El doctor Levine nunca les explicaba la razón de su interés en tales temas. A menudo los enviaba un día tras otro en busca de más material hasta que de pronto abandonaba el tema y no volvía a mencionarlo jamás. Entonces pasaban a otra cosa.
Naturalmente, entendían algunas de sus peticiones. Parte de sus dudas guardaban relación con los vehículos que el doctor Thorne construía para la expedición del doctor Levine. Pero en la mayoría de los casos los temas eran un misterio.
Kelly se preguntaba de vez en cuando qué podía sacar en claro de todo aquello el hombre de la barba y si acaso sabía algo que ellos ignoraban. Pero en realidad aquel hombre parecía bastante perezoso. Por lo visto, no se había enterado siquiera de que Kelly y Arby hacían recados para el doctor Levine.
En ese preciso momento el hombre de la barba echó un vistazo hacia el colegio sin prestarles atención. Caminaron hasta el final de la calle y se sentaron en el banco a esperar el ómnibus.
La cría de onza soltó el biberón y se tendió sobre el lomo, levantando las garras. Lanzó un suave maullido.
—Quiere que la mimen —dijo Elizabeth Gelman.
Malcolm tendió la mano y le acarició la panza. El cachorro se revolvió y le mordió los dedos. Malcolm gritó.
—A veces hace eso —explicó Gelman—. ¡Dorje! ¡Mala! ¿Ésas son maneras de tratar a nuestro distinguido visitante? Alargó el brazo y tomó la mano de Malcolm—. No tienes herida, pero lo limpiaremos de todas formas.
Eran las tres de la tarde y se hallaba en el laboratorio blanco del zoológico de San Francisco. Elizabeth Gelman, la joven jefa del departamento de investigaciones, lo había citado para darle el resultado de los análisis, pero el informe tuvo que postergarse porque era la hora de comer de los cachorros. Malcolm los observó mientras alimentaban a una cría de gorila, que escupía igual que un bebé humano, a un coala y por último al precioso cachorro de onza.
—Lo siento —se disculpó Gelman. Lo llevó a un lavatorio empotrado en la pared y le enjabonó la mano—. Pensé que era mejor hacerte venir ahora que los empleados del zoológico están en la reunión semanal.
—¿Y eso por qué?
—Porque el material que nos enviaste es muy interesante, Ian. Muy interesante. —Gelman le secó la mano con una toalla y volvió a examinarla—. Creo que sobrevivirás.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Malcolm.
—Tienes que reconocer que es muy sugerente. Por cierto, ¿proviene de Costa Rica?
—¿Qué te hace pensar eso? —dijo Malcolm con la mayor naturalidad posible.
—Los rumores que llegan continuamente sobre la aparición de animales desconocidos en Costa Rica. Y esto es sin duda un animal desconocido, Ian.
Salieron del criadero y pasaron a una pequeña sala de reuniones. Malcolm se desplomó en una silla y apoyó el bastón en la mesa. Gelman dejó la habitación en penumbra y encendió un proyector de diapositivas.
—Bien. Aquí tienes un primer plano del material original antes de iniciar el examen. Como ves, consiste en un fragmento de tejido animal en un estado muy avanzado de necrosis. El tejido mide cuatro por seis centímetros. Lleva pegada una etiqueta cuadrada de plástico de dos centímetros de lado. La muestra de tejido se cortó con un cuchillo, y no muy afilado.
Malcolm asintió.
—¿Qué utilizaste, Ian? ¿Tu navaja de bolsillo?
—Algo parecido.
—Bien. Empecemos por la muestra de tejido. —Cambió de diapositiva; Malcolm vio una imagen microscópica—. Ésta es una sección histológica ampliada de la epidermis superficial. Esas brechas irregulares son las zonas donde la alteración necrótica ha erosionado la superficie de la piel. Pero lo interesante es la disposición de las células epidérmicas. Habrás notado la gran densidad de cromatóforos o células pigmentarias. En la sección transversal se aprecia la diferencia entre los melanóforos, aquí, y los alóforos, aquí. La estructura global hace pensar en un Lacerta o un Amblyrhynchus.
—¿Un lagarto, quieres decir? —preguntó Malcolm.
—Sí —contestó Gelman—. Parece un lagarto, pero se observan algunas incoherencias. —Tocó el lado izquierdo de la pantalla—. Fíjate en esta célula, la que vista en sección presenta un fino anillo alrededor. Creemos que es músculo. El cromatóforo podía abrirse y cerrarse, lo cual significa que este animal cambiaba de color como un camaleón. ¿Y ves aquí esta gran forma oval con una mancha clara en el centro? Ése es el poro de una glándula olorosa femoral. En el centro contiene una sustancia cerosa que aún no hemos terminado de analizar. Pero suponemos que se trata de un animal macho, pues sólo los lagartos macho poseen glándulas femorales.
—Entiendo —dijo Malcolm.
Gelman pasó a la siguiente diapositiva. A ojos de Malcolm, la nueva imagen parecía un primer plano de una esponja.
—Aquí una zona más profunda, donde vemos la estructura de las capas subcutáneas. Aparece muy distorsionada a causa de las burbujas de gas producidas por el clostridium que provocó la infección y la hinchazón del animal. Pero podemos formarnos una idea acerca de los vasos sanguíneos… aquí se ve uno y aquí otro… que están rodeados de fibra muscular lisa. Éste no es un rasgo característico de los lagartos. De hecho, si juzgamos por esta diapositiva, no se trataría de un lagarto ni de ningún otro reptil.
—¿Quieres decir que eso correspondería a un animal de sangre caliente?
—Exacto —confirmó Gelman—. No un mamífero, pero sí quizás un ave. Podría ser… no sé… un pelícano muerto o algo así.
—Ajá.
—Salvo que ningún pelícano tiene una piel así.
—Entiendo —repitió Malcolm.
—Y no se advierte el menor rastro de plumaje —añadió Gelman.
—Ajá.
—Por otra parte —prosiguió Gelman— hemos conseguido extraer una ínfima cantidad de sangre de los espacios intraarteriales. No es mucha, pero nos ha permitido realizar un examen microscópico. Aquí lo tienes.
Cambió de nuevo la diapositiva. Malcolm vio un revoltijo de células, en su mayoría glóbulos rojos y algún que otro glóbulo blanco aparecido allí por accidente. Mirarla lo aturdía.
—Ésta no es mi especialidad, Elizabeth —dijo Malcolm.
—Bueno, sólo te explicaré lo más interesante. En primer lugar, glóbulos rojos con núcleo. Eso es propio de las aves, no de los mamíferos. Segundo, una hemoglobina bastante atípica, que difiere en varios pares básicos respecto de la de los lagartos. Tercero, una estructura aberrante de los glóbulos blancos. No disponemos de material suficiente para extraer una conclusión, pero sospechamos que es un animal con un sistema inmunológico muy poco común.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Malcolm con un gesto de incomprensión.
—Aún no lo sabemos, y la muestra no nos proporciona la información necesaria para averiguarlo. Por cierto, ¿podrías conseguir más material?
—Es posible —respondió Malcolm.
—¿Dónde? ¿En el Enclave B?
Malcolm la miró desconcertado.
—¿El Enclave B? —repitió.
—Bueno, eso es lo que aparece grabado en la etiqueta. —Gelman cambió la diapositiva—. Te diré, Ian, que la etiqueta es también muy interesante. Aquí en el zoológico marcamos animales continuamente y conocemos las marcas comerciales más corrientes de todo el mundo. Nadie había visto antes una etiqueta como esta. Aquí la tienes, aumentada diez veces. El objeto real es aproximadamente del tamaño de una uña. La superficie externa es de plástico uniforme y va sujeta al animal mediante una grapa de acero inoxidable recubierta de teflon. La grapa es muy pequeña, como las que se utilizan para las crías. ¿El animal que viste era adulto?
—Eso parecía.
—Es decir, que probablemente la etiqueta llevaba mucho tiempo colocada, desde que el animal era muy joven —comentó Gelman—. Lo cual encaja perfectamente, considerando el grado de desgaste. Como veras, la superficie está picada. Eso es bastante anormal. Se compone de duralon, el plástico que se emplea para los cascos de fútbol. Es un material en extremo resistente, y estas picaduras no pueden ser resultado sólo del uso.
—¿Y entonces? —dijo Malcolm.
—Casi sin duda se deben a una reacción química, tal como la exposición a alguna clase de ácido, quizás en forma de aerosol.
—¿Como, por ejemplo, emanaciones volcánicas?
—Podría ser, sobre todo teniendo en cuenta otros detalles que hemos observado. Notarás que la etiqueta es bastante gruesa, de unos nueve milímetros de sección. Y es poco profunda.
—¿Poco profunda? —preguntó Malcolm con expresión ceñuda.
—Sí. Contiene una cavidad interior. Preferimos no abrirla, así que la examinamos por rayos X. Mira.
Gelman pasó a la siguiente diapositiva, y Malcolm vio una maraña de casilleros y líneas blancas en el interior de la etiqueta.
—Al parecer ha sufrido una considerable corrosión, también quizás a causa de las emanaciones ácidas. Pero no existe ninguna duda sobre cuál fue su función en otro tiempo. Es un transmisor de rastreo, Ian. Y eso implica que este animal, este lagarto de sangre caliente o lo que sea, fue marcado y criado por alguien desde su nacimiento. Ésa es la parte que más preocupación ha despertado aquí. Alguien se dedica a criar animales como este. ¿Sabes cómo ha ocurrido?
—No tengo la menor idea —respondió Malcolm. Elizabeth Gelman dejó escapar un suspiro.
—Eres un embustero y un cretino.
—¿Podrías devolverme la muestra? —pidió Malcolm, tendiendo la mano.
—Ian —protestó Gelman—, después de todo lo que he hecho por ti…
—¿La muestra?
—Creo que me debes una explicación.
—Y la tendrás, te lo prometo —aseguró Malcolm—. Dentro de un par de semanas. Te invitaré a cenar.
Gelman lanzó a la mesa un paquete envuelto en papel plateado. Malcolm lo recogió y se lo guardó en un bolsillo.
—Gracias, Liz. —Se puso de pie—. Siento tener que dejarte, pero debo hacer una llamada urgentemente.
Cuando Malcolm se dirigía hacia la puerta, Gelman preguntó:
—A propósito, Ian, ¿cómo murió ese animal?
Malcolm se detuvo.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque cuando analizábamos por separado las células de la piel, encontramos algunas células extrañas bajo la capa epidérmica externa, células pertenecientes a otro animal.
—¿Y de ahí qué se deduce?
—Es una circunstancia que suele darse cuando dos lagartos se pelean. Con la fricción de los cuerpos, las células de uno penetran bajo la capa superficial del otro.
—Sí —aclaró Malcolm—, había indicios de lucha en el cadáver. El animal estaba herido.
—También deberías saber que las arterias presentaban síntomas de vasoconstricción. Ese animal se hallaba sometido a una gran tensión, Ian. Y no sólo por la pelea en la que resultó herido. Eso habría desaparecido en los primeros cambios posteriores a la muerte. Me refiero a una tensión crónica y continua. Esa criatura vivía en un entorno de extrema tensión y peligro.
—Entiendo.
—¿Cómo es posible que un animal marcado tuviese una vida tan tensa?
En la entrada del zoológico Malcolm se volvió para comprobar si alguien lo seguía y a continuación se acercó a un teléfono público para llamar a Levine. Atendió el contestador; Levine no estaba. «Muy propio de él», pensó Malcolm. Siempre que se lo necesitaba, desaparecía. Probablemente había ido otra vez a tratar de recuperar el Ferrari.
Malcolm colgó el auricular y se encaminó hacia su coche.
Uno de los talleres del extremo más alejado del polígono industrial tenía una gran puerta metálica de persiana donde se leía en letras negras:
THORNE MOBILE FIELD SYSTEMS
. A su izquierda había una puerta común. Arby pulsó el timbre, que sobresalía de una pequeña caja con rejilla. Un voz malhumorada contestó:
—¡Lárguese!
—Somos nosotros, doctor Thorne. Arby y Kelly.
—¡Ah! De acuerdo.
El pasador de la puerta se descorrió con un chasquido y los chicos entraron en el amplio cobertizo abierto. Los mecánicos realizaban modificaciones en varios vehículos; el aire olía a acetileno, aceite lubricante y pintura. Frente a la entrada Kelly vio un Ford Explorer verde oscuro al que le habían extraído el techo; dos ayudantes subidos a unas escaleras encajaban un gran panel de células solares negras en lo alto del automóvil. El Explorer tenía el capó abierto y unos mecánicos sustituían el motor V-6 original por otro más pequeño semejante a una caja de zapatos redonda con el brillo apagado de la aleación de aluminio. Otros acercaban el convertidor Hughes, un rectángulo ancho y plano, que se montaría sobre el motor.
A la derecha vio los dos tráilers que el equipo de Thorne había estado acondicionando en las últimas semanas. No se parecían en nada a la clase de tráilers que uno veía en la carretera los fines de semana. Uno era brillante y enorme, tan grande casi como un ómnibus, con capacidad para cuatro personas y una gran cantidad de equipo científico especial. Se llamaba Challenger y poseía una característica fuera de lo común: una vez estacionado las paredes se deslizaban hacia afuera, ampliando el espacio interior.
El Challenger estaba preparado para comunicarse mediante una pasarela especial de fuelle con el segundo tráiler, éste algo menor y remolcado por el primero. El segundo tráiler contenía un laboratorio y algunos prodigios tecnológicos, aunque Kelly no sabía exactamente qué eran. En ese momento el segundo tráiler quedaba casi oculto por la cortina de chispas que despedía el soplete del soldador que trabajaba en el techo. Pese a aquella febril actividad, el tráiler parecía prácticamente terminado, aunque Kelly veía a varias personas adentro y las sillas y los asientos estaban afuera.
Thorne se hallaba de pie en medio del taller y apremiaba al soldador del techo.
—¡Vamos, Eddie, vamos, que es para hoy! ¡No te duermas! —Se volvió y, gritando, dijo—: ¡No, no, no! ¡Fíjate en los planos, Henry! No puedes colocar ese montante lateralmente; tienes que ponerlo transversalmente, para que sirva de refuerzo. ¡Fíjate en los planos!
Doc Thorne, a sus cincuenta y cinco años, era un hombre canoso, de pecho robusto. Salvo por los anteojos de armazón de metal, parecía un boxeador retirado. A Kelly le costaba imaginarlo como profesor universitario; poseía una extraordinaria fuerza física y estaba siempre en continuo movimiento.
—¡Maldita sea, Henry, Henry! ¿No me oíste? —Thorne insultó otra vez y blandió un puño. Luego, volviéndose hacia los chicos, comentó—: ¡Gran ayuda tengo con ellos! —En el Explorer se produjo de pronto un destello blanco como un relámpago. Los dos hombres inclinados sobre el motor se apartaron de un salto y una nube de humo de olor acre envolvió el vehículo—. ¿Qué les había dicho? ¡La toma de tierra! ¡Antes que nada la toma de tierra! Aquí trabajamos con voltajes altos, muchachos. Si no andan con pies de plomo, van a terminar carbonizados. —Volvió a mirar a los chicos y movió la cabeza en un gesto de desesperación—. Es que no lo entienden. Ese DIU es un sistema de defensa serio.