—Sigue atento —indicó Levine—. Es bastante evidente.
Arby observó los animales con los prismáticos y comentó a Kelly:
—No soporto cuando dice que es evidente.
—Te comprendo —asintió Kelly con un suspiro.
De reojo Arby advirtió que Thorne le hacía señas. Formó una V con los dedos e inclinó uno de ellos. El movimiento del primer dedo obligaba al segundo a desplazarse. Es decir, los dos dedos guardaban relación…
Si era una pista, Arby no la captaba. Arrugó la frente.
A continuación Thorne, en silencio, dibujó con los labios la palabra puente.
Arby contempló de nuevo la llanura y reparó en las largas colas de los apatosaurios, que se mecían sobre los animales más jóvenes.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Arby—. Utilizan las colas para defenderse, y necesitan un cuello largo a modo de contrapeso. Es como un puente colgante.
—Lo has deducido muy deprisa —le reprochó Levine, mirando a Arby de soslayo.
Thorne volvió la cabeza, ocultando una sonrisa.
—Pero tengo razón… —dijo Arby.
—Sí —admitió Levine—. En esencia tu interpretación es correcta. Los cuellos largos existen en función de las colas largas. Es distinto con los saurópodos, que se yerguen sobre las patas traseras. Pero en los cuadrúpedos es necesario contrarrestar el peso de la cola; de lo contrario, el animal se caería de espaldas.
—Sin embargo, hay algo mucho más sorprendente en esa manada de apatosaurios —observó Malcolm.
—¿Sí? —preguntó Levine—. ¿Qué?
—No se ven verdaderos adultos —afirmó Malcolm—. Esos animales son muy grandes para lo que estamos acostumbrados a ver. Pero la realidad es que ninguno ha alcanzado el tamaño adulto. Me parece desconcertante.
—¿En serio? A mí no me inquieta en absoluto —repuso Levine—. Sin duda se debe sencillamente a que aún no han tenido tiempo de alcanzar la madurez. Con toda seguridad los apatosaurios crecen más despacio que otros dinosaurios. Al fin y al cabo, también los mamíferos grandes, como el elefante, se desarrollan más lentamente que los pequeños.
Malcolm movió la cabeza en un gesto de negación.
—Ésa no es la explicación.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es? —inquirió Levine.
—Sigue atento —sugirió Malcolm, señalando la llanura—. Es bastante evidente.
Los niños se rieron con disimulo. Levine dio un respingo de enojo.
—Lo evidente —argumentó— es que ninguna de las especies ha alcanzado plenamente su tamaño adulto. Los triceratops, los apatosaurios y aun los parasaurios son algo menores de lo que cabría esperar. Eso hace pensar en algún factor común a todos: algún elemento de la dieta, los efectos del confinamiento en una isla pequeña o quizás incluso el modo en que fueron creados. Pero eso no me parece preocupante ni especialmente destacable.
—Tal vez tengas razón —dijo Malcolm—, o tal vez no.
—¿No hay vuelos? —protestó Sarah Harding—. ¿Cómo que no hay vuelos?
Eran las once de la mañana. Harding llevaba quince horas volando, la mayor parte del tiempo en un transporte militar estadounidense que la había trasladado de Nairobi a Dallas. Estaba agotada. Se sentía sucia; necesitaba ducharse y cambiarse de ropa. Y en vez de eso estaba obligada a discutir con un terco policía en un miserable pueblo costero de Costa Rica. Afuera había cesado de llover, pero el cielo seguía gris y las nubes flotaban a baja altura sobre el desierto aeródromo.
—Lo siento —se disculpó Rodríguez—. No es posible concertar ningún vuelo.
—Pero, ¿y el helicóptero que transportó antes a esos hombres?
—Hay un helicóptero, sí.
—¿Y dónde está? —preguntó Harding.
—No está aquí.
—Me doy cuenta. Pero, ¿dónde está?
—Se fue a San Cristóbal —respondió Rodríguez, abriendo las palmas de las manos.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé. Mañana o quizá pasado.
—Señor Rodríguez —dijo Harding con firmeza—, tengo que estar en esa isla hoy.
—La entiendo. Pero no está en mis manos ayudarla.
—¿Qué me sugiere?
—No se me ocurre nada —contestó Rodríguez con un gesto de indiferencia.
—¿Hay algún barco que pueda llevarme?
—No sé de ningún barco.
—Esto es un puerto —insistió Harding, señalando por la ventana—. Ahí fuera veo varias embarcaciones.
—Lo sé. Pero dudo de que zarpe alguno hacia las islas. Las condiciones meteorológicas no son favorables.
—Y si voy a…
—Sí, por supuesto —admitió Rodríguez con un suspiro—. Claro que puede preguntar.
Fue así como poco después de las once de aquella lluviosa mañana Sarah Harding se encontró en el precario muelle de madera con su mochila a la espalda. Había cuatro barcos amarrados, y todos despedían un intenso olor a pescado. Sin embargo, no se veía a nadie en las inmediaciones. Toda la actividad se desarrollaba al otro extremo del muelle, donde se encontraba atracado un barco mucho mayor. En esos momentos se disponían a cargar un jeep Wrangler rojo, junto con varias cajas de provisiones y unos grandes bidones metálicos. Harding contempló el jeep con admiración; incluía modificaciones especiales y tenía el tamaño de un Land Rover Defender, el vehículo más codiciado para la investigación de campo. Pensó que las alteraciones de aquel jeep debían de ser muy caras, asequibles sólo a investigadores con mucho dinero.
De pie en el muelle, dos norteamericanos con sombreros de ala ancha daban instrucciones mientras una vieja grúa izaba el jeep ladeado para depositarlo en la cubierta del barco.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó uno de ellos cuando el jeep aterrizó bruscamente en la cubierta de madera—. ¡Maldita sea, un poco más de atención!
Varios estibadores empezaron a cargar las cajas en el barco. La grúa giró nuevamente hacia el muelle para recoger los bidones. Harding se acercó al hombre más próximo y dijo educadamente:
—Disculpe, pero quizá podría ayudarme.
El hombre la miró de reojo. Era de estatura mediana, con la piel rojiza y facciones suaves; la indumentaria caqui de safari no le sentaba bien. Estaba tenso.
—Ahora estoy ocupado —contestó—. ¡Ojo, Manuel! ¡Ahí hay material muy delicado!
—Perdone la molestia —insistió ella—, pero me llamo Sarah Harding e intento…
—No me interesaría aunque fuera Sarah Bernhardr… ¡Manuel! ¡Maldita sea! —Agitó los brazos—. ¡Eh, tú! ¡Sí, tú! ¡Coloca esa caja de pie!
—Intento llegar a isla Sorna.
Al oír esto el hombre cambió de actitud radicalmente.
—¿Isla Sorna? —preguntó—. ¿Tiene algo que ver por casualidad con el doctor Levine?
—Sí.
—¡Por Dios! ¡Qué coincidencia! —exclamó, y de pronto asomó a sus labios una cálida sonrisa. Tendiéndole la mano, añadió—: Soy Lew Dodgson, de Biosyn Corporation, en Cupertino. Éste es mi compañero Howard King.
—Hola —saludó el otro hombre. Howard King era más joven y alto que Dodgson, y atractivo según los patrones de California.
Sarah lo clasificó de inmediato: un eterno subordinado, servil hasta la médula. A la vez advirtió algo extraño en su comportamiento hacia ella: se apartó un poco, aparentemente tan incómodo en su presencia como Dodgson cordial.
—Y allí —continuó Dodgson, señalando hacia el barco— está nuestro otro acompañante, George Baselton.
Harding vio en la cubierta a un hombre fornido inclinado sobre las cajas que se encontraban ya a bordo. Tenía las mangas de la camisa empapadas de sudor.
—¿Son amigos de Richard? —preguntó Harding.
—Ahora precisamente íbamos a verlo —respondió Dodgson. Por un instante titubeó, frunciendo el entrecejo—. Pero… no nos ha hablado de usted…
Sarah Harding tomó conciencia súbitamente de su propio aspecto: una mujer de unos treinta años, de baja estatura, vestida con una camisa arrugada, un pantalón corto de color caqui y unas robustas botas. Estaba sucia y despeinada después de tantas horas de vuelo.
—Conocí a Richard a través de Ian Malcolm —declaró—. Ian y yo somos viejos amigos.
—Ya veo… —dijo Dodgson, mirándola como si desconfiase de ella.
Harding se sintió obligada a dar explicaciones:
—He estado en África. Decidí venir a último momento. Me llamó Doc Thorne.
—Ah, sí. —Dodgson pareció relajarse, como si de pronto todo encajase—. Doc, cómo no.
—¿Richard está bien? —preguntó Harding.
—Espero que sí, porque todo este material es para él.
—¿Salen ahora hacia Sorna? —quiso saber Harding.
—Sí, enseguida, si el tiempo se mantiene —respondió Dodgson, echando un vistazo al cielo—. Estaremos listos dentro de cinco o diez minutos. Si quiere venir con nosotros, será bienvenida —añadió alegremente—. No nos vendrá mal la compañía. ¿Dónde están sus cosas?
—Sólo llevo esto —contestó Harding, levantando la pequeña mochila.
—Viaja con poco equipaje, ¿eh? Bueno, señorita Harding, bienvenida a la fiesta.
Tanta amabilidad contrastaba notablemente con su actitud inicial. Sin embargo, advirtió que el hombre más atractivo, King, seguía actuando con recelo. King le volvió la espalda y simuló estar muy ocupado, advirtiendo a los estibadores que cargasen con cuidado las últimas cajas, que llevaban estampado el rótulo «Biosyn Corporation». Harding tuvo la clara impresión de que la eludía. Por otra parte, apenas había visto al tercer hombre, el de la cubierta. Por un momento vaciló.
—¿Seguro que no hay inconveniente…?
—¡Claro que no! —repuso Dodgson—. ¡Estamos encantados! Además, si no viene con nosotros, ¿cómo va a llegar a la isla? No hay aviones y el helicóptero se ha ido.
—Sí, ya lo sé. Pregunté…
—Bueno, ya lo sabe. Si desea ir a la isla, mejor será que nos acompañe.
Harding miró el jeep y comentó:
—Creo que Doc ya debe de estar allí con su equipo.
Al oír esto el segundo hombre, King, de repente volvió la cabeza visiblemente alarmado. Dodgson se limitó a asentir.
—Sí, eso creo. Salió hacia allí anoche, según tengo entendido.
—Eso me dijo —confirmó Harding.
—Muy bien —aprobó Dodgson—. Entonces estará allí. Al menos eso espero.
Desde la cubierta llegaron gritos. Al cabo de un instante el capitán, vestido con un mameluco mugriento, se asomó y anunció:
—Señor Dodgson, todo a punto.
—Perfecto —dijo Dodgson—. Excelente. Suba a bordo, señorita Harding. ¡Nos vamos!
En medio de una humareda negra el barco de pesca salió del puerto y se adentró en el mar. Howard King notaba bajo sus pies la vibración de los motores y los crujidos de la madera. Oía los gritos de la tripulación. Cuando se dio vuelta, vio el pequeño pueblo de Puerto Cortés, un puñado de casas arracimado junto a la orilla. Confiaba en que aquel maldito barco estuviese en condiciones de navegar, pues se hallaban en el último rincón del mundo.
Y Dodgson estaba actuando precipitadamente. Volvía a correr riesgos.
Ésa era la situación que King más temía.
Howard King conocía a Lewis Dodgson desde hacía casi diez años, prácticamente desde que se incorporó a Biosyn recién salido de Berkeley, cuando era una joven promesa en el campo de la investigación, con energía suficiente para conquistar el mundo. Como tema de la tesis doctoral King había elegido los factores de coagulación de la sangre. Había entrado en Biosyn en un momento de gran interés por esos factores, que parecían entrañar la clave para disolver coágulos en pacientes con ataques cardíacos. Las compañías biotecnológicas competían para desarrollar un nuevo fármaco capaz de salvar vidas y, de paso, generar considerables beneficios.
En un principio King trabajó con una prometedora sustancia llamada hemaglutin V-5 o HGV-5. En los primeros ensayos disolvía agregaciones de plaquetas en un grado asombroso. King se convirtió en el joven investigador con más porvenir en Biosyn. Su fotografía ocupó un lugar destacado en el anuario. Disponía de un laboratorio propio y de un presupuesto de casi medio millón de dólares.
Y de pronto, sin previo aviso, se le vino el mundo abajo. En las pruebas preliminares con seres humanos el HGV–5 no disolvió los coágulos ni en infartos de miocardio ni en embolias pulmonares. Peor aún, produjo graves efectos secundarios: hemorragias gastrointestinales, erupciones cutáneas y complicaciones neurológicas. Cuando un paciente murió con convulsiones, la compañía suspendió las pruebas. Al cabo de unas semanas King perdió su laboratorio. Un investigador danés recién llegado ocupó su puesto; estaba desarrollando un extracto a base de saliva de sanguijuela amarilla de Sumatra al parecer con más posibilidades de éxito.
King, trasladado a un laboratorio más modesto, decidió que estaba ya cansado de los factores sanguíneos y se concentró en los calmantes. Tenía un interesante compuesto, el isómero L de una proteína extraída del sapo cornudo africano, que por lo visto poseía efectos narcóticos. Pero ya había perdido la confianza en sí mismo, y cuando la compañía revisó su trabajo, se llegó a la conclusión de que la investigación no estaba suficientemente documentada para garantizar el visto bueno de las autoridades sanitarias. Su proyecto sobre el sapo cornudo se suspendió de inmediato.
King tenía entonces treinta y cinco años y había fracasado dos veces. Su fotografía no se incluía ya en el anuario y corrían rumores de que le rescindirían el contrato en la siguiente revisión de resultados. Cuando propuso un nuevo proyecto, fue rechazado en el acto. Eran momentos difíciles en su vida.
Fue en esta época que, un día, Lewis Dodgson lo invitó a comer.
Dodgson tenía muy mala fama entre los investigadores; era conocido como «el maquillador», porque se apropiaba del trabajo ajeno y lo embellecía para presentarlo como propio. Tiempo atrás, King nunca se habría dejado ver con él. Sin embargo, en esa ocasión permitió que Dodgson lo llevase a una marisquería cara de San Francisco.
—La investigación es ardua —comentó Dodgson con tono comprensivo.
—Dímelo a mí —coincidió King.
—Ardua y arriesgada —añadió Dodgson—. El hecho es que la investigación innovadora rara vez da el resultado que uno espera. Pero, ¿se hacen cargo de eso los directivos de las compañías? No. Si la investigación fracasa, tú cargas con la culpa. Eso no es justo.
—A mí me lo vas a contar —dijo King.
—Pero así son las reglas del juego —sentenció Dodgson con un gesto de resignación, y ensartó la pata de un cangrejo con el tenedor.
King guardó silencio.