Ante Thorne, bajo el sol intenso de media mañana, surgieron dos enormes tiranosaurios, ambos de más de seis metros de altura. Tenían una piel rojiza, tipo cuero, y las descomunales cabezas, provistas de poderosas mandíbulas y afilados dientes, ofrecían un aspecto feroz. Sin embargo, por alguna razón no transmitían una sensación de amenaza. Se movían con lentitud, casi con suavidad, inclinándose una y otra vez sobre un amplio refugio circular de barro seco con una pared de alrededor de más de un metro de altura. Cada vez que se agachaban y metían la cabeza en el refugio sujetaban entre los dientes trozos de carne roja. Esta acción era recibida con un agudo y nervioso chirrido, que se interrumpía casi de inmediato. Cuando los adultos alzaban nuevamente la cabeza, la carne había desaparecido.
Indudablemente aquello era el nido. Y Malcolm no se había equivocado: un tiranosaurio era mucho más grande que el otro. Después de unos instantes el curioso chirrido se reanudaba. Sonaba como los gritos de los pollitos. Los adultos siguieron agachando la cabeza, dando de comer a las invisibles crías. Un pedazo de carne cayó en el borde del montículo de barro. Ante la mirada de Thorne, una cría de tiranosaurio se asomó por encima de la pared del nido e intentó encaramarse. Era del tamaño de un pavo y tenía la cabeza y los ojos muy grandes. Cubría su cuerpo una fina pelusa roja —blanca alrededor del cuello—, que le daba una apariencia descarnada. La cría emitió su intermitente chillido y reptó torpemente hacia la carne, ayudándose con los débiles miembros anteriores. Cuando por fin alcanzó la carroña, hincó con decisión sus pequeños y puntiagudos dientes.
Mientras devoraba laboriosamente la carne, empezó de pronto a resbalar por el lado exterior de la pared de barro seco y gritó alarmada. De inmediato la madre agachó la cabeza e interceptó la caída de la cría. A continuación la empujó con el hocico hasta devolverla al interior del nido. Thorne observó impresionado la delicadeza de sus movimientos, el esmero con que cuidaba a su cría. Entretanto el padre siguió arrancando pequeños trozos de carne. Los dos tiranosaurios adultos producían un incesante ronroneo, como para tranquilizar a las crías.
Thorne cambió de postura y pisó una rama: se oyó un sonoro chasquido.
Al instante los dos adultos levantaron la cabeza. Thorne se quedó inmóvil y contuvo la respiración.
Los tiranosaurios escudriñaron las inmediaciones del nido, mirando atentamente en todas las direcciones. Estaban tensos y alertas, dirigiendo la mirada a un lado y a otro con breves y entrecortados movimientos de cabeza. Al cabo de un momento se relajaron. Balancearon las cabezas y entrechocaron delicadamente los hocicos. Parecía una especie de ritual, casi una danza. Luego siguieron dando de comer a las crías.
Una vez que se calmaron, Thorne retrocedió sigilosamente hacia la motocicleta.
—Doctor Thorne, lo veo —susurró Arby por los auriculares. Thorne no contestó. Se limitó a golpear ligeramente el micrófono con un dedo para indicar que había oído el mensaje.
—Creo que he localizado al doctor Levine —informó Arby en voz baja—. Está a su izquierda.
Thorne volvió a golpear el micrófono y se volvió.
A su izquierda, entre los helechos, vio una bicicleta oxidada. Estaba apoyada contra un árbol y llevaba un rótulo donde se leía: «Prop. InGen Corp».
«No está mal», pensó Arby en el tráiler mientras seleccionaba y distribuía las imágenes de las distintas cámaras en el monitor. Finalmente había optado por dividir la pantalla en cuadrantes; era una buena solución intermedia, ya que le permitía obtener imágenes más grandes y a la vez mantener simultáneamente varias vistas.
Una de las cámaras ofrecía un plano superior de los dos tiranosaurios en el recóndito claro. El sol de media mañana se reflejaba en la hierba pisoteada y lodosa. En el centro de la imagen veía un nido de barro circular rodeado de una alta pared. En el interior había cuatro huevos blancos moteados, del tamaño de pelotas de fútbol. El nido contenía asimismo algunos fragmentos de cascarón y dos crías semejantes a pajaritos desplumados y chillones. Levantaban la cabeza y abrían la boca como pollitos en espera de su alimento.
—Mira, son preciosos —comentó Kelly, contemplando la imagen del monitor. Luego añadió—: Tendríamos que estar allí.
Arby guardó silencio. Él no albergaba tales deseos de acercarse a aquellos animales. Los adultos actuaban con mucha serenidad, pero a Arby aquellos dinosaurios le inspiraban un temor profundamente arraigado que no conseguía analizar. Arby siempre hallaba sosiego en la organización y el orden; incluso disponer las imágenes pulcramente en la pantalla de la computadora lo tranquilizaba. Sin embargo, en aquella isla todo era desconocido e imprevisible, uno nunca sabía qué podía ocurrir. Eso lo inquietaba.
Kelly, en cambio, no cabía en sí de emoción. Hablaba sin cesar sobre los tiranosaurios: sus grandes dimensiones, el tamaño de sus dientes. Estaba entusiasmada y no demostraba el menor miedo.
La actitud de Kelly enojaba un poco a Arby.
—A propósito —dijo Kelly—, ¿por qué estás tan seguro de que localizaste al doctor Levine?
Arby señaló la imagen del nido en el monitor.
—Fíjate.
—Sí, ya lo veo.
—No, Kel. Fíjate bien —insistió Arby.
Mientras miraban la pantalla, la imagen se desplazó ligeramente. Mostró parte del paisaje a la izquierda y de inmediato volvió a centrarse.
—¿Viste? —preguntó Arby.
—Sí, ¿y qué? A lo mejor es el viento.
Arby negó con la cabeza.
—No, Kel. Está subido al árbol. Es Levine quien mueve la cámara.
—¡Oh! —exclamó Kelly. Tras contemplar de nuevo la imagen, añadió—: Tal vez tengas razón.
Arby sonrió. Ésa era la máxima concesión que podía esperar de Kelly.
—Sí, creo que sí.
—Pero, ¿qué hace el doctor Levine subido al árbol?
—Quizás esté ajustando la cámara.
Por la radio oían la respiración de Thorne.
Kelly miró las cuatro imágenes del monitor, cada una de una parte distinta de la isla.
—Estoy impaciente por salir —dijo con un suspiro.
—Sí, yo también —mintió Arby. Echó un vistazo por la ventanilla del tráiler y vio acercarse el Explorer con Eddie y Malcolm. Para sus adentros, se alegró de que llegasen.
Al pie del árbol, Thorne levantó la vista. Las hojas le impedían ver a Levine, pero sabía que estaba allí por el ruido que hacía, excesivo a su juicio. Thorne lanzó una mirada intranquila hacia el claro, oculto tras el follaje. Seguía oyendo el ronroneo, uniforme e ininterrumpido.
Thorne aguardó. Se preguntó para qué demonios habría trepado Levine al árbol. Se produjo un rumor de hojas entre las ramas. Siguió un silencio, luego un gruñido y otro rumor de hojas.
De pronto Levine maldijo en voz alta. Inmediatamente después se oyó un golpe, varios crujidos de ramas y un grito de dolor. Finalmente Levine cayó al suelo de espaldas a los pies de Thorne. Se dio vuelta, agarrándose el hombro.
—¡Maldita sea! —se quejó.
Levine llevaba un uniforme caqui desgarrado por varios sitios y sucio de barro. Bajo una barba de tres días y numerosas manchas de barro, estaba ojeroso y demacrado. Alzó la vista cuando Thorne se acercó a él y sonrió.
—Eres la última persona que esperaba encontrarme, Doc —dijo Levine—. Pero tu llegada no podía ser más oportuna.
Thorne le extendió la mano. Cuando Levine estaba a punto de tomársela, del claro detrás de ellos, los tiranosaurios emitieron un bramido ensordecedor.
—¡Oh, no! —exclamó Kelly.
En el monitor los dos tiranosaurios, inquietos, se movían rápidamente en círculo levantando la cabeza y bramando.
—¿Qué pasa, doctor Thorne? preguntó Arby.
Por la radio oyeron la voz de Levine, débil y ronca, pero no consiguieron descifrar sus palabras. Eddie y Malcolm entraron en el tráiler. Malcolm echó un vistazo al monitor y ordenó:
—¡Diles que se marchen de ahí ahora mismo!
En la imagen, los dos tiranosaurios se daban la espalda y vigilaban los límites del claro, protegiendo a las crías. Blandían sus voluminosas colas sobre el nido. Pero la tensión era palpable.
De pronto uno de ellos bramó y se precipitó hacia el follaje.
—¡Doctor Thorne! ¡Doctor Levine! ¡Salgan de ahí!
Thorne pasó una pierna sobre la motocicleta y asió los puños de goma del manubrio. Levine saltó detrás y se aferró a la cintura de Thorne. Éste oyó un escalofriante rugido y, al volver la cabeza, vio un tiranosaurio atravesar el follaje y abalanzarse hacia ellos. El animal avanzaba a toda velocidad, con la cabeza baja y las fauces abiertas en una inconfundible postura de ataque.
Thorne accionó el arranque. El motor eléctrico se puso en marcha con un ligero susurro y la rueda trasera giró en el barro sin moverse.
—¡Vamos! —gritó Levine—. ¡Vamos!
El tiranosaurio corría hacia ellos sin dejar de rugir. Thorne notaba temblar el suelo. El rugido era tan atronador que hería los oídos. El animal se hallaba casi sobre ellos, adelantando la enorme cabeza, abriendo la boca completamente.
Thorne empujó con los talones. De pronto la rueda trasera recuperó la tracción, lanzando barro hacia atrás, y la motocicleta empezó a ascender rápidamente por el camino lodoso. Aceleró al máximo. La motocicleta patinaba peligrosamente.
A sus espaldas, Levine vociferaba, pero Thorne no lo escuchó. El corazón le latía con fuerza. La motocicleta saltó en un pozo del camino y casi perdieron el equilibrio. Cuando recuperaron la estabilidad, Thorne volvió a acelerar. No se atrevía a volver la cabeza. Percibía un hedor de carne podrida, oía la respiración estentórea del animal…
—¡Doc, calma! —gritó Levine.
Thorne no le prestó atención. La motocicleta ascendía velozmente por la ladera. Las ramas los golpeaban; el barro les salpicaba en la cara y el pecho. La rueda delantera se metió en un surco y la motocicleta se desvió hacia el follaje. Thorne reaccionó rápidamente y volvieron al centro del camino. Oyó otro rugido e imaginó que era más débil, pero…
—¡Doc! —protestó Levine, acercando la boca a la oreja de Thorne—. ¿Quieres que nos matemos? ¡Doc! ¡Estamos solos!
Llegaron a un tramo llano del camino y Thorne se arriesgó a mirar hacia atrás por encima del hombro. Levine tenía razón. Estaban solos. El tiranosaurio había desaparecido, aunque sus rugidos se oían aún a lo lejos.
Redujo la velocidad.
—Cálmate —repitió Levine, moviendo la cabeza en un gesto de desaprobación. Estaba pálido y asustado—. Eres un pésimo conductor, ¿lo sabías? Deberías tomar algunas clases. Casi nos matamos.
—Pero nos atacaba el tiranosaurio —se justificó Thorne, indignado. Ya conocía de sobra el tono crítico de Levine, pero en esos momentos…
—Eso es ridículo —refutó Levine—. No nos atacaba ni mucho menos.
—Pero sin duda parecía que sí —afirmó Thorne.
—No, no, no —insistió Levine—. No nos atacaba. El rex defendía su nido, que es muy distinto.
—Yo no he notado la diferencia —dijo Thorne. Detuvo la motocicleta y miró a Levine con furia.
—De hecho —continuó Levine—, si el rex hubiese decidido cazarnos, ahora estaríamos muertos. Pero se detuvo casi de inmediato.
—¿En serio?
—Sin lugar a dudas —aseguró Levine con su habitual pedantería—. El rex sólo pretendía ahuyentarnos y defender su territorio. Nunca habría dejado indefenso el nido a menos que hubiésemos tomado o alterado algo. Con toda seguridad ahora mismo está otra vez con su pareja, pendiente de los huevos, sin moverse de allí.
—Tuvimos suerte de que sea tan buen padre —comentó Thorne, acelerando el motor.
—Claro que es un buen padre —afirmó Levine—. Cualquier idiota se daría cuenta de eso. ¿No te fijaste en lo delgado que está? Descuida su propia alimentación para dar de comer a sus crías. Probablemente lleva así semanas. Un Tyrannosaurus rex es un animal complejo, con hábitos de caza complejos. Y también desarrolla un comportamiento complejo en el cuidado de la nidada. No me sorprendería que la función paterna de un tiranosaurio adulto se prolongase durante meses. Es posible que enseñen a sus crías a cazar, por ejemplo. Quizá lleven al nido pequeños animales heridos y dejen que los más jóvenes acaben con ellos. Esa clase de cosas. Será interesante averiguar cómo actúan exactamente. ¿Qué esperamos aquí parados?
La radio crepitó a través del auricular de Thorne.
—Nunca se le ocurriría darte las gracias por haberle salvado la vida —dijo Malcolm.
Thorne lanzó un gruñido.
—Obviamente no.
—¿Con quién hablas? —preguntó Levine—. ¿Con Malcolm? ¿Está aquí?
—Sí —contestó Thorne.
—Seguro que está de acuerdo conmigo, ¿verdad?
—No exactamente repuso Thorne, negando con la cabeza.
—Oye, Doc, siento que te hayas asustado, pero no había razón para ello. El hecho es que no corríamos ningún peligro… salvo por tu desastrosa manera de conducir.
—Bien. Muy bien. —A Thorne todavía le martilleaba el corazón en el pecho. Respiró hondo, giró a la izquierda con la motocicleta e inició el descenso hacia el campamento por un camino más ancho.
—Me alegro mucho de verte, Doc —admitió Levine—. De verdad.
Thorne guardó silencio. Siguió ladera abajo por el camino que se abría entre el follaje. Descendieron hasta el valle, cobrando velocidad con la pendiente. No tardaron en ver los tráilers en medio del claro.
—Estupendo —aprobó Levine—. Trajiste todo. ¿Y funciona el equipo? ¿Todo llegó en buen estado?
—Parece que sí.
—¡Perfecto! —exclamó Levine—. Todo va sobre ruedas.
—Yo no diría tanto comentó Thorne.
Por la ventanilla trasera del tráiler Kelly y Arby los saludaban alegremente.
—¿Es una broma? —preguntó Levine.