Gutiérrez se volvió y anunció:
—No tardaremos en llegar.
Pero el hombre alto que viajaba comprimido en el exiguo espacio del asiento trasero del helicóptero no contestó ni se dio siquiera por aludido. Permaneció inmóvil, mirando por la ventanilla con una mano bajo el mentón y el entrecejo fruncido.
Richard Levine llevaba un uniforme caqui desteñido y un sombrero australiano de ala ancha calado hasta las orejas. De su cuello colgaban unos desgastados prismáticos. Sin embargo, pese a su tosco aspecto, Levine transmitía una imagen de ensimismamiento intelectual. Detrás de los anteojos de armazón metálica se advertían unas facciones angulosas, así como una expresión intensa y crítica por lo que veía a través de la ventanilla.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En una región llamada Rojas —contestó Gutiérrez.
—¿Tan al sur hemos bajado?
—Sí. Nos hallamos a unos ochenta kilómetros de la frontera panameña.
—No veo carreteras —comentó Levine, contemplando la selva—. ¿Cómo lo localizaron?
—Lo encontraron unas personas que estaban de campamento —explicó Gutiérrez—. Llegaron por mar y desembarcaron en la playa.
—¿Cuándo fue?
—Ayer. En cuanto lo vieron, salieron corriendo.
Levine asintió. Con los largos miembros encogidos y las manos bajo el mentón parecía una mantis religiosa. Así lo habían apodado sus compañeros en los cursos de doctorado, en parte por su apariencia, en parte por su propensión a devorar a quienquiera que lo contradijese.
—¿Estuvo antes en Costa Rica? —preguntó Gutiérrez.
—No. Es mi primera visita —contestó Levine. A continuación hizo un gesto de enojo con la mano, como si no desease ser molestado con intrascendencias.
Gutiérrez sonrió. Levine no había cambiado en absoluto con el paso del tiempo. Seguía siendo uno de los científicos más destacados e insoportables del momento. Habían sido compañeros en los cursos de doctorado de Yale hasta que un buen día Levine cambió de especialidad para graduarse en zoología comparativa. Levine anunció que no le interesaba el tipo de investigación de campo contemporánea que tanto atraía a Gutiérrez. Con el desdén que lo caracterizaba dijo una vez que el trabajo de Gutiérrez consistía en «recoger mierda de loro por todo el mundo».
La realidad era que a Levine —genial y puntilloso— lo seducía el pasado, el mundo que ya no existía. Y estudiaba ese mundo con una vehemencia obsesiva. Era conocido por su memoria fotográfica, su arrogancia, su lengua afilada y el manifiesto placer que sentía señalando los errores de sus colegas. Como declaró uno de ellos en una ocasión: «Levine nunca olvida un hueso… y consigue que los demás tampoco lo olviden».
Los investigadores de campo lo detestaban, y él les correspondía con igual aversión. Era en el fondo un amante del detalle, un catalogador de la vida animal, y su mayor pasión era rebuscar en las colecciones de los museos, reclasificar especies, reordenar los esqueletos expuestos. Le desagradaban el polvo y las incomodidades de la vida al aire libre. De haber tenido elección Levine nunca habría salido de un museo. Pero el destino había querido que viviese en la época de mayores descubrimientos en la historia de la paleontología. El número de especies de dinosaurios conocidas se había duplicado en los últimos veinte años, y se describían nuevas especies a un ritmo de una cada siete semanas. Por lo tanto, debido a su prestigio internacional, Levine estaba obligado a viajar continuamente por todo el mundo, inspeccionando los nuevos hallazgos y ofreciendo su experta opinión a investigadores que de mala gana admitían necesitarla.
—¿De dónde vienes ahora? —preguntó Gutiérrez.
—De Mongolia —respondió Levine—. He estado en los Acantilados Flameantes del desierto de Gobi, a tres horas de Ulan Bator.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay allí?
—John Roxton llevó a cabo una excavación. Encontró un esqueleto incompleto y pensó que podía tratarse de una nueva especie de Velocirraptor. Quería que le echase un vistazo.
—¿Y?
—Roxton nunca ha sabido anatomía —contestó Levine, encogiéndose de hombros—. A la hora de recaudar fondos se dedica con auténtico entusiasmo, pero si realmente descubre algo, es incapaz de seguir adelante.
—¿Se lo dijiste?
—¿Por qué no iba a decírselo? Es la verdad.
—¿Y el esqueleto?
—El esqueleto no era de un raptor ni remotamente —explicó Levine—. Los metatarsianos no se correspondían; el pubis era demasiado ventral; el isquion carecía del característico obturador, y los huesos largos eran demasiado livianos. En cuanto al cráneo… —Alzó la mirada al techo en un gesto de desesperación—. El palatal era demasiado grueso, las fenestras anteorbitarias demasiado rostrales, la carina distal demasiado pequeña y un sinfín de detalles más. Para colmo, la uña incisiva apenas estaba desarrollada. Así que nada.
No sé en qué estaría pensando Roxton. Sospecho que en realidad tiene una subespecie de troodon, aunque todavía no lo sé con seguridad.
—¿Troodon? —preguntó Gutiérrez.
—Un pequeño carnívoro del Cretácico, unos dos metros desde el pie hasta el acetábulo. A decir verdad, un terópodo bastante corriente. Y el hallazgo de Roxton no era un ejemplar especialmente interesante. Aunque había un detalle curioso. El material contenía un artefacto tegumentario, es decir, una huella impresa de piel de dinosaurio. Eso no es raro en sí mismo. Hasta la fecha quizá se haya obtenido una docena de huellas de piel en buen estado, principalmente entre los hanrosauridae. Pero nada comparable a esto. Porque estaba claro que la piel de este animal poseía ciertas características muy poco comunes que hasta el momento no se habían sospechado siquiera en los dinosaurios…
—Señores —los interrumpió el piloto—, estamos llegando a la bahía de Juan Fernández.
—Primero sobrevuélela en círculo si es posible —pidió Levine. Miró por la ventanilla con renovada intensidad en el rostro, olvidándose de la conversación. Debajo de ellos, kilómetros de selva se extendían por las colinas hasta donde la vista alcanzaba. El helicóptero se ladeó, describiendo un círculo sobre la playa.
—Ahí está —anunció Gutiérrez, señalando por la ventanilla.
La playa era una media luna limpia y blanca, totalmente desierta bajo la luz de la tarde. Al sur vieron un único bulto oscuro en la arena. Desde el aire parecía una roca o tal vez un enorme cúmulo de algas. Era amorfo y medía un metro y medio aproximadamente. Alrededor había numerosas pisadas.
—¿Quién ha estado aquí? —preguntó Levine con un suspiro.
—Los del Servicio de Salud Pública vinieron esta mañana —respondió Gutiérrez.
—¿Hicieron algo? ¿Tocaron o alteraron algo de algún modo?
—No lo sé.
—¡El Servicio de Salud Pública! —repitió Levine, moviendo la cabeza en un gesto de irritación—. ¿Qué saben ellos de estas cosas? No deberías haberles permitido acercarse, Marty.
—Oye, yo no gobierno este país —protestó Gutiérrez—. Hice lo que estaba en mis manos. Querían destruirlo antes de que lo vieses. Por lo menos he logrado conservarlo intacto hasta tu llegada. Aunque no sé cuánto esperarán.
—En ese caso mejor será que empecemos ya —dijo Levine. Pulsó el botón del micrófono—. ¿Por qué seguimos volando en círculo? Estamos perdiendo tiempo de luz. Aterrice en la playa ahora mismo. Quiero echarle un vistazo a eso con mis propios ojos.
Richard Levine corrió por la arena hacia la forma oscura, con los prismáticos balanceándose ante su pecho. Incluso a lo lejos percibía el hedor de la carne en estado de descomposición. Mientras se aproximaba, extrajo ya sus primeras impresiones. El animal muerto yacía medio enterrado en la arena y lo rodeaba un enjambre de moscas. La identificación resultaba difícil, porque la piel se había hinchado a causa de los gases internos.
Se detuvo a unos metros de la criatura y sacó una cámara. Al instante el piloto del helicóptero se acercó a él y lo obligó a bajar la mano.
—No está permitido.
—¿Cómo?
—Lo siento, señor. No se permiten fotografías.
—¿Por qué no, maldita sea? —se quejó Levine. Se volvió a Gutiérrez, que trotaba hacia ellos por la playa—. Marty, ¿por qué no puedo tomar fotografías? Esto podría ser importante…
—Fotografías no —repitió el piloto, y le arrancó la cámara de las manos.
—Marty, esto es ridículo.
—Acércate y examínalo —indicó Gutiérrez, y se dirigió al piloto, que le respondió airadamente agitando las manos.
Levine los observó por un momento y dio media vuelta. «Al diablo. Podrían estar discutiendo eternamente», pensó. Se aproximó rápidamente al animal, respirando por la boca. En las inmediaciones la fetidez era mucho más intensa. Advirtió que, pese al gran tamaño del cuerpo, no habían acudido aves, ratas ni otros carroñeros. Sólo había moscas, una nube de moscas tan densa que cubría toda la piel y distorsionaba el perfil del animal muerto.
De todos modos se apreciaba claramente que había sido una criatura de considerables dimensiones, más o menos como una vaca o un caballo, antes de que la hinchazón la agrandara más aún. La piel seca se había agrietado por efecto del sol y empezaba a levantarse, dejando a la vista la capa de grasa subcutánea derretida y amarillenta.
«¡Uf, cómo apesta!», se dijo Levine con una mueca. Se obligó a acercarse, concentrando toda su atención en el animal.
Aunque tenía el tamaño de una vaca, sin duda no era un mamífero. La piel no estaba cubierta de pelo. En vida del animal, la piel debía de haber sido verde, surcada de estrías longitudinales algo más oscuras. La superficie epidérmica presentaba una granulación a base de tubérculos poligonales de diversos tamaños, formando un dibujo que recordaba la piel de un lagarto. Esta textura variaba en cada parte del animal, siendo el granulado más amplio y menos definido bajo el vientre. Tenía prominentes pliegues de piel en las articulaciones del cuello, hombro y la cadera, también como un lagarto.
Sin embargo, el cuerpo era enorme. Levine calculó que en vida el animal debía de haber pesado unos cien kilogramos. Salvo los dragones de Komodo indonesios, los lagartos no alcanzaban tales dimensiones en ningún lugar del mundo. El varanus komodoensis era un lagarto monitor de hasta tres metros de longitud, un carnívoro del tamaño de un cocodrilo que devoraba cabras, cerdos y, de vez en cuando, también seres humanos. Pero no habitaban lagartos monitor en ningún lugar del Nuevo Mundo. Naturalmente, cabía pensar que aquel animal perteneciese a la familia de los iguanidae. Había iguanas en toda Sudamérica y las iguanas marinas se desarrollaban considerablemente. De todos modos, aquel ejemplar poseía un tamaño excepcional.
Levine rodeó lentamente el cadáver, dirigiéndose hacia la parte delantera. «No, esto no es un lagarto», pensó. El animal yacía de costado, con la mitad izquierda de la caja torácica hacia arriba. Tenía enterrado casi medio cuerpo; la hilera de protuberancias que marcaban los procesos espinosos dorsales de la columna vertebral se alzaba apenas unos centímetros sobre la arena. El largo cuello estaba doblado y la cabeza había quedado oculta bajo el cuello, como si fuese un pato que escondía la cabeza entre las plumas. Levine vio un miembro delantero, en apariencia débil y pequeño. El apéndice distal se hallaba hundido en la arena. Excavaría para echar un vistazo, pero antes de alterar el espécimen in situ quería tomar fotografías.
De hecho, cuanto más observaba el cuerpo, mayor era su convicción de que debía obrar con sumo cuidado, pues una cosa estaba clara: se trataba de un animal muy raro y posiblemente desconocido. Levine sintió entusiasmo a la vez que era consciente de la necesidad de cautela. Si aquel hallazgo tenía la trascendencia que empezaba a entrever, era esencial documentarlo debidamente.
En la playa Gutiérrez seguía hablando a gritos con el piloto, que negaba una y otra vez con la cabeza obstinadamente. «¡Estos burócratas de república bananera!», pensó Levine. ¿Qué problema había en tomar unas fotografías? No podían causar el menor daño. Y era vital documentar el estado cambiante de aquella criatura.
De pronto oyó un ruido atronador. Al levantar la vista vio un segundo helicóptero sobrevolar la bahía mientras su sombra oscura se deslizaba por la arena. Era de color blanco como una ambulancia, con letras rojas en el costado. El resplandor del Sol poniente no le permitió leer el rótulo.
Se volvió hacia el animal muerto y reparó en que la pata trasera, muy distinta del miembro delantero, estaba dotada de una poderosa musculatura. Eso indicaba que aquella criatura caminaba en posición erguida, manteniendo el equilibrio sobre unas fuertes patas posteriores. Se sabía que muchos lagartos se erguían, desde luego, pero ninguno de aquel tamaño. De hecho Levine, a medida que inspeccionaba la forma general del cuerpo, estaba más seguro de que no era un lagarto.
Decidió apresurarse, pues la luz disminuía por momentos y tenía aún mucho trabajo por delante. Con todos los especímenes se planteaban siempre dos dudas básicas, ambas de igual importancia. Primero, ¿qué era el animal? Segundo, ¿cuál era la causa de la muerte?
Deteniéndose junto al muslo, advirtió que la piel se había agrietado y abierto, sin duda debido a la acumulación de gas subcutáneo.
Pero cuando Levine examinó con mayor detenimiento la abertura, vio que no era una grieta sino una incisión nítida y profunda que atravesaba la región femorotibial y dejaba a la vista los músculos rojos y el hueso claro. De pronto se olvidó del hedor y de los gusanos blancos que serpenteaban por los tejidos abiertos de la hendidura, porque se dio cuenta de que…
—Lo siento —se disculpó Gutiérrez mientras se acercaba—. El piloto se niega. El piloto caminaba nerviosamente junto a Gutiérrez y observaba con atención.
—Marty —insistió Levine—, tengo que tomar fotografías.
—Lamentablemente no es posible —dijo Gutiérrez, encogiéndose de hombros.
—Es importante, Marty.
—Lo siento. Hice todo lo posible.
En otro punto de la playa aterrizó el helicóptero blanco y se redujo el zumbido del motor. De inmediato empezaron a salir hombres uniformados.
—Marty, ¿qué crees que es este animal?
—Bueno, son sólo conjeturas —aventuró Gutiérrez—, pero por las dimensiones diría que se trata de algún tipo de iguana desconocido hasta el momento. Es de gran tamaño, desde luego, y obviamente no pertenece a la fauna autóctona de Costa Rica. Supongo que este animal procede de las Galápagos o de alguna de las…