto encanto —concedió Tuppence—. Apuesto a que lo utiliza para conseguir lo que desea. A propósito, ¿has visto si llevaba las esmeraldas?

—¿Esmeraldas? ¿Son unas piedras verdes, verdad?

Tuppence asintió.

—Por eso la buscamos. ¿Conoces al viejo Rysdale?

Albert negó con la cabeza.

—Peter B. Rysdale, el rey del petróleo.

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