—¿No?
—No. Nacer en un estado tan inmaduro implica que los niños no tienen el cerebro plenamente formado. No llegan al mundo con demasiado comportamiento instintivo incorporado. Instintivamente un recién nacido puede succionar y agarrar, pero no mucho más. El complejo comportamiento humano no tiene nada de instintivo. Así que las sociedades humanas deben desarrollar un sistema educativo para adiestrar los cerebros de los niños, para enseñarles a comportarse. Toda sociedad humana destina una considerable cantidad de tiempo y energía a enseñar a sus niños un comportamiento adecuado. Si examinamos una organización social más simple, en algún lugar de la selva, descubriremos que todo niño nace en medio de una red de adultos responsables de criarlo. No sólo los padres, sino también los tíos, los abuelos y los ancianos de la tribu. Unos enseñan al niño a cazar o recolectar alimento o tejer; otros lo aleccionan sobre el sexo o la guerra. Pero las responsabilidades aparecen claramente definidas, y si un niño no tiene, supongamos, una tía que le enseñe una tarea específica, la tribu designará una sustituta. Porque criar a los niños es, en cierto sentido, la razón de ser de la sociedad. Es el hecho más importante que se produce, y a la vez la culminación de todos las herramientas, el lenguaje y la estructura social que se han desarrollado. Y finalmente, varios millones de años después, tenemos niños que manejan computadoras.
»Entonces si todo esto tiene algún sentido, ¿dónde interviene la selección natural? ¿Actúa en el cuerpo, agrandando el cerebro? ¿Actúa en la secuencia de desarrollo, poniendo a los niños en el mundo antes? ¿Actúa en el comportamiento social, generando la cooperación y el cuidado de los niños? ¿O actúa en todas partes a la vez: los cuerpos, el desarrollo y el comportamiento social?
—En todas partes a la vez —afirmó Arby.
—Eso creo yo —coincidió Malcolm—. Pero puede haber elementos de esta historia que se produzcan automáticamente, como resultado de la autoorganización. Por ejemplo, las crías de todas las especies ofrecen un aspecto característico. Ojos grandes, cabezas grandes, caras pequeñas, movimientos mal coordinados. Eso se da por igual en los bebés humanos, los cachorros y los pollitos, y despierta la ternura de los adultos de todas las especies. En cierto sentido, la apariencia de las crías es determinante en la autoorganización del comportamiento adulto. Y en nuestro caso es además un rasgo útil.
—¿Qué tiene eso que ver con la extinción de los dinosaurios? —preguntó Thorne.
—Los principios autoorganizativas pueden ejercer una influencia positiva o negativa. Del mismo modo que la autoorganización puede coordinar el cambio, puede también conducir una población a la decadencia y a una situación de desventaja. Espero que en esta isla veamos adaptaciones autoorganizativas en el comportamiento de dinosaurios auténticos, y que eso nos revele cómo se extinguieron. De hecho, estoy casi seguro de que ya sabemos qué llevó a los dinosaurios a la extinción.
Se oyó el chasquido de la radio.
—Bravo —dijo Levine por el intercomunicador—. Yo no lo habría expresado mejor. No estaría de más que vinieses a ver lo que ocurre aquí. Los parasaurios están haciendo algo muy interesante, Ian.
—¿Qué?
—Ven y lo verás.
—Chicos —ordenó Malcolm—, quédense aquí y permanezcan atentos a los monitores. —Apretó el botón de la radio—. ¿Richard? Ya vamos.
Richard Levine se agarró a la baranda de la plataforma y observó expectante. Justo enfrente, tras un pequeño promontorio, vio aparecer la magnífica cabeza de un Parasaurolophus walkeri. El cráneo de aquel hadrosaurio de pico de pato tenía una longitud aproximada de un metro, pero lo agrandaba aún más una cresta en forma de cuerno que se extendía hacia atrás y sobresalía notablemente por encima del lomo.
Cuando el animal se acercó, Levine vio el moteado verde de la cabeza, el cuello largo y poderoso, y el robusto cuerpo de vientre verde pálido. El parasaurio medía más de tres metros y medio de altura, aproximadamente como un elefante grande. Su cabeza casi llegaba al suelo de la plataforma. El animal avanzaba resueltamente hacia él con pesados pasos. Al cabo de un momento vio asomar una segunda cabeza tras el promontorio, y luego una tercera y una cuarta. Los animales bramaban y se dirigían en fila hacia él.
En cuestión de minutos el primer animal se hallaba ante la plataforma. Levine contuvo la respiración mientras pasaba junto a la estructura. El animal lo miró desviando sus grandes ojos marrones. Se lamió los labios con una lengua de color morado. La plataforma se sacudía con sus pisadas. Pasó de largo y se adentró en la selva. Poco después desfiló ante él el segundo animal.
El tercer parasaurio rozó la estructura, balanceándola un poco, pero siguió adelante sin inmutarse. Lo mismo hicieron los otros. Uno por uno desaparecieron en la densa vegetación tras la plataforma. La tierra dejó de temblar. Sólo entonces Levine reparó en el sendero que discurría junto a la estructura y penetraba en la selva.
Levine lanzó un suspiro y se relajó lentamente. Tomó los prismáticos y respiró hondo, cada vez más tranquilo. El pánico se disipó. Empezó a sentirse mejor.
De pronto pensó: «¿Qué hacen? ¿Adónde van?». Aquel comportamiento de los parasaurios le resultó sumamente extraño. Mientras comían se hallaban en formación defensiva, pero al moverse se habían dispuesto en fila, lo cual alteraba la habitual agrupación de la manada y dejaba a los animales individuales a merced de los depredadores. Sin embargo, se trataba obviamente de un comportamiento organizado. Debían desplazarse en fila por alguna razón. Pero, ¿cuál?
Una vez en la selva los animales empezaron a emitir bramidos de corta duración. Levine se reafirmó en que debían de ser vocalizaciones para transmitir la posición, quizá para que ningún miembro de la manada se perdiese mientras cruzaban la selva, mientras se trasladaban de un sitio a otro.
Pero, ¿por qué se trasladaban? ¿Adónde iban? ¿Qué hacían?
Desde luego quedándose allí en la plataforma no lo averiguaría. Escuchando los bramidos, vaciló por un instante. Después, dejándose llevar por un impulso, levantó una pierna por encima de la baranda y se descolgó rápidamente por el andamiaje.
Sarah Harding sentía calor y humedad. Algo áspero, como papel de lija, le rozó la cara. Al cabo de un instante volvió a notar en la mejilla esa misma aspereza. Tosió. Le cayeron unas gotas en el cuello. Percibía un extraño olor dulzón, como la cerveza fermentada africana. Oyó muy cerca un siseo grave. Sintió de nuevo el áspero contacto, empezando en el cuello y siguiendo hacia la mejilla.
Abrió lentamente los ojos y vio ante ella la cara de un caballo. El ojo grande e inexpresivo de un caballo la miraba entre unas suaves pestañas. El caballo le daba lametones. Resultaba casi agradable, pensó, casi tranquilizador. Tendida boca arriba en el barro con un caballo…
No era un caballo.
De pronto advirtió que la cabeza era demasiado estrecha, el hocico excesivamente alargado; las proporciones no se correspondían. Se volvió para examinarlo con más detenimiento y vio una cabeza pequeña unida por un cuello extraordinariamente robusto a un cuerpo macizo.
Se incorporó en el acto y quedó de rodillas en el barro.
—¡Dios mío! —exclamó.
Sus bruscos movimientos sobresaltaron al enorme animal, que resopló alarmado y se alejó despacio. Avanzó unos pasos por la orilla lodosa y se volvió de nuevo, lanzándole una mirada de reproche.
Harding tenía ahora una perspectiva completa del animal: cabeza pequeña, cuello grueso, cuerpo enorme y pesado, una doble hilera de placas pentagonales a lo largo del lomo. Arrastraba la cola, formada por púas.
Harding parpadeó. No era posible.
Confusa y algo aturdida, buscó en la memoria el nombre de aquella criatura, teniendo que remontarse hasta la infancia. Estegosaurio.
Era un estegosaurio.
En su asombro, recordó la habitación blanca del hospital donde había visitado a Ian Malcolm, quien, delirando, mencionaba los nombres de varios dinosaurios. Harding siempre había albergado sospechas, pero incluso en ese momento, hallándose ante un estegosaurio vivo, su reacción primera fue pensar que se trataba de un truco. Sarah escudriñó al animal con los ojos entornados, buscando la costura del disfraz, las articulaciones mecánicas bajo la piel. Pero no las había, y la criatura se movía de un modo integrado, orgánico. El estegosaurio pestañeó lentamente y se dio media vuelta. Se acercó al agua y bebió a lametones con su lengua grande y áspera.
La lengua era de color azul oscuro.
¿Cómo era posible? ¿Azul oscuro de sangre venosa? ¿Era un animal de sangre fría? No. Se movía con demasiada fluidez; poseía la serenidad —e indiferencia— de una criatura de sangre caliente. Los lagartos y reptiles siempre parecían pendientes de la temperatura de su entorno. Aquel animal no se comportaba así ni remotamente. Permanecía en la sombra y bebía agua fría, ajeno a todo.
Harding se miró la camisa y vio la saliva espumosa que le resbalaba desde el cuello. Había babeado sobre ella. Tocó la sustancia con los dedos. Estaba caliente.
Era en efecto un animal de sangre caliente. Un estegosaurio.
Harding lo observó con atención.
La piel del estegosaurio presentaba una textura granulada, pero no escamosa como la de un reptil. Se semejaba más a la piel de un rinoceronte o un jabalí verrugoso, salvo que no tenía pelos ni púas.
Se movía con lentitud. Ofrecía un aspecto apacible y un tanto estúpido. Y a juzgar por su cabeza, pensó Harding, probablemente era estúpido. La cavidad cerebral debía de ser mucho menor que la de un caballo, muy pequeña para el peso del cuerpo.
Harding se puso de pie y gimió. Le dolía hasta el último músculo y le temblaban las piernas. Tomó aire.
A unos metros de ella el estegosaurio se quedó inmóvil, observando su apariencia en posición erguida. Al ver que no se movía, perdió el interés y siguió bebiendo.
—¡Maldita sea! —dijo Harding.
Consultó el reloj. Era la una y media; el Sol continuaba prácticamente en su cenit. No podía usar el Sol para orientarse y el calor era intenso. Decidió que era mejor ponerse en marcha y buscar a Malcolm y Thorne. Descalza, se vio obligada a andar rígidamente y los músculos le dolieron más aún. Se encaminó hacia la selva, dejando atrás el río.
Pasada media hora empezó a acuciarla la sed, pero en la sabana africana se había acostumbrado a estar sin agua largos períodos de tiempo. Siguió caminando, indiferente a su propio malestar. Al llegar a lo alto de un monte, encontró un paso de animales, un sendero ancho y lodoso que atravesaba la selva. Por allí era más fácil andar. Quince minutos después oyó unos gañidos nerviosos que provenían de más adelante. Le recordaron al sonido de los perros. Avanzó con precaución.
Al cabo de un momento estalló un repentino fragor en la espesura, procedente de varias direcciones y de pronto un animal lacertiforme, de color verde oscuro, salió de entre el follaje a gran velocidad, gritó y brincó sobre ella. Harding se agachó instintivamente, y cuando apenas se había recuperado del sobresalto, apareció un segundo animal y pasó rápidamente junto a ella. En cuestión de segundos se vio rodeada por una manada entera que corría y emitía gañidos de terror. Un animal tropezó con ella y la derribó. Harding cayó en el barro mientras otros animales saltaban y chocaban alrededor.
A un par de metros vio un árbol grande de ramas caídas. Sin pensarlo dos veces se levantó, agarró la primera rama y trepó a ella. Consiguió afianzarse en una posición segura en el preciso instante en que pasaba bajo el árbol en persecución de las criaturas verdes un dinosaurio de otra clase, con afiladas garras. Cuando el animal se alejó, pudo observar su cuerpo oscuro, de un metro ochenta de altura y surcado de rayas rojizas como las de un tigre. Poco después apareció un segundo animal rayado y luego un tercero; era toda una manada de depredadores, que silbaban y gruñían mientras daban caza a los dinosaurios verdes.
Después de tantos años dedicada a la investigación de campo, casi instintivamente empezó a contar los animales que corrían bajo ella. Había diez depredadores rayados, y eso despertó de inmediato su interés. No tenía sentido, se dijo. Una vez que pasó el último depredador, saltó al suelo y siguió a la manada. Por un instante pensó que era una imprudencia, pero se rindió a la curiosidad. Subió por el sendero tras el rastro de los dinosaurios atigrados, pero incluso antes de llegar a lo alto del monte adivinó por sus gruñidos que ya habían capturado una presa. Desde lo alto observó cómo devoraban al animal abatido.
En África nunca había visto nada igual. En la llanura de Seronera el acto de comerse a la presa tenía su propia organización, bastante previsible y casi majestuosa. Los depredadores mayores, leones o hienas, se disponían alrededor del animal muerto, alimentándose junto con sus crías. A cierta distancia aguardaban su turno los buitres y marabús, y aún más lejos, moviéndose en círculo con gran cautela, se hallaban los chacales y otros pequeños carroñeros. Los distintos animales devoraban diferentes partes del cuerpo: las hienas y los buitres comían los huesos; los chacales mordisqueaban el animal hasta dejarlo limpio de carne. Éstas eran las pautas establecidas, y en consecuencia apenas se producían disputas por el alimento.
Allí, en cambio, se desplegaba ante sus ojos un verdadero caos, un torbellino en torno de la comida. Los depredadores rayados se apiñaban sobre el animal caído y arrancaban furiosamente trozos de carne, interrumpiéndose con frecuencia para amenazarse y agredirse entre ellos. Se peleaban con auténtica saña. Un depredador hincó los dientes al animal situado junto a él, infligiéndole una profunda herida en un costado. De inmediato otros depredadores intentaron morder al mismo animal, que retrocedió mal herido, renqueando y sangrando. Una vez en la periferia del grupo, el animal herido se desquitó asestando una dentellada en la cola a otra de las criaturas y causándole también una grave herida.
Un ejemplar joven, aproximadamente la mitad de grande que los otros, forcejeaba para alcanzar un trozo de carne. Los adultos, en vez de abrirle paso, le gruñían y lo atacaban. A menudo el más joven estaba obligado a saltar ágilmente hacia atrás y mantenerse a distancia de los afilados colmillos de sus mayores. Harding no vio crías. Aquélla era una sociedad de adultos brutales.