El monje (41 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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Capítulo III

Oh! could I worship aught beneath the skies,

That earth hath seen or fancy could devise,

Thine altar, sacred Liberty, should stand,

Built by no mercenary vulgar hand,

With fragant turf, and flowers as wild and fair,

As ever dressed a bank, or scented summer air.

COWPER

Con toda su atención puesta en entregar a la justicia a los asesinos de su hermana, poco podía imaginar Lorenzo cuán gravemente estaban sufriendo sus intereses por otro lado. Como se ha dicho ya, no regresó a Madrid hasta el día en que Antonia fue enterrada. Dado que tuvo que trasmitir al Inquisidor General la orden del duque–cardenal [requisito imprescindible cuando un miembro de la Iglesia debía ser arrestado públicamente], comunicar sus intenciones a su tío y a don Ramírez, y reunir una tropa de escolta suficientemente numerosa para evitar toda resistencia, estuvo ocupado durante las pocas horas previas a la medianoche. Por tanto, no tuvo ocasión de preguntar por su amada, y no se enteró de la muerte de ella y de su madre.

El marqués no se hallaba fuera de peligro en absoluto. Había pasado ya su delirio, pero se había quedado tan extenuado que los médicos no se decidían a dar un pronóstico seguro. En cuanto al propio Raimundo, no deseaba nada mejor que unirse con Inés en la tumba. La existencia le resultaba odiosa. No veía nada en el mundo que mereciera su interés, y sólo esperaba oír que Inés había sido vengada, para morir.

Acompañado por las ardientes oraciones de Raimundo por su éxito, Lorenzo se presentó ante la puerta de Santa Clara una hora antes de la indicada por la madre Santa Úrsula. Iba acompañado de su tío, de don Ramírez de Mello y de un grupo de arqueros escogidos. Aunque considerables en número, no causaron sorpresa: una gran multitud se arremolinaba ya ante las puertas del convento con objeto de presenciar la procesión. Se supuso, naturalmente, que Lorenzo y sus acompañantes acudían con el mismo propósito. Al ser reconocido el duque de Medina, la gente se retiró y abrió paso al grupo. Lorenzo se situó delante de la entrada principal, por la que debía pasar el cortejo. Convencido de que la priora no podría escapar, aguardó paciente su aparición, que debía ocurrir exactamente a las doce de la noche.

Las monjas estaban dedicadas a sus deberes religiosos en honor de Santa Clara, a los que ningún profano era admitido jamás. Los ventanales de la capilla estaban iluminados. En el exterior, la multitud oyó las notas prolongadas del órgano, acompañadas de un coro de voces femeninas que se elevó en el silencio de la noche. Calló el coro, y fue seguido por una simple melodía: era la voz de la que había sido designada para hacer de Santa Clara en la procesión. Para esta ceremonia, se elegía siempre a la virgen más hermosa de Madrid, y aquella en quien recaía tal elección consideraba su papel como uno de los más altos honores. Mientras escuchaba la música, cuya distancia parecía hacer aún más dulce, el auditorio se sumió en profunda atención. Un silencio universal se extendió por toda la multitud, y todos los corazones se sintieron embargados de respeto y de religión. Todos menos el de Lorenzo. Consciente de que entre las que cantaban las alabanzas de Dios tan dulcemente había algunas que cubrían con la devoción los pecados más impuros, la hipocresía de sus cánticos le inspiraba repugnancia. Hacía tiempo que observaba con desaprobación y desprecio la superstición que dominaba a los habitantes de Madrid. Su sentido común le había hecho ver los engaños de las monjas y el vergonzoso absurdo de sus milagros, maravillas y supuestas reliquias. Le ruborizaba ver a sus compatriotas embaucados con engaños tan ridículos, y sólo deseaba tener una oportunidad para librarles de sus grillos monjiles. Esta oportunidad, tan largamente deseada en vano, se le había presentado al fin. Decidió no desperdiciarla, sino desvelar ante los ojos del pueblo, con todos sus colores, lo enormes que eran los abusos que tan frecuentemente se practicaban en los monasterios y cuán injusta e indiscriminadamente se concedía la estima pública a cuantos vestían hábitos religiosos. Ansiaba que llegara el momento de desenmascarar a los hipócritas y convencer a sus compatriotas de que una fachada de santidad no esconde siempre un corazón virtuoso.

El oficio duró hasta que la campana del convento dio las doce de la noche. En ese momento cesó la música, las voces disminuyeron suavemente, y poco después las luces desaparecieron de los ventanales de la capilla. El corazón de Lorenzo comenzó a latir con violencia al ver que estaba tan cerca el momento de la ejecución de su plan. Preveía alguna resistencia por parte de la natural superstición del pueblo. Pero confiaba en que la madre Santa Úrsula adujese sólidas razones que justificasen su propia conducta. Traía fuerzas consigo que rechazarían la primera embestida del populacho, hasta que se oyesen sus argumentos. Su único temor era que la superiora, enterada de su plan, hubiese encerrado secretamente a la monja de cuya declaración dependía todo. A menos que la madre Santa Úrsula estuviera presente, sólo podía acusar a la superiora de sospechosa; y este pensamiento le hacía temer por el éxito de su empresa. La tranquilidad que reinaba en todo el convento le calmó en cierto modo. Aún esperaba el momento ansiosamente, cuando la aparición de su aliada le disipó toda duda.

La abadía de los capuchinos estaba separada del convento por el jardín y el cementerio. Los monjes habían sido invitados a asistir a la procesión. Llegaban ahora, y marchaban de dos en dos con un cirio encendido en la mano, entonando cánticos en honor de Santa Clara. El padre Pablos iba a la cabeza, ya que el abad se había excusado de asistir. La gente abrió paso al santo cortejo, y los frailes se colocaron en fila a uno y otro lado de la puerta. En unos minutos se ordenó la procesión. Una vez dispuesta, se abrieron las puertas del convento de par en par, y nuevamente se elevó el coro de voces femeninas en plena melodía. Primero apareció el grupo del coro. Tan pronto como pasaron éstas, los monjes arrancaron de dos en dos, y las siguieron con paso lento y medido. A continuación salieron las novicias. Llevaban velas, como las profesas, pero caminaban con los ojos bajos, y parecían ocupadas en rezar el rosario. Tras ellas venía una joven hermosa que representaba el papel de Santa Lucía. Portaba un platillo de oro en el que había dos ojos. Los suyos los llevaba cubiertos con una venda de terciopelo, y era conducida por otra monja disfrazada de ángel. Detrás, la seguía Santa Catalina con una palma en una mano y una espada llameante en la otra: iba vestida de blanco y su frente estaba adornada con una diadema centelleante. Después apareció Santa Genoveva rodeada de numerosos diablillos que adoptaban actitudes grotescas, le tiraban de la ropa y le hacían gestos extraños, esforzándose por desviar su atención del libro en el cual iba constantemente concentrada. Estos diablos alegres fueron muy celebrados por los espectadores, que manifestaban su regocijo con repetidas carcajadas. La priora había elegido cuidadosamente a una monja cuyo temperamento natural era grave y solemne. Tuvo todos los motivos para quedar satisfecha con esta elección: las bufonadas de los duendes resultaban absolutamente infructuosas, y Santa Genoveva seguía andando sin descomponer un solo músculo.

Cada una de estas santas iba separada de la otra por un coro que entonaba sus alabanzas con cánticos, aunque proclamaban que era muy inferior a Santa Clara, patrona del convento. Después de pasar éstas, apareció una larga fila de monjas, cada una con su vela, igual que las que formaban el coro. A continuación venían las reliquias de Santa Clara, guardadas en receptáculos igualmente preciosos por el material y la obra de orfebrería. Pero no atrajeron la atención de Lorenzo. La monja que portaba el corazón era la que acaparaba su interés enteramente. Según la descripción de

Theodore, no podía ser otra que la madre Santa Úrsula. Parecía mirar en torno suyo con ansiedad. Como él se encontraba en primera fila por donde pasaba la procesión, sus ojos se encontraron con los de Lorenzo. Un rubor de alegría inundó sus hasta ahora pálidas mejillas. Se volvió hacia su anhelante compañera.

—¡Estamos salvadas! —la oyó susurrar—. ¡Es su hermano!

Sintiendo aliviado su corazón, Lorenzo miró ahora con tranquilidad el resto del espectáculo. Surgió de pronto su más brillante ornamento. Era una máquina construida a modo de trono, con ricas joyas y luces deslumbrantes. Avanzaba sobre unas ruedas ocultas, y lo guiaban varios niños encantadores vestidos de serafines. La parte superior estaba cubierta de nubes plateadas, sobre las que descansaba la más hermosa forma que los ojos presenciaron jamás. Era la joven que representaba el papel de Santa Clara. Su vestido era de un valor inestimable, y ceñía su cabeza una diadema de diamantes que formaba un halo artificial. Pero todos estos ornamentos palidecían ante el esplendor de sus encantos personales. Al avanzar, un murmullo de admiración recorrió la multitud. El propio Lorenzo reconoció secretamente que jamás había contemplado belleza más perfecta, y de no pertenecer su corazón ya a Antonia, habría caído víctima de aquella encantadora muchacha. Así, en cambio, la consideró tan sólo como una delicada escultura, no tributándole otra cosa que su admiración. Y una vez hubo pasado, dejó de pensar en ella.

—¿Quién es? —preguntó un mirón que estaba cerca de Lorenzo.

—Alguien cuya belleza habréis oído elogiar a menudo. Se llama Virginia de Villa–Franca. Es pensionista del convento de Santa Clara, pariente de la priora; y ha sido elegida con toda justicia como el ornamento de la procesión.

El trono siguió adelante. A continuación iba la propia priora: marchaba a la cabeza del resto de las monjas con expresión devota y santificada, cerrando la procesión. Caminaba despacio, con los ojos elevados hacia el cielo; su semblante sereno y tranquilo parecía ajeno a todas las cosas de este mundo sublunar, y ningún rasgo delataba el secreto orgullo que experimentaba ostentando la pompa y opulencia de su convento. Pasó, acompañada de las plegarias y bendiciones del populacho. ¡Pero cuán grande fue la general confusión y sorpresa, cuando don Ramírez, dando un paso adelante, le gritó que quedaba detenida!

Durante un momento, el asombro dejó a la superiora muda e inmóvil. Pero tan pronto como se recobró, gritó que era un sacrilegio y una impiedad, y gritó al pueblo que rescatase a una hija de la Iglesia. Inmediatamente se dispusieron todos a obedecerla, cuando don Ramírez, protegido de su furia por los arqueros, les ordenó que se abstuviesen, amenazándoles con la más severa venganza de la Inquisición. Ante esta tremenda amenaza, cayeron todas las armas y todas las espadas regresaron a sus vainas. La propia priora palideció y se estremeció. El silencio general la convenció de que no podía esperar nada, si no era por su propia inocencia; y pidió a don Ramírez, con voz desfallecida, que le informase de qué crimen se la acusaba.

—Lo sabréis todo a su debido tiempo —replicó éste—. Primero debo detener a la madre Santa Úrsula.

—¿La madre Santa Úrsula? —repitió la superiora débilmente.

En ese momento, sus ojos, vagando a su alrededor vieron a Lorenzo y al duque, que habían acompañado a don Ramírez.

—¡Ah, Dios mío! —exclamó, cogiéndose las manos con gesto frenético—. ¡Me han traicionado!

—¿Traicionado? —replicó Santa Úrsula que llegaba ahora conducida por algunos arqueros, y seguida por su compañera en la procesión—. Traicionada, no, descubierta. En mí reconocéis a vuestra acusadora: ¡No sabéis lo bien que conozco vuestro delito! ¡Señor! —prosiguió, volviéndose a don Ramírez—; me pongo bajo vuestra custodia. Acuso a la priora de Santa Clara de asesinato, y respondo con mi vida de la justicia de la acusación.

Un grito general de sorpresa se elevó de todos los presentes, que exigieron a voces una explicación. Las temblorosas monjas, aterradas ante el griterío y confusión general, se habían dispersado y huido en distintas direcciones. Algunas regresaron al convento; otras buscaron refugio en las casas de sus familiares; y muchas de ellas, conscientes únicamente de su peligro momentáneo y ansiosas por escapar del tumulto, habían echado a correr por las calles, y vagaban sin saber adónde ir. La encantadora Virginia fue una de las primeras en huir. Y a fin de que se la pudiese ver y oír mejor, la gente pidió que hablase Santa Úrsula desde el trono vacío. La monja accedió; subió a la deslumbrante maquinaria, y seguidamente dirigió a la multitud las siguientes palabras:

—Por extraña e impropia que pueda parecer mi conducta, teniendo en cuenta que soy mujer y monja, la necesidad me justificará plenamente. Un secreto, un horrible secreto, pesa sobre mi alma. No podré alcanzar ningún descanso hasta que lo haya revelado al mundo y haya dado satisfacción a esa sangre inocente que clama venganza desde la tumba. A mucho me he atrevido para conseguir esta ocasión de aligerar mi conciencia. De haber fracasado en mi propósito de revelar el crimen, de haber sospechado la superiora que no era ningún misterio para mí, mi muerte habría sido inevitable. Los ángeles, que velan constantemente por aquellos que merecen su favor, han permitido que escape de ser descubierta. Ahora estoy en libertad para contar una historia cuyas circunstancias harán estremecer de horror a toda persona honrada. Mía es la misión de arrancar el velo de la hipocresía, y mostrar a los extraviados padres a qué peligros está expuesta la mujer que cae bajo el poder del despotismo monástico.

»Entre las monjas de Santa Clara, ninguna era más amable, más dulce, que Inés de Medina. Yo la conocía bien. Me confió todos los secretos de su corazón; era su amiga y confidente, y sentía por ella un sincero afecto. Pero no era la única que la quería. Su piedad auténtica, su deseo de agradar y su angelical disposición, le granjearon el cariño de todas las que vivimos en el convento. La propia superiora, orgullosa, rigurosa y antipática, no pudo negarle ese tributo de aprobación, que no otorgaba a nadie. Todos tenemos nuestras flaquezas. ¡Ah, Inés tenía las suyas! Violó las reglas de nuestra orden, y se ganó el odio inveterado de la implacable superiora. Las reglas de Santa Clara son rigurosas. Pero se han vuelto anticuadas y han caído en desuso; muchas de ellas han sido olvidadas últimamente, o han sido modificadas por acuerdo universal, haciendo más suaves sus castigos. La pena asignada al crimen de Inés era de lo más cruel e inhumana. La regla hace tiempo que estaba desacreditada. ¡Ah!, pero aún existía, y la vengativa priora decidió aplicarla. Esta regla decretaba que se enterrase a la pecadora en una mazmorra secreta, expresamente destinada a ocultar para siempre del mundo a la víctima de la crueldad y de la tiránica superstición. En esta espantosa morada debía vivir en soledad perpetua, privada de toda compañía, y tenida por muerta por aquellos cuyo afecto les habría impulsado a tratar de rescatarla. Así se consumiría, sin otro alimento que pan y agua, y sin otro consuelo que el de las lágrimas.

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