—Yo diría que sí —decidió Thorne.
Según el mapa, el camino serpenteaba durante unos kilómetros por el interior de la isla hasta el lugar donde confluían todos los caminos. Daba la impresión de que en aquel punto se alzaban unos edificios, pero era imposible saberlo con certeza.
—De acuerdo, Doc. Allá vamos.
Eddie se adelantó y encabezó la marcha. Thorne pisó el acelerador y el tráiler avanzó con un leve susurro tras el Explorer. Junto a él Malcolm guardaba silencio y jugueteaba con una pequeña agenda electrónica que tenía sobre las piernas. No miró por la ventanilla ni una sola vez.
En unos instantes salieron del claro y se adentraron en la espesa selva. Las luces del tablero parpadearon: el vehículo había pasado a alimentarse de las baterías. A través de los árboles no llegaba sol suficiente para impulsar el tráiler. Siguieron adelante.
—¿Cómo van las cosas, Doc? —preguntó Eddie—. ¿Retiene la carga?
—Todo funciona perfectamente, Eddie.
—Parece nervioso —observó Malcolm.
—Está preocupado por el equipo —explicó Thorne.
—¡Qué demonios! —exclamó Eddie—. Estoy preocupado por mí.
A pesar del pésimo estado en que se encontraba el camino y la crecida vegetación, los vehículos avanzaban sin problemas. Al cabo de unos diez minutos llegaron a un arroyo de orillas lodosas. El Explorer empezó a cruzarlo, pero de pronto se detuvo. Eddie se bajó y retrocedió saltando sobre las rocas que asomaban por encima del agua.
—¿Qué pasa? —preguntó Thorne.
—He visto algo, Doc.
Thorne y Malcolm bajaron del tráiler y se quedaron inmóviles en la orilla del arroyo. Oyeron unos gritos lejanos semejantes a los reclamos de un ave. Malcolm levantó la vista con expresión ceñuda.
—¿Pájaros? —aventuró Thorne.
Malcolm movió la cabeza en un gesto de negación.
Eddie se agachó y recogió un fragmento de tela del barro. Era un material verde oscuro ribeteado de piel.
—Esto es de una de nuestras mochilas —advirtió—. ¿La que preparamos para Levine?
—Sí, Doc.
—¿Colocaste un sensor en la mochila? —preguntó Thorne. Por lo general, cosían sensores de posición en el forro de las mochilas.
—Sí.
—¿A ver? reclamó Malcolm. Agarró el trozo de tela y lo examinó a la luz. Pensativo, recorrió con un dedo el borde rasgado. Thorne desprendió un pequeño receptor que llevaba sujeto al cinturón. Era como un localizador personal pero algo mayor. Observó el monitor de cristal líquido y dijo:
—No recibo señal…
Eddie inspeccionó la orilla y volvió a agacharse.
—Aquí hay otro trozo de tela. Y otro. Por lo que se ve, Doc, la mochila quedó hecha trizas.
En el aire flotó otro grito de ave, remoto, sobrenatural. Malcolm miró a lo lejos, tratando de localizar su procedencia. Y de pronto oyó decir a Eddie:
—Parece que tenemos compañía.
Agrupados junto al tráiler había seis o siete animales de un llamativo color verde, semejantes a lagartos. Eran del tamaño de un pollo y chirriaban animadamente. Se erguían sobre las patas posteriores, ayudándose a mantener el equilibrio con la cola. Al caminar balanceaban la cabeza de arriba abajo, exactamente igual que los pollos, y su característico chirrido recordaba el gorjeo de un pájaro. Sin embargo, parecían lagartos de cola larga. Contemplaban a los tres hombres con cara burlona y alerta, ladeando la cabeza.
—¿Qué es esto? —preguntó Eddie—. ¿Una asamblea de salamandras?
Los lagartos verdes se irguieron más aún y observaron atentos. Salieron varios más de debajo del tráiler y de entre el follaje. Pronto se congregó allí alrededor de una docena, vigilando y chirriando.
—Compis —informó Malcolm—. Su verdadero nombre es Procompsognathus triassicus.
—¿Quiere decir que son…?
—Sí. Dinosaurios.
Eddie, arrugando la frente, los miró con asombro.
—No sabía que los hubiese tan pequeños.
—La mayoría de los dinosaurios eran pequeños —explicó Malcolm—. La gente cree que eran enormes, pero el tamaño promedio de un dinosaurio se aproximaba al de una oveja o un potro.
—Parecen pollos —dijo Eddie.
—Sí. Tienen gran semejanza con las aves.
—¿Son peligrosos? —inquirió Thorne.
—En realidad, no —contestó Malcolm—. Son pequeños carroñeros, como los chacales. Se alimentan de animales muertos. De todos modos, yo no me acercaría demasiado. Su mordedura es ligeramente venenosa.
—No pienso acercarme —aseguró Eddie—. Me dan pánico. Da la impresión de que no los asustamos.
Malcolm también había reparado en ese detalle.
—Supongo que no han visto antes seres humanos. Estos animales no tienen ninguna razón para temer al hombre.
—Bueno, entonces démosles una razón —dijo Eddie, inclinándose para agarrar una piedra.
—¡Eh, no! —advirtió Malcolm—. La idea es…
Pero Eddie ya había lanzado la piedra. Cayó junto a un grupo de compis, y éstos se apartaron. Los demás apenas se movieron. Alguno que otro balanceó la cabeza con cierto nerviosismo. Sin embargo, en su mayoría permanecieron inmóviles, limitándose a chirriar y ladear la cabeza.
—¡Qué extraño! —exclamó Eddie. Olfateó el aire.
—¿Han notado ese olor?
—Sí —respondió Malcolm—. Tienen un olor característico.
—Un olor a podrido, diría yo —rectificó Eddie—. Apestan. Como animales muertos. Si quiere saber mi opinión, no es normal que los animales no se asusten. ¿Y si tienen rabia o algo así?
—No, es imposible —respondió Malcolm.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sólo los mamíferos transmiten la rabia —afirmó Malcolm. No obstante, aun antes de terminar la frase dudó de sus propias palabras. La rabia la transmitían los animales de sangre caliente. ¿Tenían los compis sangre caliente? No estaba seguro.
Se oyó un rumor sobre ellos. Malcolm alzó la vista y observó las copas de los árboles. Vio agitarse las hojas mientras pequeños animales invisibles saltaban de rama en rama. Percibió gorjeos y chirridos, sin duda sonidos animales.
—Ésos no son pájaros —advirtió Thorne—. ¿Monos tal vez?
—Podría ser —repuso Malcolm—. Pero lo dudo.
Eddie se estremeció.
—Sugiero que nos larguemos de aquí —propuso.
Regresó al arroyo y se subió al Explorer. Malcolm y Thorne retrocedieron con cautela hacia el tráiler. Los compis se apartaban a su paso, pero no huían. Permanecieron todos alrededor de sus piernas chirriando alborotadamente. Malcolm y Thorne subieron al tráiler y cerraron las puertas con cuidado de no atrapar a ninguna de las pequeñas criaturas.
Thorne se sentó al volante y puso el motor en marcha. Adelante, vieron que Eddie atravesaba ya el arroyo y se dirigía hacia la pendiente que ascendía al otro lado.
—Los… eh… procomso… como se diga… son reales, ¿no? —preguntó Eddie por la radio.
—Sí —respondió Malcolm en voz baja—. Claro que son reales.
Thorne estaba inquieto. Empezaba a comprender el malestar de Eddie. Aquellos vehículos eran, obra suya, y experimentaba una desagradable sensación de aislamiento, de hallarse en un lugar remoto con equipo que no había probado. El camino siguió su empinado ascenso a través de la lóbrega selva durante otros quince minutos. Dentro del tráiler aumentó la temperatura; el calor resultaba ya agobiante. Sentado junto a él, Malcolm preguntó:
—¿Y el aire acondicionado?
—No quiero consumir más batería de la necesaria.
—¿Te importa si abro la ventanilla?
—Si te parece seguro… —respondió Thorne.
—¿Por qué no? —dijo Malcolm con un gesto de indiferencia. Apretó el botón y el vidrio de la ventanilla eléctrica bajó. Un aire tibio penetró en la cabina. Miró a Thorne de reojo y añadió—: ¿Nervioso, Doc?
—Claro —admitió Thorne, que incluso con la ventanilla abierta notaba cómo le corría el sudor por el pecho—. ¿Cómo quieres que esté?
—Insisto, Doc —intervino Eddie por la radio—, deberíamos haberlos probado antes. Deberíamos haber seguido el procedimiento de costumbre. Uno no viene a un sitio lleno de pollos venenosos si no está seguro de que los vehículos responderán.
—Los vehículos funcionan a la perfección —replicó Thorne—. ¿Cómo están los niveles según tus indicadores?
—Todo normal en la franja alta —informó Eddie—. Hasta ahora no nos podemos quejar. Pero sólo hemos recorrido ocho kilómetros. Son las nueve de la mañana, Doc.
En el camino apareció una sucesión de cerradas curvas a izquierda y derecha a medida que la pendiente aumentaba. Como arrastraba los dos grandes tráilers, Thorne debía permanecer atento al camino; era una suerte tener algo en qué concentrar la atención. Ante ellos el Explorer giró a la izquierda y siguió subiendo.
—No veo más animales —comentó Eddie, notablemente aliviado.
Por fin, tras un recodo, llegaron a terreno llano. Durante un trecho el camino seguía por la cresta de la montaña. Según la imagen del GPS avanzaban en dirección noroeste hacia el interior de la isla. Sin embargo, encerrados aún entre las dos densas paredes de vegetación, apenas disponían de visibilidad.
Un poco más adelante se encontraron con una bifurcación, y Eddie se arrimó a un lado del camino. Thorne advirtió que en la confluencia se alzaba un desgastado cartel de madera con una flecha en cada dirección. Hacia la izquierda indicaba «Pantano»; hacia la derecha, «Enclave B».
—¿Hacia dónde? —preguntó Eddie.
—Continúa hacia el Enclave B —señaló Malcolm.
—Como usted diga.
El Explorer se desvió por el ramal derecho. Thorne lo siguió. A la derecha del camino brotaba de la tierra un vapor sulfúreo amarillento, que blanqueaba las hojas de las plantas cercanas. El olor era muy intenso.
—Emanaciones volcánicas —observó Thorne—, como habías predicho.
Cuando pasaron, vieron un charco burbujeante con una gruesa costra amarilla incrustada alrededor.
—Sí —afirmó Eddie—, pero eso está activo. De hecho, diría… ¡Mierda!
Las luces de freno del Explorer se encendieron y el vehículo se detuvo bruscamente. Para esquivarlo, Thorne tuvo que dar un golpe de volante y los helechos arañaron el costado del tráiler. Se detuvo junto al Explorer y lanzó a Eddie una mirada de furia.
—¡Por amor de Dios, Eddie, podrías…!
Pero Eddie no lo escuchaba.
Tenía la vista fija al frente y la boca abierta. Thorne giró la cabeza.
Delante, en una curva, los árboles que flanqueaban el camino habían sido derribados, dejando una abertura en el follaje. A través de aquel hueco se divisaba toda la parte oeste de la isla. Sin embargo, Thorne apenas reparó en la vista panorámica. Porque toda su atención se centró en un enorme animal, del tamaño de un hipopótamo, que cruzaba el camino. Pero obviamente no se trataba de un hipopótamo. Era un animal de color marrón claro, con la piel cubierta de escamas planas. Alrededor de la cabeza tenía una cresta ósea semicircular y de la base de esa cresta nacían dos cuernos de punta roma. De la nariz le salía un tercer cuerno.
Por la radio oyeron la respiración entrecortada de Eddie.
—¿Saben qué es eso?
—Un triceratops —contestó Malcolm—. Y un ejemplar joven, a juzgar por su aspecto.
—Debe de serlo —comentó Eddie. Ante ellos atravesó el camino un animal mucho mayor. Como mínimo doblaba en tamaño al anterior, y poseía unos cuernos largos, curvos y afilados—. Porque ahí está la mamá.
A continuación apareció un tercer triceratops y luego un cuarto. Era toda una manada, y uno por uno cruzaron parsimoniosamente el camino sin fijarse siquiera en los vehículos. Penetraron por la abertura del follaje y descendieron por la ladera perdiéndose de vista.
Sólo entonces vieron el paisaje que se desplegaba ante ellos: una extensa llanura pantanosa surcada por un ancho río. En ambas márgenes del río pacían animales. Al sur había unos veinte dinosaurios de color verde oscuro y tamaño mediano que asomaban intermitentemente sus enormes cabezas por encima de la hierba. A corta distancia de este grupo, Thorne vio ocho dinosaurios de pico de pato con grandes crestas de forma tubular; bebían y levantaban la cabeza, graznando lastimeramente. Justo delante de ellos advirtió la presencia de un estegosaurio solitario con su lomo curvo y sus hileras de placas verticales. La manada de triceratops pasó lentamente ante el estegosaurio, que permaneció indiferente. Y al oeste, elevándose sobre una arboleda, avistaron los cuellos largos y elegantes de una docena de apatosaurios, cuyos cuerpos se hallaban ocultos entre la vegetación que comían perezosamente. Era una escena apacible, pero aun así una escena de otro mundo.
—¿Doc? —dijo Eddie—. ¿Dónde estamos?
Sentados en los vehículos, contemplaron la llanura y los pausados movimientos de los dinosaurios a través de la profunda hierba. Oyeron el suave reclamo de los pico de pato. Las distintas manadas se desplazaban tranquilamente junto al río.
—¿Cómo debemos interpretar esto? —preguntó Eddie. ¿La evolución pasó de largo por aquí? ¿Es uno de esos sitios donde se ha detenido el tiempo?
—En absoluto —respondió Malcolm—. Existe una explicación racional para lo que estamos viendo. Y vamos a…
Un agudo zumbido intermitente sonó de pronto en el tablero. En el mapa del GPS se superpuso una retícula azul y en ella empezó a destellar una marca triangular donde se leía LEVN.
—¡Es él! —exclamó Eddie—. ¡Hemos dado con ese hijo de puta!
—¿Lo captas? —preguntó Thorne—. Es muy débil…
—No hay problema. La señal llega con potencia suficiente para transmitir el rótulo de identificación. Es Levine, sin duda. Por lo visto, proviene de ese valle. —Puso en marcha el Explorer y prosiguió traqueteando por el camino—. Vamos allá. Quiero salir de aquí cuanto antes, maldita sea.
Accionando un interruptor, Thorne encendió el motor eléctrico del tráiler, escuchando el apagado tableteo de la bomba de vacío y el leve gemido de la transmisión automática. Puso el tráiler en movimiento y siguió al Explorer.
La impenetrable selva volvió a envolverlos, cerrada y sofocante. Las copas de los árboles impedían casi por completo el paso del sol. A medida que avanzaban el zumbido se hizo irregular. Thorne miró el monitor y vio que el triángulo de luz se desvanecía por momentos.
—¿Lo perdemos, Eddie? —advirtió Thorne.
—Da igual —contestó Eddie—. Ahora lo tenemos localizado y podemos ir derecho hacia él. En realidad, debe de estar más adelante en este mismo camino, pasado ese puesto de guardia o lo que sea.