—De acuerdo —asintió Baselton.
—Bien —convino King—. ¿Qué clase de dinosaurio hay ahí?
—No tengo la más remota idea —respondió Dodgson, saliendo del jeep—. Y da lo mismo. Tú limítate a hacer tu parte. —Cerró la puerta con cuidado.
King y Baselton se bajaron sigilosamente y avanzaron por el húmedo sendero. Sus pies chapoteaban en el barro. Del claro seguían llegando graznidos. Dodgson tuvo la impresión de que se trataba de un gran número de animales.
Apartó los últimos helechos y los vio.
Era una amplia área de nidificación con cuatro o cinco montículos de tierra cubiertos de hierba cortada. Cada montículo medía unos dos metros de diámetro y casi uno de altura. Alrededor de los nidos había veinte adultos de color marrón claro, toda una manada de dinosaurios. Eran animales enormes, de unos nueve metros de longitud y tres de altura. Todos graznaban y resoplaban.
—¡Dios mío! —exclamó Baselton, contemplándolos asombrado—. Son maiasaurios —susurró Dodgson—. Va a ser pan comido.
Los maiasaurios debían su nombre a Jack Horner. Antes de los Hallazgos de Horner los científicos daban por sentado que los dinosaurios abandonaban sus huevos, como la mayoría de los reptiles. Esta idea se correspondía con la antigua imagen de los dinosaurios como criaturas de sangre fría. Se creía que, al igual que los reptiles, eran animales solitarios; las pinturas murales de los museos rara vez mostraban más de un ejemplar de cada especie: un brontosaurio aquí, un estegosaurio o un triceratops allá, siempre vadeando las aguas de un pantano. Sin embargo, las excavaciones de Horner en las tierras yermas de Montana ofrecieron pruebas claras y contundentes de que por lo menos una especie de hadrosaurios había desarrollado un comportamiento complejo en relación con la nidificación y el cuidado de las crías. Horner se basó en ese comportamiento, para darles un nombre a estas criaturas: maiasaurio significaba «lagarto buena madre».
Al observarlos, Dodgson comprobó que efectivamente los maiasaurios eran padres atentos; los grandes adultos se disponían alrededor de los nidos y se movían con precaución para no pisar los montículos. Los maiasaurios eran dinosaurios de pico de pato; tenían cabezas de gran tamaño con un hocico ancho y plano que recordaba realmente el pico de un pato.
Arrancaban hierba con la boca y la colocaban sobre los huevos. Como Dodgson sabía; era una manera de regular la temperatura de los huevos. Si aquellos gigantescos animales se sentaran sobre ellos, los aplastarían; por lo tanto, en lugar de empollarlos con su cuerpo, los cubrían de hierba para concentrar el calor y mantenerlos a temperatura constante. Los animales realizaban esta tarea ininterrumpidamente.
—Son descomunales —comentó Baselton.
—Son sólo vacas grandes —afirmó Dodgson. Si bien los maiasaurios alcanzaban un extraordinario tamaño, eran herbívoros, y mostraban la actitud dócil y un tanto estúpida de las vacas—. ¿Listos? Allá vamos.
Dodgson levantó la caja como un arma y salió al claro.
Contra sus previsiones, los maiasaurios no reaccionaron al verlo. De hecho, siguieron actuando como si no hubiesen advertido siquiera su presencia. Uno o dos adultos lo observaron con ojos inexpresivos y luego desviaron la mirada. Continuaron depositando hierba sobre los huevos, que eran blancos y esféricos y medían más o menos medio metro de diámetro, aproximadamente el doble que un huevo de avestruz. Eran del tamaño de una pelota de playa. Ningún animal había roto aún el cascarón.
King y Baselton salieron también de entre el follaje y se colocaron junto a Dodgson.
—¡Qué raro! —dijo Baselton.
—Mejor para nosotros —repuso Dodgson. Y puso en marcha la caja.
Un silbido agudo y continuo llenó el claro. Los maiasaurios se volvieron inmediatamente hacia el sonido, graznando y alzando la cabeza. Parecían nerviosos, desconcertados. Dodgson hizo girar el botón y el silbido aumentó de intensidad, alcanzando un volumen ensordecedor.
Los maiasaurios balancearon la cabeza y se apartaron del penetrante sonido. Se amontonaron en un extremo del claro. Varios, asustados, se orinaron. Algunos se adentraron en el follaje y abandonaron los huevos. Estaban inquietos, pero se mantenían a distancia.
—Ahora —ordenó Dodgson.
King entró en el nido más cercano y levantó un huevo con un gruñido. Apenas podía rodear con los brazos la enorme esfera. Los maiasaurios graznaron al verlo, pero ningún adulto se atrevió a aproximarse. A continuación Baselton entró en el nido, agarró un huevo y siguió a King hacia el jeep.
Dodgson retrocedió, apuntando a los adultos con la caja. Al llegar al borde del claro la apagó.
Los maiasaurios regresaron al instante, emitiendo potentes y repetidos graznidos. Pero de vuelta junto a los nidos parecieron olvidar lo que acababa de ocurrir. En unos segundos dejaron de graznar y siguieron cubriendo de hierba los huevos. No prestaron atención a Dodgson mientras se alejaba camino del jeep.
«¡Animales estúpidos!», pensó mientras iba hacia el vehículo. Baselton y King guardaban los huevos en grandes contenedores de espuma, encajándolos cuidadosamente en el hueco. Los dos reían como niños.
—¡Increíble!
—¡Genial! ¡Fantástico!
—¿Qué les había dicho? —preguntó Dodgson—. Que sería pan comido. —Consultó el reloj—. A este paso terminaremos en menos de cuatro horas.
Se sentó al volante y puso en marcha el motor. Baselton volvió a la parte de atrás. King se acomodó en el asiento contiguo a Dodgson y miró el mapa.
—El siguiente —dijo Dodgson.
—En serio, no es nada —aseguró Levine, malhumorado. Sudaba copiosamente a causa del agobiante calor que se concentraba bajo el techo del refugio—. Fíjate, ni siquiera ha traspasado la piel. —Tendió la mano. Se veía un semicírculo rojo donde el compi le había hincado los dientes, pero eso era todo.
—Sí, bueno, pero la oreja le sangra un poco —dijo Eddie, junto a él.
—No siento nada. No puede ser grave.
—No, no es grave —confirmó Eddie, abriendo el botiquín—. Pero será mejor que desinfectemos la herida.
—Prefiero seguir con mis observaciones —insistió Levine.
Los dinosaurios se hallaban a menos de quinientos metros de la plataforma. Desde allí los veía bien. En el aire quieto del mediodía incluso los oía respirar.
Los oía respirar.
O mejor dicho, los oiría si aquel joven lo dejara en paz.
—Oye —protestó Levine—, sé lo que hago. Interrumpiste el final de un experimento muy interesante y provechoso. Había convocado a los dinosaurios imitando su llamado y habían venido hacia mí.
—¿De verdad? —dijo Eddie.
—Sí —afirmó Levine—. Eso los atrajo hacia el bosque. Así que considero que tu ayuda es innecesaria.
—La cuestión es —explicó Eddie— que tiene mierda de dinosaurio en la oreja y un par de pequeñas punzadas. Y ahora déjeme que se lo limpie. —Empapó una gasa en desinfectante—. Es posible que le arda un poco.
—No me importa, tengo… ¡Ay!
—No se mueva —le pidió Eddie—. Enseguida termino.
—Esto está de más.
—Si se queda quieto un segundo, terminaremos antes. Ya está, muy bien.
Eddie apartó la gasa. Estaba manchada de marrón con un ligero rastro de sangre. Era una herida insignificante, como Levine imaginaba. Se llevó la mano a la oreja y se tocó. No le dolía.
Levine contempló la llanura con los ojos entornados mientras Eddie cerraba el botiquín.
—¡Dios, qué calor hace aquí! —comentó Eddie.
—Sí —asintió Levine con un gesto de indiferencia.
—Llegó Sarah Harding, y creo que la llevaron al tráiler. ¿Quiere volver conmigo?
—No veo por qué —contestó Levine.
—Pensaba que quizá le agradaría saludarla.
—Mi trabajo está aquí —afirmó Levine. Se volvió y levantó los prismáticos.
—Por lo tanto, ¿no quiere volver?
—Ni lo sueñes —repuso Levine, mirando por los prismáticos—. No me marcharé de aquí ni en un millón de años. Ni en sesenta y cinco millones de años.
Kelly Curtis oía el sonido de la ducha. Le costaba creerlo. Contempló la ropa manchada de barro dejada en la cama descuidadamente. Un pantalón corto y una camisa de manga corta de color caqui.
La auténtica ropa de Sarah Harding.
No pudo contenerse. Alargó el brazo y la tocó. Notó que la tela estaba gastada y deshilachada. Los botones habían sido cambiados y no hacían juego. Cerca del bolsillo vio unas rayas rojizas que podían ser antiguas manchas de sangre.
—¿Kelly?
Sarah la llamaba desde la ducha. «Recuerda mi nombre».
—¿Sí? —contestó Kelly con una voz que delató su nerviosismo.
—¿Hay champú?
—Voy a ver, doctora Harding —dijo Kelly, y empezó a abrir cajones atropelladamente. Los hombres habían salido al compartimento contiguo para dejarla sola con Sarah mientras se duchaba. Kelly buscó desesperadamente, abriendo cajones y cerrándolos con fuerza.
—Si no encuentras, me da igual —desistió Sarah.
—Lo estoy buscando…
—¿Hay detergente?
Kelly se quedó callada por un instante. Junto a la pileta había una botella verde de plástico.
—Sí, doctora Harding, pero…
—Dámelo. Es todo lo mismo. No me importa. —Asomó la mano por la cortina de la ducha. Kelly le entregó el jabón.
—Ah, y me llamo Sarah.
—Bien, doctora Harding.
—Sarah.
—De acuerdo, Sarah.
«Sarah Harding es una persona como cualquier otra. Muy informal y normal».
Extasiada, Kelly se sentó en el banco de la cocina y esperó balanceando los pies por si la doctora Harding —Sarah— necesitaba algo más. Oyó que Sarah tarareaba
I’m Gonna Wash That Man Right Out of My Hair
. Al cabo de unos minutos se interrumpió el sonido de la ducha y Sarah alargó el brazo para descolgar la toalla. Un instante después salió envuelta en la toalla.
Sarah se sacudió el pelo, al parecer la única atención que dedicaba a su aspecto.
—Mucho mejor. ¡Qué lujo de tráiler! Doc ha hecho un trabajo excelente.
—Sí —asintió Kelly—. Está muy bien.
Sarah le sonrió.
—¿Qué edad tienes, Kelly?
—Trece años.
—Y eso es… ¿qué grado?
—Séptimo —respondió Kelly.
—Séptimo grado —repitió Sarah pensativamente.
—El doctor Malcolm dejó ropa para ti —informó Kelly, señalando una remera y un pantalón corto limpios—. Cree que te vendrá bien.
—¿De quién es?
—De Eddie, me parece. Sarah tomó la ropa.
—Servirá. —Se fue a un rincón y empezó a vestirse—. ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande?
—No lo sé —contestó Kelly.
—Buena respuesta.
—¿Sí? —preguntó Kelly. Su madre insistía continuamente en que buscase un empleo de medio día para ir decidiendo qué deseaba ser en la vida.
—Sí —afirmó Sarah—. Ninguna persona inteligente sabe a qué quiere dedicarse hasta los veinte o treinta años.
—¡Vaya!
—¿Qué materia te gusta más?
—Bueno… en realidad las matemáticas —respondió con cierto tono de culpabilidad.
Sarah debió de advertirlo, porque inquirió:
—¿Qué problema hay con las matemáticas?
—Bueno, las chicas no somos muy buenas para eso, ya sabes.
—No, no sé —replicó Sarah con voz inexpresiva.
Kelly se sobresaltó. Había comenzado a notar que entre ella y Sarah Harding fluía una sensación de afecto, pero de pronto tuvo la impresión de que se disolvía, como si, ante la desaprobación de un profesor, hubiese dado una respuesta incorrecta. Optó por callarse. Aguardó en silencio.
Un momento después Sarah se acercó de nuevo, vestida ya con la holgada ropa de Eddie. Se sentó para calzarse un par de botas. Se movía de un modo normal, sin la menor afectación.
—¿Qué quiere decir eso de que las chicas no son buenas para las matemáticas?
—Bueno, eso es lo que dice todo el mundo —adujo Kelly.
—¿Quién es todo el mundo?
—Mis profesores. Sarah lanzó un suspiro.
—¡Magnífico! —exclamó, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad—. Tus profesores…
—Y los otros chicos me llaman sabionda o agrandada. Cosas así. Ya sabes.
Kelly hablaba sin pensar. No podía creer que estuviese contándole eso a Sarah Harding, a quien apenas conocía salvo por sus artículos y fotografías. Sin embargo, allí estaba, compartiendo con ella sus problemas personales, todo aquello que tanto la preocupaba. Sarah sonrió jovialmente.
—Si dicen eso, debes de ser un verdadero genio de las matemáticas, ¿no?
—Supongo que sí.
—Eso es estupendo, Kelly —aseguró Sarah con una sonrisa.
—Pero a los chicos no les gustan las chicas demasiado inteligentes.
—¿Te parece? —preguntó Sarah, arqueando las cejas.
—Bueno, eso dice la gente…
—¿Qué gente?
—Mi madre, sin ir más lejos.
—Ya veo. Y probablemente ella sabe lo que dice.
—No lo sé —admitió Kelly—. La verdad es que mi madre sólo sale con imbéciles.
—O sea, que podría estar equivocada —afirmó Sarah, mirando a Kelly mientras se ataba los cordones.
—Es posible.
—Por mi experiencia me consta que a unos hombres no les gustan las mujeres inteligentes y a otros sí. Es como todo en este mundo. ¿Te suena George Schaller?
—Claro. El que estudió los pandas.
—El mismo. Los pandas, y antes de eso las onzas, los leones y los gorilas. En el campo de la zoología es el investigador más importante del siglo XX, ¿y sabes cómo trabaja?
Kelly negó con la cabeza.
—Antes de iniciar una investigación de campo George lee todo lo que se ha escrito sobre el animal que se propone estudiar. Libros de divulgación, artículos de prensa, informes científicos, todo. Luego se marcha y observa al animal con sus propios ojos. ¿Y sabes qué descubre normalmente?
Kelly volvió a negar con la cabeza, demasiado insegura de sí misma para hablar.
—Que casi todo lo que se había escrito o dicho era incorrecto. Como con el gorila. George estudió los gorilas de montaña diez años antes de que a Dian Fossey se le ocurriese siquiera. Y se encontró con que todas las opiniones que circulaban sobre los gorilas eran exageraciones, errores o simples fantasías, como la idea de que no podían participar mujeres en las expediciones para el estudio de los gorilas porque éstos las violarían. Falso. Todo falso. —Sarah terminó de atarse las botas y se levantó—. Así que, Kelly, aunque todavía eres muy joven, debes saber una cosa: durante toda tu vida oirás hablar a la gente, y la mayoría de las veces, probablemente el noventa y cinco por ciento de las veces, lo que la gente te diga será falso.