El monje (39 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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El abad se esforzó en tranquilizarla y convencerla de que todo había sido un engaño de su enfebrecida imaginación. La soledad en que había pasado la noche, el libro que había estado leyendo y la habitación donde se había sentado, habían contribuido a colocarla ante tal visión. Tachó de ridícula la idea de los espectros, y adujo sólidos argumentos para probar la falacia de semejante teoría. Su conversación la tranquilizó y la conformó, pero no la convenció. No podía creer que el espectro había sido una mera criatura de su imaginación. Cada detalle había quedado impreso en su mente con demasiada fuerza para aceptar tal idea. Persistió en afirmar que había visto realmente el espectro de su madre y que había oído anunciar el plazo de su muerte, y declaró que jamás abandonaría el lecho con vida. Ambrosio le aconsejó que no abrigase tales sentimientos, y luego abandonó su cámara, después de prometer que repetiría su visita al día siguiente. Antonia acogió esta confirmación con grandes muestras de alegría. Pero el monje se dio cuenta en seguida de que no era aceptado con el mismo entusiasmo por la criada. Flora obedecía las órdenes de Elvira con la más escrupulosa puntualidad. Examinaba con todo detalle y preocupación aquello que pudiese perjudicar lo más mínimo a su joven ama, a la que hacía muchos años que se sentía unida. Era natural de Cuba, había seguido a Elvira en su regreso a España, y quería a la joven Antonia con afecto maternal. Flora no abandonó la habitación un solo instante mientras el abad estuvo allí: vigiló cada palabra suya, cada mirada y cada gesto. Ambrosio se dio cuenta de que sus ojos recelosos estaban siempre fijos en él, y comprendió que sus designios no salvarían una inspección tan minuciosa. Se sintió frecuentemente confundido y desconcertado. Se daba cuenta de que dudaba de la pureza de sus intenciones; y como no le dejó ni un instante a solas con Antonia, y protegía a su ama con tan estrecha vigilancia, desesperó de encontrar los medios de satisfacer sus pasiones.

Al abandonar la casa, Jacinta se encontró con él y le suplicó que se cantasen algunas misas por el descanso del alma de Elvira, que no dudaba se hallaría sufriendo en el purgatorio. El prometió no olvidar esta petición; pero se ganó perfectamente el corazón de la vieja, asegurándole que vigilaría toda la noche siguiente en la cámara encantada. Jacinta no encontró palabras suficientemente elocuentes para expresar su gratitud, y el monje se marchó colmado de bendiciones.

Era ya completamente de día cuando regresó a la abadía. Su primer cuidado fue comunicar a su confidente cuanto había sucedido. Sentía una pasión demasiado sincera por Antonia para oír con indiferencia la predicción de su muerte inminente, y se estremeció ante la idea de perder un objeto tan querido para él. Matilde le tranquilizó a este respecto. Confirmó los argumentos que él mismo había utilizado ya: declaró que Antonia había sufrido una ilusión de su cerebro debido a la melancolía que la oprimía en ese momento y por la natural propensión de su espíritu a la superstición y lo maravilloso. En cuanto a la historia de Jacinta, su mismo absurdo la invalidaba. El abad no dudó en creer que había fabricado la historia entera, bien ofuscada por el miedo, bien con la esperanza de inducirle a acceder con más interés a su petición. Y tras disipar las aprensiones del monje, Matilde prosiguió así:

—Tanto la predicción como el fantasma son igualmente falsos. Pero debéis tener cuidado, Ambrosio, y verificar la primera. Dentro de tres días, Antonia deberá estar efectivamente muerta para el mundo, aunque viva para vos. Su presente enfermedad, y esta figuración que se le ha metido en la cabeza, harán más real un plan que hace tiempo tengo madurado, aunque era imposible llevar a la práctica si no teníais acceso a Antonia. Será vuestra, no por una noche, sino para siempre. De nada valdrá toda la vigilancia de su dueña: gozaréis sin restricciones de los encantos de vuestra amada. Y hoy mismo hay que poner en marcha ese plan, pues no tenéis tiempo que perder. El sobrino del duque de Medinaceli se dispone a pedir a Antonia en matrimonio. Dentro de unos días, ésta trasladará su domicilio al palacio de su pariente, el marqués de las Cisternas, y allí estará a salvo de vuestros asedios. Pues durante vuestra ausencia he sido informada por mis espías, que se dedican constantemente a traerme noticias en servicio vuestro. Así que escuchadme. Hay un jugo, extraído de ciertas hierbas muy poco conocidas, que confiere a la persona que lo toma la exacta apariencia de la muerte. Administrádselo a Antonia; encontraréis fácilmente el medio de derramar unas gotas en su medicina. El efecto será que sufrirá fuertes convulsiones durante una hora, transcurrida la cual su sangre dejará de fluir gradualmente, y el corazón de latir. Una palidez mortal se extenderá por todo su semblante, y parecerá un cadáver a los ojos de todo el mundo. No tiene amigos a su alrededor. Podéis encargaros vos mismo de la supervisión de su funeral y hacer que se la entierre en las criptas de Santa Clara. La soledad de este recinto y el fácil acceso a él hacen de ese subterráneo un lugar favorable para vuestros designios. Dadle a Antonia esta noche la poción somnífera. Cuarenta y ocho horas después de haberla tomado, la vida volverá a reanimar su pecho. Entonces estará absolutamente en vuestro poder: comprenderá la inutilidad de toda resistencia, y la necesidad la empujará a recibiros en sus brazos.

—¡Antonia caerá en mi poder! —exclamó el monje—. ¡Matilde, me emocionáis! Por fin será mía la dicha, y esa dicha será un regalo de Matilde, ¡un regalo de la amistad! Estrecharé a Antonia entre mis brazos, lejos de toda mirada indiscreta, ¡de todo molesto entrometido! ¡Mi alma alentará sobre su pecho, enseñará a su joven corazón los primeros rudimentos del placer, y gozará sin freno de la infinita variedad de sus encantos! ¿Será efectivamente mía esa dicha? ¿Podré dar rienda suelta a mis deseos, y satisfaré mis ansias locas y tumultuosas? Oh, Matilde, ¿cómo podré expresaros mi gratitud?

—Aprovechando mis consejos. Ambrosio, sólo vivo para serviros. Vuestros intereses y vuestra felicidad son míos igualmente. Accedo a que vuestra persona sea de Antonia; sin embargo, aún puedo reclamar mis derechos sobre vuestra amistad y vuestro corazón. Contribuir a vuestros placeres es el único para mí. Si mis esfuerzos lograsen la satisfacción de vuestros anhelos, consideraré mis trabajos ampliamente compensados. Pero no perdamos tiempo. El licor del que os he hablado sólo puede encontrarse en el laboratorio de Santa Clara. Id inmediatamente a la abadesa; pedidle permiso para entrar en el laboratorio, y ella no os lo negará. Allí hay un armario en el fondo de la gran estancia, lleno de líquidos de diferentes colores y virtudes. El frasco en cuestión está en el tercer estante a la izquierda. Contiene un licor verdoso: llenad una pequeña redoma cuando no os vean, y Antonia será vuestra.

El monje no vaciló en adoptar este plan infame. Sus deseos, antes violentos, habían adquirido renovado vigor al haber visto a Antonia. Mientras estuvo sentado en el borde de su cama, el accidente le había descubierto algunos de aquellos encantos que hasta entonces habían permanecido ocultos a sus ojos: los encontró aún más perfectos de lo que su ardiente imaginación se los había representado. A veces, surgía su brazo blanco y terso, al ordenar su almohada; otras, un súbito movimiento descubría parte de su pecho. Y cada vez que afloraba un nuevo encanto, allí se clavaban los ojos codiciosos del fraile. Apenas podía ocultar suficientemente sus deseos en presencia de Antonia y de su vigilante dueña. Inflamado por el recuerdo de estas bellezas, acogió el plan de Matilde sin vacilación.

Tan pronto como concluyeron los maitines, se encaminó al convento de Santa Clara. Su llegada causó entre las monjas el mayor asombro. La priora, consciente del honor que suponía para su convento esta visita, se esforzó por expresar su gratitud con todas las atenciones posibles. Fue conduci
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, do al jardín, le mostraron todas las reliquias de los santos y mártires, y fue agasajado con tanto respeto y distinción como si se tratara del mismo papa. Por su parte, Ambrosio acogió las cortesías de la superiora muy afablemente, y procuró disipar su sorpresa ante la infracción de su norma. Declaró que la enfermedad impedía que muchos de sus penitentes saliesen de sus casas. Eran éstos exactamente los que más necesitaban el consejo y alivio de la religión. Eran muchos los casos que se hallaban en tal situación, y aunque esto era muy contrario a sus propios deseos, había comprendido que era absolutamente necesario para el servicio del cielo cambiar su decisión y abandonar su amado retiro. La priora aplaudió el celo puesto en su profesión y su caridad para con los hombres. Declaró que Madrid era dichoso al poseer a un hombre tan perfecto e irreprochable. Y hablando en estos términos, el fraile llegó al fin al laboratorio. Encontró el armario. La botella estaba en el lugar que Matilde había descrito, y el monje aprovechó la ocasión para llenar su redoma con el licor somnífero. Luego, después de compartir una colación en el refectorio, se retiró del convento satisfecho con el éxito de su visita, dejando a las monjas encantadas por el honor que les había concedido.

Esperó a que fuese de noche, antes de dirigirse al domicilio de Antonia. Jacinta le recibió emocionada, y le rogó que no olvidase su promesa de velar en la cámara encantada. Ambrosio repitió dicha promesa. Encontró a Antonia relativamente bien, aunque obsesionada aún por la predicción del espectro. Flora no se separaba del lecho de su ama, y con muestras aún más claras que la noche anterior evidenció su disgusto ante la presencia del abad. No obstante, Ambrosio fingió no reparar en ello. Mientras conversaba él con Antonia llegó el médico. Ya había oscurecido. Se pidieron luces, y Flora se vio obligada a bajar a traerlas. Sin embargo, como quedaba una tercera persona en la habitación y esperaba ausentarse tan sólo unos minutos, consideró que no había ningún peligro en abandonar su puesto. Tan pronto como salió de la habitación, Ambrosio se acercó a la mesa donde se encontraba la medicina de Antonia: estaba situada en un rincón de la ventana. El médico se había sentado en una butaca y, ocupado en interrogar a su paciente, no prestó atención a lo que hacía el monje. Ambrosio aprovechó la ocasión: sacó la redoma fatal y vertió unas gotas en la medicina. Luego se apartó apresuradamente de la mesa y regresó al asiento que había dejado. Cuando Flora apareció con las luces, todo parecía seguir igual que antes.

El médico declaró que Antonia podía abandonar la habitación al día siguiente sin ningún peligro. Le recomendó que siguiese la misma prescripción que la noche anterior le había procurado un sueño reparador. Flora señaló que la bebida estaba ya preparada sobre la mesa. El médico aconsejó a la paciente que se la tomase ya, y se fue. Flora sirvió la medicina en una copa y se la tendió a su ama. En ese instante, a Ambrosio le flaqueó el valor. ¿No podía haberle engañado Matilde? ¿No podían los celos haberla movido a destruir a su rival, y darle un veneno en lugar de un sedante? Dicha idea parecía tan razonable que estuvo a punto de impedir que se tomase la poción. Adoptó su resolución demasiado tarde. La copa ya estaba vacía, y Antonia la había puesto de nuevo en manos de Flora. Ya no había remedio. Ambrosio no tenía más que esperar impaciente el momento destinado a decidir sobre la vida o la muerte de Antonia, y sobre su propia dicha o desesperación.

Temiendo despertar sospechas permaneciendo allí, o delatarse con su nerviosismo, se despidió de su víctima y se retiró de la habitación. Antonia se mostró menos cordial que la noche anterior. Flora había hecho ver a su ama que admitir sus visitas era desobedecer las órdenes de su madre: le describió la emoción que había observado en él al entrar en la habitación y el modo como le brillaban los ojos cuando la contemplaba. Este detalle había escapado a la observación de Antonia, pero no a la de su criada, la cual, al explicar los designios del monje y sus probables consecuencias en términos mucho más claros que Elvira, aunque no tan delicados, había logrado alarmar a la joven dama, persuadiéndola para que le tratase con más distancia de lo que había hecho hasta entonces. La idea de obedecer la voluntad de su madre decidió a Antonia inmediatamente. Aunque lamentaba la pérdida de su compañía, se dominó lo bastante como para recibir al monje con cierta reserva y frialdad. Le agradeció con respeto y gratitud sus anteriores visitas, pero no le invitó a que las repitiese en el futuro. No era ahora interés del fraile solicitar admisión a su presencia, así que se despidió como si no pensase volver. Completamente convencida de que la amistad que temía había terminado, Flora se sintió muy conmovida ante este fácil desenlace, y comenzó a dudar de la justicia de sus recelos. Al alumbrarle para bajar la escalera, le dio las gracias por haber hecho lo posible por disipar de la mente de Antonia sus terrores supersticiosos a la predicción del espectro. Añadió que, dado que él se interesaba por la salud de Antonia, de acontecer algún cambio en su estado, tendría el cuidado de hacérselo saber. El monje, al contestarle, procuró alzar la voz, con la esperanza de que le oyera Jacinta, cosa que consiguió. Al llegar al pie de la escalera con su acompañante, no dejó la dueña de hacer su aparición.

—¿Es que os marcháis, reverendo padre? —exclamó—. ¿No me habéis prometido pasar la noche en la cámara encantada? ¡Jesús! ¡Me quedaré a solas con el fantasma, y en bonito estado me voy a encontrar por la mañana! Por mucho que he hecho, por mucho que he dicho, el terco de Simón González se ha negado a casarse conmigo hoy. ¡Y antes de que amanezca, supongo que me habrán destrozado los fantasmas, los duendes, los demonios y qué sé yo! ¡Por amor de Dios, santidad, no me abandonéis en esta lamentable situación! Os pido de rodillas que mantengáis vuestra promesa. ¡Velad esta noche en la cámara encantada! Echad a la aparición, y Jacinta os recordará en sus oraciones hasta el último día de su vida.

Ambrosio esperaba y deseaba esta petición; sin embargo, fingió poner objeciones y se mostró renuente a cumplir su palabra. Dijo a Jacinta que el espectro no existía más que en su propio cerebro, y que su insistencia en que se quedase toda la noche en la casa era ridículo e inútil. Jacinta era obstinada: no quiso dejarse convencer, insistiéndole incansablemente que no la dejase a merced del diablo, hasta que finalmente accedió él a su petición. Toda esta ostentación de resistencia no impresionó a Flora, que era de temperamento receloso. Sospechó que el monje representaba un papel muy contrario a sus inclinaciones, y que no deseaba otra cosa que quedarse donde estaba. Incluso llegó a creer que Jacinta estaba en connivencia; y la pobre vieja fue calificada de alcahueta. Al tiempo que se felicitaba de haber descubierto la conspiración contra el honor de su señora, decidió neutralizarla en secreto.

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