—Estupendo —dijo Harding—. Eso también matará a la cría.
—¿Por qué?
—Está creciendo, Eddie. Dentro de unas semanas será mucho mayor. Necesitamos algo que sea rígido y a la vez biodegradable, algo que se desgaste, que se rompa en tres o cuatro semanas, cuando el hueso se haya soldado. ¿Hay alguna otra cosa que pueda servirnos?
—No lo sé —contestó Eddie, arrugando la frente.
—No disponemos de mucho tiempo —observó Harding.
—Doc, esto es como una de sus famosas preguntas de examen —dijo Eddie—. ¿Cómo preparar un yeso para dinosaurio con sólo papel y pegamento rápido?
—Sí —asintió Thorne, consciente de lo irónico de la situación. Durante tres décadas había planteado problemas como aquel a sus alumnos, y de pronto él mismo se encontraba ante un caso semejante.
—Quizá podríamos degradar la resina —propuso Eddie—, por ejemplo mezclándola con azúcar.
—No —repuso Thorne—. Los grupos hidróxidos de la sacarosa quitarán consistencia a la resina. La masa se endurecería bien, pero se rompería como el cristal en cuanto el animal se moviese.
—¿Y si mezclamos la resina con tela previamente empapada en azúcar líquida?
—¿Para que la tela se descomponga por efecto de la actividad bacteriana?
—Sí.
—¿Y entonces se rompa el yeso?
—Exacto.
—Eso podría dar resultado —dijo Thorne con un gesto de incertidumbre—. Pero sin probarlo, no sabemos cuánto tiempo aguantará. Podrían ser días o podrían ser meses.
—Eso es demasiado —terció Sarah—. Este animal crece muy deprisa. Si se interrumpe el crecimiento, quedará tullido a causa del yeso.
—Entonces necesitamos —reflexionó Eddie— una envoltura de resina orgánica que acabe descomponiéndose. Algún tipo de goma.
—¿Chicle? —aventuró Arby—. Porque tengo mucho…
—No, pensaba en otra clase de goma. Químicamente hablando, la diesterasa…
—Por medios químicos no lo resolveremos —dijo Thorne—. No disponemos del material necesario.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? No nos queda más elección que…
—¿Y si fabricamos algo que sea diferente en sus distintas direcciones? —propuso Arby—. Fuerte en una dirección y débil en otra.
—Imposible —contestó Eddie—. Es una resina homogénea, una pasta espesa que se vuelve dura como una piedra cuando se seca y…
—No, un momento —dijo Thorne, volviéndose hacia Arby—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno, según ha dicho Sarah, la pata está creciendo. Eso significa que va a crecer de largo, lo cual no importa en cuanto al yeso, y de ancho, lo cual sí importa, ya que empezará a oprimirle. Pero si fabricamos un yeso débil en su diámetro…
—Tiene razón —afirmó Thorne—. Eso podemos resolverlo estructuralmente.
—¿Cómo? —preguntó Eddie.
—Mediante un corte longitudinal, así de simple. Podríamos usar papel de aluminio. Tenemos en la cocina.
—Eso es poco resistente —objetó Eddie.
—No si lo revestimos de una ligera capa de resina. —Thorne se volvió hacia Sarah—. Podemos hacer un yeso muy resistente a los esfuerzos verticales, pero débil ante los esfuerzos laterales. Es un problema elemental de ingeniería. La cría podrá caminar, y el yeso aguantará bien en tanto el esfuerzo sea vertical. Cuando la pata crezca, la presión romperá el papel de aluminio y el corte longitudinal se abrirá.
—Eso mismo —asintió Arby—. ¿Es muy difícil hacerlo?
—No. Al contrario. Basta con formar una abrazadera de papel de aluminio y revestirla con resina.
—¿Y cómo mantendremos firme la abrazadera mientras la recubrimos? —preguntó Eddie.
—¿Con chicle, quizá? —sugirió Arby.
—Diste en la tecla —dijo Thorne, sonriendo.
En ese momento la cría de rex se agitó, sacudiendo las patas espasmódicamente. Levantó la cabeza, desprendiéndose la mascarilla de oxígeno y emitió un débil chirrido.
—Más morfina, deprisa —pidió Sarah, sujetándole la cabeza. Malcolm ya tenía preparada una jeringa y se la clavó al animal en el cuello.
—Sólo cinco centímetros cúbicos —precisó Sarah.
—¿Por qué no un poco más? ¿No la mantendría dormida más tiempo?
—Se encuentra en estado de shock a causa de la herida, Ian. Puedes matarla si le pones demasiada morfina. Le provocarás un paro respiratorio. Probablemente sus glándulas suprarrenales se hallen también bajo tensión.
—Si es que tiene glándulas suprarrenales —observó Malcolm—. ¿Acaso produce hormonas el organismo de un Tyrannosaurus rex? El hecho es que no sabemos nada sobre estas criaturas.
Se oyó el chasquido de la radio y Levine dijo:
—No hables en nombre de todos, Ian. Puedes matarla si le administras demasiada morfina. Francamente sospecho que si lo verificamos, observaremos que los dinosaurios tienen hormonas. Y considerando que ya cometiste el error de llevar la cría al tráiler, podrías extraer unas muestras de sangre. Entretanto, Doc, ¿te importaría ponerte al teléfono?
Malcolm lanzó un suspiro.
—Este tipo empieza a sacarme de quicio.
Thorne se dirigió al módulo de comunicaciones, situado cerca de la cabina. La petición de Levine era extraña. Había un excelente sistema de micrófonos repartido por todo el tráiler, y Levine lo sabía, ya que él mismo lo había diseñado.
Thorne descolgó el auricular.
—¿Sí?
—Doc —dijo Levine—, no andaré con rodeos. Llevar la cría al tráiler fue una grave equivocación. Puede traer problemas.
—¿Qué problemas?
—No lo sabemos. Y no quiero parecer alarmista, pero ¿por qué no traes a los niños a la plataforma durante un rato? ¿Y por qué, de paso, no se quedan también aquí tú y Eddie?
—¿Me estás pidiendo que salgamos de aquí a toda prisa? ¿De verdad crees que es necesario?
—En una palabra —respondió Levine—, sí.
Cuando la morfina entró en su cuerpo, la cría lanzó un gemido y dejó caer la cabeza en la bandeja de acero. Sarah volvió a ajustarle la mascarilla de oxígeno. Echó un vistazo al monitor para controlar el ritmo cardíaco, pero Arby y Kelly estaban otra vez adelante.
—Chicos, por favor.
Thorne reapareció y dio una palmada.
—¡Muy bien, chicos! ¡Nos vamos de excursión! En marcha.
—¿Ahora? —protestó Arby—. Pero queremos ver cómo…
—No, no —lo interrumpió Thorne—. El doctor Malcolm y la doctora Harding necesitan espacio. Es hora de ir a la plataforma de observación. Podemos contemplar los dinosaurios durante lo que queda de la tarde…
—Pero Doc…
—No discutan. Aquí estorbamos, así que será mejor que nos marchemos —dijo Thorne—. Eddie, tú también vienes. Dejemos trabajar a estos dos tortolitos.
Abandonaron de inmediato el tráiler y cerraron la puerta al salir. Sarah Harding oyó el suave zumbido del Explorer cuando se alejaban. Inclinada sobre la cría, ajustando la mascarilla, repitió:
—¿Tortolitos?
Malcolm hizo un gesto de incomprensión.
—Levine…
—¿Fue idea de Levine sacarlos a todos de aquí?
—Probablemente.
—¿Sabe algo que nosotros ignoramos?
Malcolm se echó a reír.
—Al menos eso debe de creer él.
—Bien, preparemos el yeso —propuso Sarah—. Quiero acabar cuanto antes para devolver la cría al nido.
Cuando llegaron a la plataforma, unas nubes bajas ocultaban el Sol y todo el valle se hallaba envuelto en un suave resplandor rojizo. Eddie estacionó el Explorer bajo la estructura de aluminio. Subieron los cuatro al pequeño refugio. Allí estaba Levine, observando el valle con los prismáticos. No parecía muy contento de verlos.
—No se muevan tanto —se quejó malhumorado.
Desde el refugio disfrutaban de una magnífica vista del valle. Hacia el norte se oyó un trueno. El aire era más frío que horas antes y se notaba cargado de electricidad.
—¿Se avecina una tormenta? —preguntó Kelly.
—Eso parece —contestó Thorne.
Arby miró con recelo el techo metálico del refugio.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —quiso saber.
—Un rato —dijo Thorne—. Sólo vamos a pasar un día en la isla. Los helicópteros vendrán a recogernos mañana a primera hora. Así que he pensado que se merecían ver otra vez a los dinosaurios.
—¿Cuál es la verdadera razón? —inquirió Arby, entornando los ojos.
—Yo la sé —terció Kelly con tono mundano.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es?
—El doctor Malcolm quiere quedarse a solas con Sarah, tonto.
—¿Por qué?
—Son viejos amigos —contestó Kelly.
—¿Qué? Nosotros sólo pretendíamos mirar.
—No, quiero decir viejos amigos —matizó Kelly.
—Sé a qué te refieres —protestó Arby—. No soy idiota.
—Basta ya —ordenó Levine sin apartar los prismáticos de los ojos—. Se están perdiendo algo interesante.
—¿Qué es?
—Esos triceratops, allí junto al río. Algo los ha alarmado.
Momentos antes los triceratops bebían apaciblemente, pero de pronto habían empezado a alborotarse. Sus agudas vocalizaciones no concordaban con su enorme tamaño; parecían más bien gañidos de perro.
—Hay algo entre el follaje —advirtió Arby—, al otro lado del río.
Efectivamente se observaban indicios de movimiento bajo los árboles.
Los triceratops se reagruparon formando una especie de escarapela con los cuernos hacia fuera, contra la amenaza invisible. Una cría solitaria se había refugiado en el centro de la manada y gimoteaba asustada. Uno de los animales adultos, seguramente la madre, se volvió y la acarició con el hocico. La cría se tranquilizó.
—Los veo —anunció Kelly con la vista fija en los árboles—. Son raptores.
Los triceratops les hicieron frente a los raptores. Los adultos emitían sus peculiares ladridos y blandían los afilados cuernos. Crearon una especie de barrera de punzones móviles, ofreciendo una inconfundible imagen de coordinación, de defensa en grupo contra los depredadores.
Levine sonreía complacido.
—No existía ninguna prueba de esto —comentó—. De hecho, la mayoría de los paleontólogos lo consideran imposible.
—Imposible ¿qué? —preguntó Arby.
—Ese comportamiento defensivo en grupo. Especialmente en los trices. Como tienen aspecto de rinocerontes, se daba por sentado que eran animales solitarios. Pero ahora vemos… Ah, sí.
De entre los árboles asomó un velocirraptor. Corría ágilmente sobre las patas traseras, equilibrándose con la cola rígida.
Los triceratops ladraron sonoramente al aparecer el raptor. Los otros raptores continuaron ocultos entre los árboles. El velocirraptor solitario trazó un lento semicírculo frente a la manada y se dispuso a atravesar el río algo más arriba. Lo cruzó a nado con facilidad y salió del agua en la otra orilla, a unos cincuenta metros de los estridentes triceratops, que giraron para presentar un frente unido. Habían concentrado su atención en aquel velocirraptor.
Lentamente, los demás raptores abandonaron sus escondrijos y avanzaron despacio, ocultándose en la alta hierba.
—¡Vaya! —exclamó Arby—. Van a cazar.
—En manada —añadió Levine, asintiendo con la cabeza. Agarró del suelo un fragmento del envoltorio de un chocolate y lo soltó en el aire, observando su trayectoria—. El grupo principal va en contra del viento, de modo que los trices no pueden olerlos. —Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos—. Creo que estamos a punto de presenciar una matanza.
Vieron cómo los raptores rodeaban a la manada. De pronto cayó un rayo a lo lejos, en el acantilado, y el valle se iluminó por un instante. Uno de los raptores, sorprendido, se irguió, asomando fugazmente la cabeza sobre la hierba.
De inmediato los triceratops giraron una vez más, reagrupándose para hacerle frente a la nueva amenaza. Los raptores se detuvieron, como si reconsiderasen el plan.
—¿Qué pasa? —preguntó Arby—. ¿Por qué se paran?
—Surgieron complicaciones.
—¿Por qué?
—Fíjate. El grupo principal está aún al otro lado del río. Se encuentran demasiado lejos para organizar el ataque.
—¿Quiere decir que abandonan? ¿Tan pronto?
—Eso parece —contestó Levine.
Los raptores ocultos en la hierba levantaron uno por uno la cabeza, dando a conocer sus posiciones. Los triceratops ladraban con fuerza cada vez que aparecía un nuevo depredador. Al parecer, los raptores comprendieron que la situación no era propicia y se escabulleron otra vez hacia los árboles. Al verlos retroceder, los triceratops ladraron aún con mayor intensidad.
De repente el raptor solitario que se hallaba en la orilla del río atacó. Recorrió los cincuenta metros que lo separaban de la manada como un leopardo, a una velocidad asombrosa. Los triceratops no tuvieron tiempo de reaccionar. La cría quedó a merced del depredador y chilló aterrorizada al ver acercarse al raptor.
El velocirraptor saltó hacia adelante, alzando las dos patas posteriores. Volvió a caer un rayo, y bajo el intenso destello vieron las garras curvas en el aire. En el último momento el triceratops adulto más cercano se revolvió y, con su cabeza enastada, asestó un golpe oblicuo al raptor, levantándolo del suelo. El raptor cayó en el barro, y el triceratops arremetió contra él con la cabeza en alto. Al llegar ante el animal caído bajó la cabeza para cornearlo. Pero el raptor, siseando, se irguió ágilmente, y los cuernos del triceratops se hundieron inocuamente en el barro. El raptor se dio media vuelta e hirió al triceratops en el hocico con su garra curva. El triceratops bramó, pero para entonces otros dos adultos acometían contra el raptor mientras el resto de la manada permanecía junto a la cría. El raptor se alejó rápidamente por la hierba.
—¡Vaya! —exclamó Arby—. ¡No estuvo mal!
King lanzó un suspiro de alivio al llegar a la bifurcación. Giró a la izquierda por el ancho camino de tierra. Lo reconoció al instante: era el camino de regreso al barco. A su izquierda tenía una vista panorámica de la sección oriental del valle. Afortunadamente el barco seguía allí. King dio un grito de alegría y pisó el acelerador. Los pescadores estaban en la cubierta mirando el cielo. Pese a las señales de inminente tormenta no parecían estar preparándose para zarpar. Esperaban a Dodgson.
«Bien. Perfecto», pensó. Llegaría en quince minutos. Tras abrirse paso por la densa selva sabía por fin dónde se hallaba. El camino discurría a gran altura por una de las crestas volcánicas. Allí la vegetación era mucho más escasa, y el sinuoso camino le ofrecía vistas de toda la isla. Al este veía el estrecho desfiladero y el barco en la orilla del río; al oeste el laboratorio y los dos tráilers de Malcolm casi al borde del claro.