El mundo perdido (29 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: El mundo perdido
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Intentó nadar contra la corriente, pero las botas le pesaban como el plomo. Volvió a sumergirse y logró salir de nuevo, tragando bocanadas de aire. Tenía que quitarse las botas. Respiró hondo y hundió la cabeza bajo el agua para desatarse las botas. Los pulmones le ardían mientras forcejeaba con los cordones. El mar la zarandeaba sin cesar.

Se quitó una bota, tomó aire y volvió a hundir la cabeza. Tenía los dedos entumecidos a causa del frío y el miedo. Desprenderse de la otra bota le resultó una tarea interminable. Por fin, con las piernas libres, contuvo la respiración y nadó torpemente. A merced de las olas se elevó y volvió a bajar. No veía la isla. El pánico la asaltó otra vez. Se volvió en el agua y una ola la alzó de nuevo. En ese instante vio la isla.

El acantilado se hallaba cerca, aterradoramente cerca. Las olas embestían las rocas con un ruido atronador. Estaba a menos de cincuenta metros, y el mar la arrastraba inexorablemente hacia la rompiente. En la cresta de la siguiente ola logró ver la cueva, unos cien metros a su derecha. Trató de nadar en esa dirección, pero era imposible. Sus fuerzas no bastaban para moverse en medio del gigantesco oleaje. Notaba sólo la potencia del mar, que la llevaba hacia el acantilado.

Con el miedo se le aceleró el corazón. Sabía que su muerte era inminente. Una ola le pasó por encima; tragó agua de mar y tosió. Se le nubló la vista. Sintió náuseas y un profundo terror.

Agachó la cabeza y empezó a nadar, lanzando un brazo tras otro y empujándose con los pies tan fuerte como podía. No tenía sensación de movimiento, salvo por el tirón oblicuo de las olas. No se atrevía a levantar la vista. Se impulsó aún con más fuerza. Cuando alzó la cabeza para respirar, advirtió que se había desplazado un poco hacia el norte. Se encontraba algo más cerca de la cueva.

Eso la alentó, pero no disipó el pánico. Estaba al límite de sus fuerzas. Las piernas y los brazos le dolían. Le ardían los pulmones. Su respiración era apenas un jadeo entrecortado. Volvió a toser, tomó aire nuevamente, hundió la cabeza y siguió nadando.

Aun con la cabeza bajo el agua oía el estruendo de las olas contra el acantilado. Nadó con ahínco. Las corrientes y el oleaje la arrastraban a izquierda y derecha, adelante y atrás. Era inútil. Igualmente lo intentó.

Gradualmente el dolor de los músculos se convirtió en una molestia regular y difusa. Tuvo la sensación de haber convivido siempre con aquel tormento y gradualmente dejó de notarlo siquiera. Continuó nadando, ajena a todo.

Al percibir que una ola volvía a levantarla, alzó la cabeza para tomar aire. Sorprendida, vio que la cueva se hallaba muy cerca. Unas cuantas brazadas más y estaría adentro. Había esperado que la corriente fuese menos intensa en las inmediaciones de la cueva, pero no era así. A ambos lados de la entrada las olas embestían a gran altura y el agua subía por la pared del acantilado para después resbalar nuevamente hasta el mar. No vio el barco por ninguna parte.

Agachó la cabeza una vez más y, reuniendo las últimas fuerzas, siguió braceando. Una creciente sensación de debilidad se adueñaba de todo su cuerpo. No aguantaría mucho más. Sabía que el mar la empujaba hacia el acantilado. Oía más cerca el ruido de la rompiente. De pronto la levantó una ola enorme y la llevó hacia el acantilado. De nada servía resistirse. Alzó la cabeza para mirar y sólo vio oscuridad, una oscuridad absoluta.

Agotada y dolorida, comprendió que se encontraba en el interior de la cueva. Las olas la habían arrastrado hasta allí. El estruendo de la rompiente le llegaba hueco y resonante. La oscuridad era tal que no veía las paredes. La corriente era fuerte y la empujaba hacia adentro. Jadeó y trató en vano de nadar en contra. Rozó las rocas y sintió un dolor penetrante. A continuación la corriente siguió impulsándola hacia las profundidades de la cueva. Pero ahora había una diferencia. De lo alto llegaba una tenue luz y el agua parecía resplandecer alrededor. El oleaje amainó. Le costaba menos mantener la cabeza sobre el agua. De pronto vio enfrente un luz viva, muy viva: el final de la cueva.

La corriente siguió empujándola y, como por arte de magia, se encontró de pronto al aire libre, en medio de un ancho río lodoso, rodeada de un denso follaje. Hacía calor y no soplaba ni la más leve brisa. Oyó los reclamos lejanos de las aves.

Delante, en un recodo del río, asomó la popa del barco de Dodgson, ya amarrado. No vio a nadie, ni lo deseaba.

Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, nadó hacia unos mangles que crecían apretadamente en el agua junto a la orilla. Demasiado débil para seguir, se asió a una raíz y flotó de espalda en la suave corriente, mirando al cielo y respirando hondo. Pasado un rato, recobró fuerzas suficientes para desplazarse por el agua agarrándose a las raíces de los mangles hasta llegar a una brecha en el follaje que conducía a un pequeño claro en la orilla. Mientras salía a rastras del río advirtió en el barro varias huellas de animal bastante grandes. Eran unas extrañas pisadas de tres dedos, cada uno de los cuales terminaba en una enorme uña.

Se agachó para examinarlas de cerca y de pronto notó que la tierra vibraba bajo sus manos. Una descomunal sombra se proyectó sobre ella. Cuando levantó la vista, vio perpleja el vientre claro y curtido de un gigantesco animal. Estaba demasiado débil para reaccionar e incluso para alzar la cabeza. Lo último que vio fue un pie enorme y correoso que se hundía en el barro junto a ella; a la vez oyó un blando resoplido. Entonces, vencida súbitamente por el cansancio, se desplomó de espaldas y perdió el conocimiento.

Dodgson

A unos metros de la orilla del río, Lewis Dodgson se subió al jeep Wrangler modificado y cerró la puerta. En el asiento contiguo Howard King, retorciéndose las manos, dijo:

—¿Cómo pudiste hacer eso?

—¿Hacer qué? —preguntó George Baselton desde atrás. Dodgson no contestó. Hizo girar la llave de contacto y el motor se puso en marcha. Colocó la palanca de cambios en la posición de tracción a las cuatro ruedas, y el jeep se alejó del barco montaña arriba, adentrándose en la selva.

—¿Cómo pudiste? —repitió King, nervioso—. Hablo en serio.

—Fue un accidente —se justificó Dodgson.

—¿Un accidente? ¿Un accidente?

—Exacto, un accidente —afirmó Dodgson tranquilamente—. Se cayó por la borda.

—Yo no vi nada —declaró Baselton.

King movió la cabeza en un gesto de desesperación.

—¡Por Dios! ¿Y si alguien viene a investigar y…?

—Si alguien viene a investigar ¿qué? —lo interrumpió Dodgson—. El mar estaba revuelto. Ella se encontraba en la proa. Vino una ola grande y se la llevó. No sabía nadar demasiado bien. Dimos la vuelta, pero ya no había nada que hacer. Un desgraciado accidente. ¿Qué te preocupa tanto?

—¿Y tú me preguntas qué me preocupa?

—Sí, Howard. ¿Qué demonios te preocupa exactamente?

—Por el amor de Dios, lo vi.

—Te equivocas —dijo Dodgson.

—Yo no vi nada —aseguró Baselton—. Estuve abajo todo el tiempo.

—Me parece muy bien —protestó Howard King—. Pero, ¿y si hay una investigación?

El jeep traqueteaba por el camino de tierra ya en plena selva.

—No la habrá —garantizó Dodgson—. Se marchó de África apresuradamente y no comunicó a nadie adónde iba.

—¿Cómo lo sabes? —gimoteó King.

—Porque me lo dijo ella, Howard, por eso lo sé. Ahora toma el mapa y deja de lloriquear. Cuando aceptaste mi oferta ya conocías las condiciones.

—No sabía que acabarías matando a alguien.

—Howard —dijo Dodgson con un suspiro—, no va a pasar nada. Saca el mapa de una vez.

—¿Cómo estás tan seguro? —insistió King.

—Porque sé lo que tengo entre manos —afirmó Dodgson—. Por eso. A diferencia de Malcolm y Thorne, que andan por algún rincón de esta maldita selva haciendo vaya a saber qué.

La mención de los otros hombres despertó en King nuevas dudas. Inquieto, comentó:

—Quizá los encontremos…

—No, Howard, eso no va a ocurrir. Ni siquiera se enterarán de que hemos venido. Sólo vamos a estar en la isla cuatro horas, ¿recuerdas? Hemos desembarcado a la una. Regresaremos al barco a las cinco. Llegaremos a puerto a las siete. A las doce de la noche estaremos de vuelta en San Francisco, y listo. Finito. Después de tantos años tendré lo que debería haber conseguido hace ya mucho tiempo.

—Los embriones de dinosaurio —apuntó Baselton.

—¿Embriones? —preguntó King, sorprendido.

—No, ya no me interesan los embriones —aclaró Dodgson—. Años atrás buscaba embriones congelados, pero ahora ya no hay razón para molestarse con los embriones. Ahora quiero huevos fecundados. Y dentro de cuatro horas dispondré de huevos de todas las especies que habitan en la isla.

—¿Cómo piensas lograrlo en cuatro horas?

—Porque ya conozco el emplazamiento exacto de todos los puntos de reproducción de la isla. El mapa, Howard.

King desplegó el mapa. Era una amplia representación topográfica de la isla, de unos sesenta por noventa centímetros, que mostraba las elevaciones del terreno con contornos azules. En los llanos había varias zonas marcadas con círculos concéntricos rojos, y en algunos casos grupos de círculos.

—¿Qué es esto? —inquirió King.

—¿Por qué no lo lees? —sugirió Dodgson.

—«Datos sigma Landsat/Nordstat espectros mixtos REV/RFA/RI». Y luego una serie de números. No, espera. De fechas.

—Correcto —confirmó Dodgson—. Fechas.

—¿Fechas de paso? ¿Es un mapa sumario con todos los datos combinados de varias pasadas del satélite?

—Correcto.

King frunció el entrecejo.

—Y parece que son… el espectro visible, el radar de falsa apertura y… ¿qué más?

—El infrarrojo. Un registro térmico de banda ancha. —Dodgson sonrió—. Lo hice todo en un par de horas. Pedí los datos del satélite, elaboré el sumario y obtuve las respuestas que buscaba.

—Ya entiendo —dijo King—. ¡Los círculos rojos son signaturas infrarrojas!

—Sí —afirmó Dodgson—. Los animales grandes dejan grandes signaturas. Tomé los datos de las sucesivas pasadas del satélite sobre la isla en los últimos años y marqué en el mapa las fuentes de calor. La ubicación de estas fuentes se superponía una y otra vez, y eso es lo que reflejan las marcas rojas concéntricas. De ahí se desprende que los animales tienden a localizarse en esos puntos. ¿Por qué? —Se volvió hacia King—. Porque ahí están los nidos.

—Sí, muy probablemente —coincidió Baselton.

—Quizá sea donde comen —sugirió King. Dodgson, irritado, negó con la cabeza.

—Obviamente esos círculos no pueden corresponderse con los lugares donde se alimentan.

—¿Por qué no?

—Porque estos animales pesan en promedio unas veinte toneladas, por eso. Si reúnes una manada de dinosaurios de veinte toneladas por cabeza, tendrás una biomasa total de más de un cuarto de millón de kilos desplazándose a través del bosque. Esos enormes animales deben de comer mucha materia vegetal en el transcurso del día. Y sólo pueden hacerlo moviéndose. ¿Queda claro?

—Creo que sí… —dijo King.

—¿Crees? —replicó Dodgson—. Echa un vistazo alrededor, Howard. ¿Ves alguna zona del bosque despoblada de vegetación? No. Comen unas pocas hojas de los árboles y se van a otro sitio. Créeme, estos animales tienen que moverse para comer. En cambio, anidan siempre en el mismo sitio. —Miró el mapa—. Y si no me equivoco, el primer nido se encuentra precisamente al otro lado de este promontorio.

El jeep patinó en el barro y siguió adelante, traqueteando cuesta arriba.

Llamadas de apareamiento

Richard Levine contemplaba las manadas con los prismáticos desde lo alto de la plataforma. Malcolm y los otros habían vuelto al tráiler y lo habían dejado solo. Levine disfrutaba observando aquellos extraordinarios animales y era consciente de que Malcolm no compartía su ilimitado entusiasmo. De hecho, Malcolm siempre parecía tener en mente otras consideraciones, y era evidente que lo impacientaba el acto de observación: deseaba analizar los datos pero no le gustaba reunirlos.

Entre científicos eso representaba una conocida diferencia de personalidades. Los físicos ofrecían un ejemplo perfecto. Los experimentalistas y los teóricos vivían en mundos aparte; cruzaban papeles continuamente pero tenían muy poco en común. Casi daba la impresión de que cultivasen disciplinas distintas.

Y en cuanto a Levine y Malcolm las diferencias de enfoque se habían puesto pronto de manifiesto ya durante sus primeras conversaciones en Santa Fe. Los dos estaban interesados en la extinción, pero Malcolm abordaba el tema de manera global, desde un punto de vista puramente matemático. Su objetividad y sus fórmulas inexorables habían fascinado a Levine en un principio, y ambos iniciaron un intercambio informal durante frecuentes almuerzos: Levine enseñó paleontología a Malcolm; Malcolm enseñó a Levine matemática no lineal. Empezaron a extraer conclusiones provisionales que entusiasmaron a los dos. Pero también surgieron las primeras discrepancias. En más de una ocasión les pidieron que abandonasen el restaurante a causa de sus exacerbadas discusiones; entonces salían al calor de Guadalupe Street y regresaban hacia el río sin dejar de vociferar mientras los turistas, al verlos acercarse, se apresuraban a cambiar de acera.

Finalmente sus diferencias entraron en un terreno personal. Malcolm consideraba a Levine pedante y puntilloso, preocupado sólo por detalles nimios. Levine nunca veía las cosas en conjunto.

Nunca calculaba las consecuencias de sus actos. Levine, por su parte, no dudaba en acusar a Malcolm de engreído y distante, reprochándole su indiferencia ante los detalles.

—Dios está en los detalles —le recordó una vez Levine.

—Tu Dios quizá —replicó Malcolm—. No el mío. El mío está en el proceso.

De pie en la plataforma de observación Levine pensó que ésa era exactamente la respuesta que cabía esperar de un matemático. Levine seguía convencido de que los detalles lo eran todo, al menos en biología, y el error más frecuente de sus colegas era descuidar los detalles.

En cuanto a él, vivía siempre pendiente de los detalles y nunca pasaba nada por alto. Como con el animal que lo había atacado al llegar a la isla con Diego. Levine había pensado en ello a menudo, reviviendo la escena una y otra vez, porque algo no terminaba de encajar.

El animal había atacado rápidamente, y Levine se había quedado con la idea de que poseía la forma básica de un terópodo —erguido sobre las patas posteriores, cola rígida, cráneo grande, lo usual—, pero durante el breve instante en que vio a la criatura le pareció advertir también una peculiaridad en torno de las órbitas, que le indujo a pensar que podía tratarse de un Carnotaurus sastrei, de la formación de Gorro Frigio, en la Argentina. Por otra parte, la piel era muy poco común, de un vivo color verde y moteada, pero había algo…

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