Pensó que no habían llegado a averiguar qué demonios hacía allí Malcolm. Pero ya daba igual. King iba a marcharse de la isla. Eso era lo único importante. Casi sentía la cubierta del barco bajo sus pies. Quizá los pescadores pudiesen ofrecerle incluso una cerveza. Una deliciosa cerveza fría mientras bajaban por el río y abandonaban aquella maldita isla. Se la tomaría a la salud de Dodgson, eso haría.
Al doblar en un recodo King encontró el camino obstruido por una manada de animales. Eran unos dinosaurios verdes de poco más de un metro de altura y cabeza grande y abovedada provista de pequeños cuernos en lo alto. Por su apariencia le recordaron los búfalos verdes de agua. Era un grupo numeroso. Frenó bruscamente y el jeep patinó hasta detenerse. Al ver que no se movían, King hizo sonar la bocina y encendió los faros de manera intermitente. Los animales se limitaron a mirar.
Eran unas criaturas de aspecto curioso, con aquella prominencia lisa en la frente y los pequeños cuernos alrededor. Lo observaban con una estúpida expresión de vaca. King puso el jeep en marcha y avanzó lentamente con la esperanza de que le abriesen paso, pero no hicieron ademán de moverse. Finalmente empujó con el paragolpes al animal más cercano, que gruñó, retrocedió un par de pasos, agachó la cabeza y embistió el coche con fuerza por la parte delantera. Se oyó un estridente sonido metálico.
King se alarmó, temiendo que perforase el radiador. Volvió a detener el jeep y esperó con el motor en marcha. Los animales se acomodaron nuevamente en el camino.
Varios se recostaron. Era imposible pasar por encima. Miró hacia el río y vio el barco. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que se encontraba a menos de quinientos metros. Asimismo, advirtió actividad en la cubierta. Los pescadores habían retirado la grúa y la aseguraban con correas. Se disponían a zarpar.
No podía esperar más. Abrió la puerta y salió del jeep. Los animales se levantaron de inmediato, y el más cercano lo embistió. Golpeó la puerta y dejó una profunda abolladura en el metal. King corrió hacia el borde del camino y se encontró con un precipicio casi vertical de más de treinta metros de altura. No conseguiría bajar, al menos por allí. Más adelante la pendiente no era tan escarpada. Pero en ese momento lo acosaron más animales. No tenía alternativa. Rodeó el jeep por detrás y otro dinosaurio arremetió contra las luces posteriores e hizo añicos el plástico.
Un tercer animal se abalanzó directamente contra la parte trasera del vehículo. King saltó sobre la rueda de auxilio en el momento en que el animal golpeaba el paragolpes. Con la sacudida perdió el equilibro y rodó por tierra mientras los búfalos resoplaban alrededor. Se levantó y corrió hacia el lado contrario del camino, donde la ladera ascendía con una ligera inclinación; subió atropelladamente y se escabulló entre el follaje. Los animales no lo persiguieron. Sin embargo, su situación se había complicado; ahora estaba al otro lado del camino.
Tenía que volver a cruzarlo.
Insultando para sus adentros, trepó hasta lo alto del monte y siguió adelante. Decidió avanzar unos cien metros por la cresta, hasta dejar atrás la manada y cruzar entonces el camino. Si lo conseguía, llegaría al barco.
Casi de inmediato se vio rodeado por una tupida selva. Tropezó, cayó por una pendiente lodosa, y al levantarse no supo hacia dónde seguir. Estaba en el lecho de un desfiladero, rodeado de altas palmeras. El follaje era tan denso que apenas tenía unos metros de visibilidad en cualquier dirección. En un instante de pánico comprendió que se había perdido. Se abrió paso entre las hojas húmedas con la esperanza de orientarse.
Los chicos seguían en la plataforma viendo cómo se alejaban los raptores. Thorne se llevó a Levine aparte y dijo en voz baja:
—¿Por qué querías que viniésemos?
—Simple precaución —contestó Levine—. Llevar la cría al tráiler implica riesgos.
—¿Qué riesgos?
—No lo sabemos —respondió Levine, encogiéndose de hombros—, ésa es la cuestión. Pero en general los padres reaccionan violentamente cuando se ven despojados de sus crías. Y este animal tiene unos padres muy grandes.
Al otro lado del refugio Arby indicó:
—¡Miren! ¡Miren!
—¿Qué pasa? —preguntó Levine.
—Allí hay un hombre.
King salió jadeando de la selva y siguió caminando por la llanura. Por fin veía por dónde iba. Empapado y manchado de barro, se detuvo intentando orientarse.
Para su decepción advirtió que no se hallaba cerca del barco. Al parecer estaba aún en el lado incorrecto del camino. Ante él se extendía una amplia llanura cubierta de hierba y atravesada por un río. A lo lejos, junto a la orilla, había unos cuantos dinosaurios. Tenían cuernos, así que debían de ser triceratops: A juzgar por cómo sacudían la cabeza y por los ladridos que emitían, parecían nerviosos.
Obviamente King tendría que seguir el curso del río hasta el barco. No obstante, debería pasar ante los triceratops con sumo cuidado. Sacó un chocolate del bolsillo y mientras rompía el envoltorio observó a los triceratops, deseando que desapareciesen. ¿Cuánto tardaría en llegar al barco? Ésa era su obsesión en aquel momento. Decidió seguir adelante con triceratops o sin ellos, y empezó a caminar por la alta hierba.
De pronto oyó un silbido de reptil. Procedía de entre la hierba, de algún lugar a su izquierda. Percibió también un peculiar olor a podredumbre. Se detuvo y aguardó. El chocolate ya no le parecía tan sabroso.
A continuación oyó un chapoteo a sus espaldas. Provenía del río. King se volvió a mirar.
—Es uno de los hombres del jeep —dijo Arby, de pie en la plataforma de observación—. Pero, ¿qué espera?
Desde su elevada posición veían las formas oscuras de los raptores a través de la hierba al otro lado del río. Dos de los animales se adelantaron y entraron en el agua, en dirección al hombre.
—¡Oh, no! —exclamó Arby.
King vio dos lagartos rayados que vadeaban el río. Caminaban sobre las patas traseras con paso entrecortado, como una especie de brincos. Sus cuerpos oscuros se reflejaban en el agua. Lanzaban dentelladas al aire con sus mandíbulas alargadas y silbaban amenazadoramente.
King miró río arriba y vio que cruzaban otros dos lagartos. Éstos se encontraban ya en la parte profunda del río y habían comenzado a nadar.
Howard King retrocedió, alejándose de la orilla y adentrándose en la hierba. Entonces se dio media vuelta y echó a correr con la hierba a la altura del pecho. De repente asomó frente a él la cabeza de otro lagarto, silbando y gruñendo. Cambió de dirección para esquivarlo, pero súbitamente el lagarto más cercano saltó por el aire, alcanzando tal altura que todo su cuerpo quedó a la vista por encima de la hierba. King vio las patas en posición de ataque y unas garras curvas como dagas.
King modificó de nuevo la trayectoria, y el lagarto emitió un chirrido al caer al suelo tras él. King siguió corriendo. El miedo le daba fuerzas. Oyó a sus espaldas los gruñidos del lagarto, y aceleró aún más. Lo separaban veinte metros de la selva. Vio árboles, árboles altos. Podía trepar a uno y escapar de aquellas terribles garras.
Por la izquierda apareció otro lagarto avanzando en diagonal hacia él. King sólo veía su cabeza sobre la hierba. El animal parecía moverse a una velocidad increíble.
«No lo lograré», pensó King. Pero lo intentó.
Jadeando, con los pulmones ardiendo, hizo un último esfuerzo. Los árboles se hallaban a sólo diez metros. Se impulsó enérgicamente con brazos y piernas. Respiraba con dificultad.
En ese momento notó un violento golpe por detrás y perdió el equilibrio. Sintió un dolor penetrante en la espalda y supo que eran las garras. Al caer a tierra intentó rodar, pero el animal lo tenía firmemente aferrado. Estaba inmovilizado boca abajo y oía gruñir al animal sobre él. El dolor en la espalda era insoportable; la cabeza le daba vueltas.
Inmediatamente después percibió el aliento abrasador del animal en la nuca, y un terror extremo se apoderó de él. Cayó entonces en una especie de lasitud, una profunda y bienvenida soñolencia en la que todo adquirió un ritmo lento. Como en un sueño, veía las briznas de hierba brotar de la tierra ante su cara. Las veía con lánguida intensidad, y casi sintió indiferencia al notar el lancinante dolor que le provocaron las fauces calientes del animal al cerrarse alrededor de su cuello. Aquello parecía ocurrirle a otra persona. Él estaba a muchos kilómetros de allí. Experimentó un instante de sorpresa cuando oyó crujir los huesos de su cuello.
Y luego sólo hubo oscuridad. Nada.
—No miren —dijo Thorne, apartando a Arby de la baranda de la plataforma. Atrajo al chico contra su pecho, pero él lo empujo con impaciencia para ver qué ocurría. Thorne alargó un brazo para tomar a Kelly, pero ella se zafó y siguió observando la llanura. Thorne repitió:
—No miren, por favor.
Los chicos contemplaron la escena enmudecidos.
Levine enfocó los prismáticos hacia la presa caída. Cinco raptores rodeaban el cuerpo y lo desgarraban brutalmente. Uno de los animales arrancó la cabeza de un tirón y rasgó un trozo de camisa ensangrentada. Otro sacudió entre sus fauces la cabeza seccionada de la víctima y por fin la dejó caer al suelo. A lo lejos destelló un rayo, seguido de un trueno. Oscurecía, y Levine empezaba a perder visibilidad. Sin embargo, resultaba evidente que cualquier organización jerárquica que existiese durante la caza perdía toda vigencia en el momento de devorar a la presa.
Llegados a ese punto cada animal luchaba por lo suyo. Los enardecidos raptores brincaban y agachaban la cabeza mientras descuartizaban el cuerpo, y se producían continuos enfrentamientos entre ellos. Un raptor se irguió con algo marrón en las fauces; mascaba con una extraña expresión en la cara. De pronto se apartó del resto de la manada y sostuvo el objeto marrón cuidadosamente entre los miembros anteriores. En la creciente oscuridad Levine tardó un momento en comprender qué hacía: estaba comiéndose un chocolate. Y parecía saborearlo.
El raptor se volvió y hundió de nuevo el hocico en el cadáver ensangrentado. Otros raptores, medio corriendo medio brincando, se acercaban rápidamente por la llanura para sumarse al festín. Con furiosos gruñidos se aprestaban para la lucha.
Levine bajó los prismáticos y miró a los chicos. Contemplaban la escena con serenidad y en silencio.
Unos estridentes chirridos, semejantes al gorjeo de cien pequeños pájaros, despertaron a Dodgson. Poco a poco tomó conciencia de que estaba tendido de espaldas en la tierra húmeda e inclinada. Intentó moverse, pero le pesaban los miembros y le dolía todo el cuerpo. Algo le oprimía las piernas, los brazos y el estómago. La presión en el pecho casi le impedía respirar.
Y sentía un profundo sopor. Su único deseo era volver a dormirse. Cuando estaba a punto de desvanecerse nuevamente, algo tiró de su mano, de sus dedos uno por uno, como para devolverle el conocimiento.
Dodgson abrió los ojos.
Junto a su mano había un minúsculo dinosaurio. Se inclinaba y le mordía un dedo con sus diminutas mandíbulas. Los dedos le sangraban; ya habían sido arrancados pequeños trozos de carne.
Aterrorizado, apartó la mano, y de repente el chirrido se hizo más intenso. Al volverse vio que estaba rodeado de una multitud de pequeños dinosaurios; se habían subido a sus piernas y su pecho. De tamaño eran aproximadamente como gallinas, y como gallinas le picoteaban sin cesar el vientre, los muslos y las ingles.
Con una fulminante sensación de asco se levantó de un salto, y los lagartos se dispersaron con chirridos de rabia. Se alejaron unos metros y lo contemplaron sin dar señales de miedo. Por el contrario, parecían esperar.
Fue entonces cuando los reconoció. Eran procompsognátidos. Compis.
Carroñeros.
«¡Dios mío! Creían que estaba muerto», pensó.
Retrocedió con paso vacilante y casi perdió el equilibrio. Sentía un dolor intenso y la cabeza le daba vueltas. Sin dejar de chirriar, los pequeños animales observaban todos sus movimientos.
—¡Vamos! —exclamó, agitando una mano—. ¡Fuera de aquí! Pero los compis siguieron allí, ladeando la cabeza en un gesto burlón y a la espera.
Dodgson bajó la vista y examinó su estado. Tenía la camisa y los pantalones hechos jirones. Bajo la ropa la sangre brotaba de cien pequeñas heridas. Momentáneamente aturdido, se llevó las manos a las rodillas. Respiró hondo y vio caer gotas de sangre en la tierra cubierta de hojas.
«¡Dios mío!», se dijo, y volvió a tomar aire.
Como no se movía, los animales empezaron a avanzar lentamente. Dodgson se irguió, y retrocedieron. Pero al cabo de un momento reanudaron su avance.
Uno se adelantó al resto. Dodgson le asestó una violenta patada que lo lanzó por el aire. El compi chilló, pero cayó como un gato, derecho e indemne.
Los otros permanecieron donde estaban. Esperando.
Dodgson miró alrededor y se dio cuenta de que oscurecía. Consultó el reloj: eran las 18:40. Quedaban sólo unos minutos de luz. Bajo las copas de los árboles reinaba ya la oscuridad.
Tenía que buscar refugio, y pronto. Miró la brújula que llevaba sujeta a la muñeca y se encaminó hacia el sur. Estaba casi seguro de que el barco se hallaba al sur. Debía llegar al barco. Allí estaría a salvo.
Cuando se puso en marcha, los compis chirriaron y lo siguieron. Se mantenían a uno o dos metros de distancia, avanzando ruidosamente entre el follaje. Había docenas, advirtió Dodgson. A medida que caía la noche, sus ojos adquirían un resplandor verde.
Dodgson tenía todo el cuerpo dolorido. Cada paso era un suplicio. Perdía sangre ininterrumpidamente y lo vencía el sueño. No conseguiría llegar hasta el río; como mucho lograría recorrer otros doscientos metros. Tropezó con una raíz y cayó. Se levantó lentamente, con polvo adherido a la ropa empapada de sangre.
Miró los ojos verdes que lo acosaban y se obligó a seguir adelante. De pronto, justo frente a él, vio una luz entre el follaje. ¿Sería el barco? Se apresuró a continuar, oyendo el fragor de los compis.
Se abrió paso entre la vegetación y encontró un pequeño cobertizo de hormigón con tejado de hojalata, como una caseta para herramientas o un puesto de guardia. Tenía una ventana cuadrada, y por ella salía la luz. Dodgson volvió a caerse y, de rodillas, se arrastró hasta el cobertizo. Alargó el brazo hacia la puerta, se aferró al picaporte para levantarse y abrió.