—Apágalo —suplicó Kelly.
Al cabo de un momento el sonido cesó. Kelly suspiró y hundió los hombros.
—Gracias.
—Yo no hice nada —respondió Arby.
Kelly echó un vistazo a la pantalla y volvió a apartar la mirada de inmediato. El tiranosaurio desgarraba algo rojo con los dientes. Kelly se estremeció.
En el tráiler reinaba el silencio. Kelly oyó el leve ruido de los contadores electrónicos y el zumbido de las bombas de agua instaladas bajo el suelo. De afuera llegaba el suave rumor de la hierba agitada por el viento. Súbitamente Kelly se sintió muy sola y aislada en aquella isla.
—Arby, ¿qué vamos a hacer?
Arby no contestó.
Se levantó y corrió hacia el baño.
—Lo sabía —se lamentó Malcolm, mirando el monitor del tablero—. Sabía que ocurriría algo así. Han intentado robar los huevos. ¡Y ahora, fíjense, los tiranosaurios se van! ¡Los dos! —Pulsó el botón de la radio—. Arby. Kelly. ¿Están ahí?
—No podemos hablar —dijo Kelly.
El Explorer siguió descendiendo por la ladera en dirección al nido de tiranosaurio. Thorne sujetaba con fuerza el volante.
—¡Qué horror! —exclamó.
—Kelly. ¿Me escuchas? No vemos qué está pasando. ¡Los tiranosaurios han abandonado el nido! ¿Kelly? ¿Qué pasa?
Dodgson corrió a toda prisa hacia el jeep. La batería se desprendió de su cinturón y cayó al suelo, pero no le importó. Vio a King, pálido y tenso, que esperaba junto al jeep.
Dodgson se sentó al volante y encendió el motor. Los tiranosaurios rugieron.
—¿Dónde está Baselton? —preguntó King.
—No pudo escapar —contestó Dodgson.
—¿Qué quieres decir?
¡Quiero decir que no pudo escapar, y punto! —gritó Dodgson, y arrancó bruscamente. El jeep empezó a subir por la cuesta tambaleándose. Oyeron los rugidos de los tiranosaurios tras ellos.
King, con el huevo entre los brazos, miró hacia atrás.
—Quizá deberíamos deshacernos de esto —sugirió.
—¡Ni se te ocurra! exclamó Dodgson.
King comenzó a bajar la ventanilla.
—Quizá sólo quieran recuperar el huevo.
—No —dijo Dodgson—. ¡No! Alargó el brazo hacia el asiento contiguo y forcejeó con King mientras conducía. El sendero era estrecho y tenía profundos baches. El jeep se sacudía de un lado a otro.
De pronto uno de los tiranosaurios salió de entre los árboles y, gruñendo, se plantó ante ellos en el camino.
—¡Dios mío! exclamó Dodgson, pisando el freno. El jeep se deslizó vertiginosamente sobre el barro hasta detenerse.
El tiranosaurio avanzó hacia ellos rugiendo.
—¡Da la vuelta! —indicó King—. ¡Da la vuelta!
Dodgson, en lugar de dar la vuelta, dio marcha atrás y pisó el acelerador. El vehículo salió disparado por el estrecho camino.
—¡Estás loco! —gritó King—. ¡Nos vamos a matar!
Dodgson alargó el brazo y golpeó a King.
—¡Cállate de una vez!
Maniobrar marcha atrás por aquel sinuoso camino requería toda su atención. Aun yendo a máxima velocidad, estaba seguro de que el tiranosaurio los alcanzaría. No iba a funcionar. Se encontraban en un jeep de mierda con una capota de tela de mierda e iban a terminar muertos…
—¡Cuidado! —advirtió King.
Detrás apareció el segundo tiranosaurio, que arremetía contra ellos. Dodgson miró al frente. El primer tiranosaurio avanzaba implacablemente. Estaban atrapados.
Aterrorizado, dio un golpe de volante y el jeep salió del camino, retrocediendo entre la densa maleza y los árboles. De repente Dodgson sintió un sacudón. El vehículo se inclinó peligrosamente por la parte posterior, y Dodgson comprendió que las ruedas traseras colgaban al borde de un precipicio. Pisó desesperadamente el acelerador, pero las ruedas giraban en el aire. Era inútil. Y lentamente el jeep empezó a resbalar hacia atrás, hundiéndose más y más en un follaje tan denso que impedía toda visibilidad. Junto a él, King sollozaba. Oyó los rugidos de los tiranosaurios, ya muy cerca.
Dodgson abrió la puerta del jeep y saltó al vacío. Se precipitó a través del follaje, chocó contra el tronco de un árbol y rodó por una empinada pendiente. En algún momento sintió un fuerte golpe en la frente y vio estrellas hasta que, instantes después, lo envolvió la oscuridad y perdió el conocimiento.
Permanecían en el interior del Explorer, detenidos en lo alto del monte que dominaba la parte oriental del valle. Llevaban las ventanillas abiertas y oían los rugidos de los tiranosaurios, que se movían ruidosamente entre la vegetación.
—Los dos abandonaron el nido —comentó Thorne.
—Sí —asintió Malcolm con un suspiro—. Esos individuos deben de haberse llevado algo.
Guardaron silencio durante un rato y escucharon atentamente. Oyeron un suave zumbido, y al cabo de un momento llegó Eddie en la moto.
—Pensé que podrían necesitar ayuda. ¿Van a bajar hasta el nido? Malcolm negó con la cabeza y dijo:
—No, ni hablar. Es demasiado peligroso; no sabemos dónde están.
—¿Por qué se quedó Dodgson inmóvil? —preguntó Sarah Harding—. Ésa no es la manera de actuar ante depredadores. Si uno se encuentra rodeado de leones, tiene que hacer mucho ruido, agitar las manos y lanzarles cosas. En fin, intentar asustarlos. Uno no se queda ahí parado.
—Probablemente había leído el artículo que no debía —observó Malcolm—. Circula la teoría de que los tiranosaurios sólo ven el movimiento. Un tal Roxton reprodujo mediante moldes la cavidad cerebral del rex y llegó a la conclusión de que los tiranosaurios poseían el cerebro de una rana.
La radio volvió a sonar.
—Roxton creyó que los tiranosaurios estaban dotados de un sistema visual comparable al de un anfibio, al de una rana —explicó Levine—. Y una rana ve el movimiento pero no la inmovilidad. Sin embargo, es imposible que un depredador como el tiranosaurio tuviese un sistema visual de esas características. Absolutamente imposible, porque la defensa más común de una presa es adoptar una postura totalmente estática. Un ciervo o algún otro animal semejante se queda quieto en cuanto percibe el peligro. Un depredador tiene que ser capaz de verlos se muevan o no. Y naturalmente el tiranosaurio podía hacerlo. —Levine lanzó un bufido de disgusto—. Es como esa otra estúpida teoría de que los tiranosaurios podían desorientarse a causa de una lluvia torrencial, porque no estaban adaptados a los climas húmedos. La formuló Grant hace unos años. Eso también es absurdo. El Cretácico no fue un período especialmente seco. Y en todo caso los Tyrannosaurus rex son animales de Norteamérica; sólo se han hallado restos en Estados Unidos y Canadá. Los tiranosaurios vivían en las orillas del gran mar interior, al este de las montañas Rocosas. En las vertientes montañosas se producen muchas tormentas. Estoy convencido de que los tiranosaurios vieron mucha lluvia y desarrollaron mecanismos para protegerse de ella.
—¿Existe alguna razón por la que un tiranosaurio no atacase a alguien? —inquirió Malcolm.
—Sí, claro —contestó Levine—. La más evidente.
—¿Cuál?
—Que no tuviese hambre. Que acabara de devorar a otro animal. Cualquier cosa mayor que una cabra aplacaría su hambre durante unas horas. El tiranosaurio ve perfectamente todos los objetos, tanto si se mueven como si están quietos.
Oyeron los rugidos procedentes del valle y vieron agitarse el follaje unos quinientos metros al norte. Más rugidos. Probablemente los dos tiranosaurios estaban comunicándose.
—¿Qué armas llevamos? —preguntó Sarah Harding.
—Tres Lindstradts con toda su carga —respondió Thorne.
—Bien —dijo Sarah—, vamos a bajar.
Se oyó el chasquido de la radio.
—Yo no estoy ahí, pero en su lugar esperaría —aconsejó Levine.
—¡Nada de esperar! —repuso Malcolm—. Sarah tiene razón. Bajemos a verificar la magnitud del desastre.
—Se está cavando la tumba —presagió Levine.
Arby volvió a sentarse ante el monitor, secándose la barbilla. Todavía estaba pálido.
—¿Qué hacen ahora? —quiso saber.
—El doctor Malcolm y los demás se dirigen hacia el nido —respondió Kelly.
—¿En serio? —dijo Arby, alarmado.
—No te preocupes. Sarah controla la situación.
—¡Qué optimista! —exclamó Arby.
Se detuvieron ante el follaje, justo al otro lado del claro. Eddie se acercó en la moto, la dejó apoyada contra un árbol y aguardó a que los otros bajasen del Explorer. Sarah Harding percibió el olor acre de excrementos y carne descompuesta, característico de las áreas de nidificación de los carnívoros. Con el calor del mediodía resultaba un poco nauseabundo. Las moscas zumbaban en el aire quieto. Harding tomó uno de los rifles y se lo colgó al hombro. Miró a los tres hombres. Permanecían inmóviles, tensos, incapaces de dar un paso. Malcolm estaba pálido, especialmente alrededor de los labios. Harding recordó que en una ocasión Coffmann, su antiguo profesor, fue a visitarla a África. Coffmann era un hombre al estilo Hemingway: bebedor empedernido, mujeriego y siempre dispuesto a contar sus aventuras con los orangutanes en Sumatra y los lémures de Madagascar. Un día Harding lo llevó a presenciar cómo devoraban a su presa unos carnívoros en la sabana. Y no tardó en desmayarse. Pesaba más de cien kilos, y ella tuvo que arrastrarlo por el cuello de la camisa acosada por una manada de leones. A Harding eso le sirvió de lección. Inclinándose hacia los tres hombres, susurró:
—Si tienen alguna duda al respecto, no entren. Esperen aquí. No quiero tener que preocuparme también par ustedes. Puedo ocuparme de esto yo sola.
Se encaminó hacia el nido.
—¿Estás segura…?
—Sí. Y no hagan ruido.
Avanzó directamente hacia el claro. Malcolm y los otros se apresuraron a seguirla. Apartó las frondas de palmera y penetró en el claro. Los tiranosaurios se habían marchado y no había nadie en las inmediaciones del cono de barro. A la derecha vio un zapato con un trozo de carne desgarrada asomando por encima de un calcetín roto. Eso era todo lo que quedaba de Baselton. Del nido llegaba un chirrido agudo y lastimero. Harding trepó al montículo de barro y Malcolm la siguió con esfuerzo. Adentro, encontraron dos crías que gimoteaban. Cerca había tres huevos de gran tamaño. En el barro se veían profundas pisadas por todas partes.
—Se llevaron un huevo —observó Malcolm—. ¡Maldita sea!
—Y tú no querías que nadie alterase tu pequeño ecosistema.
—Eso esperaba —respondió Malcolm con una sonrisa sesgada.
—Es una lástima —comentó Harding, y bordeó rápidamente el nido. Se inclinó para examinar las crías. Una se encogió de miedo, escondiendo el descarnado cuello bajo el cuerpo. La otra se comportó de un modo distinto. No se movió cuando se acercaron; permaneció tendida de costado. Respiraba con dificultad y tenía la mirada vidriosa.
—Ésta está herida —dijo Harding.
Levine seguía en la plataforma de observación. Se acercó el auricular a la oreja y habló por el micrófono que tenía cerca de la mejilla.
—Necesito una descripción.
—Hay dos —contestó Thorne—. Miden poco más de medio metro de longitud y deben de pesar unos veinte kilos. Son aproximadamente del tamaño de los casuarios. Ojos grandes. Hocico corto. Color marrón claro. Y tienen una especie de aro alrededor del cuello.
—¿Pueden erguirse?
—Están prácticamente inmóviles y chirrían mucho.
—Entonces son recién nacidos —conjeturó Levine—. Probablemente tienen sólo unos días de vida. No deben de haber salido aún del nido. Yo andaría con pies de plomo.
—¿Por qué?
—Con crías tan jóvenes —dijo Levine—, los padres no estarán lejos mucho tiempo.
Harding se acercó a la cría herida. Todavía gimoteando, el pequeño animal intentó reptar hacia ella, arrastrando el cuerpo torpemente. Tenía una pierna doblada en un ángulo extraño.
—Creo que está herida en una pata.
Eddie se aproximó a ella para echar un vistazo.
—¿La tiene rota? —preguntó.
—Sí, probablemente, pero…
—¡Eh! —exclamó Eddie. La cría se lanzó hacia adelante y le hincó los dientes en la caña de la bota. Eddie tiró del pie, pero la cría se mantuvo firmemente aferrada—. ¡Eh! ¡Suéltame!
—¡Qué criaturas tan agresivas! —comentó Sarah—. Y desde que nacen…
Eddie observó los afilados dientes de la cría. No habían traspasado el cuero, pero se resistía a desprenderse. La golpeó suavemente en la cabeza un par de veces con la culata del rifle. No sirvió de nada. La cría yacía en el suelo respirando entrecortadamente. Miró a Eddie parpadeando lentamente, pero no lo soltó. A lo lejos, hacia el norte, oyeron los rugidos de los padres.
—Vámonos de aquí —sugirió Malcolm—. Ya hemos visto lo que nos interesaba. Tenemos que encontrar a Dodgson.
—Creo que vi un desvío en el paso de animales. Quizás hayan seguido por allí.
—Será mejor que lo verifiquemos. Sarah, Malcolm y Thorne se encaminaron hacia el Explorer.
—¡Un momento! —exclamó Eddie, mirándose la bota—. ¿Qué hago con la cría?
—Dispárale —contestó Malcolm por encima del hombro.
—¿Cómo? ¿Que la mate?
—Tiene una pata rota, Eddie —adujo Sarah—. Morirá de todos modos.
—Sí, pero…
—Eddie, nosotros retrocederemos por el paso de animales, y si no encontramos a Dodgson iremos en dirección al laboratorio por la cresta de la montaña y regresaremos al tráiler.
—Muy bien, Doc. Los sigo dentro de un momento. Eddie levantó el rifle y encañonó al animal.
—Termina de una vez —lo urgió Sarah mientras subía al Explorer—. Porque no te conviene estar aquí cuando vuelvan los padres.
Mientras avanzaban por el paso de animales, Malcolm observaba el monitor del tablero, donde la pantalla parpadeaba, ofreciendo sucesivamente las imágenes de las distintas cámaras. Buscaba a Dodgson y el resto de su grupo.
—¿Causaron muchos destrozos? —preguntó Levine por la radio.
—Se llevaron un huevo —informó Malcolm—. Y tuvimos que matar a una de las crías.
—Es decir, dos pérdidas. De una camada de cuántos. ¿Seis?
—Exacto.
—Sinceramente, diría que es una alteración menor —afirmó Levine—. Siempre y cuando impidan que esa gente siga actuando.
—Estamos buscándolos —repuso Malcolm, malhumorado.
—Tenía que pasar, Ian —dijo Harding—. Sabes que no hay manera de observar a los animales sin cambiar nada. Es una imposibilidad científica.