El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (2 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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Pero los americanos más prósperos e influyentes eran los comerciantes de las ciudades costeras y particular mente de Nueva Inglaterra, hombres que habían hecho fortuna con el comercio marítimo con las Antillas y con Europa. Si Gran Bretaña hubiese conseguido mantener su lealtad, el descontento podía haberse conservado dentro de ciertos límites. Los americanos más conservadores podían haber mantenido a raya a los granjeros y hombres de la frontera mal organizados.

El fracaso en conseguirlo fue el mayor error táctico de Inglaterra.

Durante cien años, Gran Bretaña había tratado de regular el comercio americano de tal modo que los manufactureros y terratenientes británicos pudiesen beneficiar se con él. (Según las normas de la época, esto parecía racional a los británicos. El territorio en el que vivían los americanos había sido ocupado y colonizado por iniciativa británica. Había sido la armada británica y la fuerza de las armas británicas las que los habían protegido continuamente, primero contra los neerlandeses y los españoles, y luego contra los franceses. Puesto que los americanos existían y prosperaban gracias a la generosidad de Gran Bretaña, ¿por qué no debían ofrecer alguna compensación a cambio?

Era casi como si Gran Bretaña considerase que los americanos habían alquilado su vasto territorio a la madre patria, y esperase de ellos que pagasen gustosamente el alquiler.

Para los americanos, desde luego, las cosas eran diferentes. Las colonias habían sido creadas por hombres que habían llevado a cabo la tarea con muy escasa ayuda del gobierno británico, y en algunos casos porque habían sido expulsados de sus hogares por la persecución religiosa.

También pensaban los americanos que habían defendido sus tierras contra los indios, los neerlandeses, los españoles y los franceses sin mucha ayuda de la madre patria. Sólo en la última guerra Gran Bretaña, viendo amenazados sus intereses en Europa y Asia, se había decidido a intervenir de manera vigorosa, y aun entonces los americanos habían ayudado enormemente.

Por ello, cuando los británicos trataron de controlar la industria y el comercio americanos de modo tal que el dinero fuese a parar a los bolsillos de los comerciantes y terratenientes británicos, los americanos pensaron que esto era injusto.

Los comerciantes americanos respondieron efectuando un comercio ilegal con otros países, o realizando el comercio sin pagar derechos de aduana o hurtando de otros modos a Gran Bretaña el dinero que trataba de recaudar. Los americanos no consideraban que violaban la ley, sino que ignoraban restricciones injustas y tiránicas.

Fue a causa de las restricciones al comercio y el contrabando por lo que los comerciantes de Nueva Inglaterra y las ciudades marítimas se volvieron cada vez más antibritánicas.

El nuevo rey

Retrospectivamente, vemos que los británicos podían haber manejado las cosas más sabiamente. Si se hubiese permitido a los americanos autogobernarse en cierta medida y si se hubiera permitido que los americanos más influyentes compartiesen los beneficios, por su propio acuerdo los americanos habrían entregado a los británicos más dinero del que Gran Bretaña podía obtener mediante la coerción.

A las circunstancias que contribuyeron al fracaso británico en comprender esto se agregó el hecho de que subiese al trono un nuevo rey, un rey que, por desgracia, no estaba precisamente a la altura de los tiempos.

El 25 de octubre de 1760, el rey británico, Jorge II, murió después de un reinado de treinta y tres años durante los cuales los dominios británicos de ultramar aumentaron mucho. En verdad, sólo a partir de este reinado podemos hablar verdaderamente del «Imperio Británico».

Su hijo Federico, que hubiera sido el heredero al trono, había muerto en 1751. Fue el hijo de Federico, quien tenía veintidós años en el momento de la muerte de su abuelo, quien sucedió a éste con el nombre de Jorge III.

El nuevo rey no era muy brillante. No aprendió a leer hasta los once años y, más tarde, se volvió loco. Nunca tuvo realmente confianza en sí mismo y, como sucede a veces, convirtió esto en obstinación. Nunca pudo admitir que estaba equivocado, de modo que persistía en su modo de actuar hasta mucho después de que fuese claro para todo el mundo que lo que hacía producía el efecto contrario de los resultados que buscaba.

Jorge III no era un tirano. Era un hombre moral, que amaba a su familia y llevaba una vida en un todo respetable, con su esposa y sus hijos. Hasta era amable en ciertos aspectos y, ciertamente, como ser humano era mucho mejor que los dos Jorges anteriores.

Pero vivía en una época en que, en otras partes de Europa, los reyes eran absolutos. Por ejemplo, el rey Luis XV de Francia, que gobernaba ya desde hacía casi medio siglo cuando Jorge III subió al trono, hacía lo que quería. No tenía ningún parlamento que le pusiese obstáculos, ningún primer ministro que gobernase el país sin control, ni elecciones que decidiesen sobre la politica, ni partidos que riñesen unos con otros ni político con libertad de atacar al rey.

Era humillante para Jorge que sólo él, de todos los monarcas europeos, fuese controlado y acosado por los caballeros terratenientes que dominaban el Parlamento. Su bisabuelo, Jorge I y su abuelo, Jorge II, no se habían preocupado por ello. Habían sido alemanes de nacimiento y habían gobernado la tierra alemana de Hannover. Les interesaba mucho más Hannover que Gran Bretaña y se sentían muy gustosos de dejar que el primer ministro gobernase como quisiese. Los Primeros Jorges, en efecto, apenas hablaban inglés.

Pero Jorge III pensaba de otro modo. Aunque aún gobernaba Hannover, había nacido y se había criado en Inglaterra. Hablaba inglés y se sentía inglés, y tenía un intenso deseo de gobernar a Gran Bretaña.

Durante su adolescencia, cuando era heredero al trono su madre viuda (a quien adoraba) constantemente lo urgía a que asumiese los deberes y los poderes que antaño pertenecían a la corona. «¡Sé un rey!», decía a su hijo con lo cual quería significar un rey a la manera de los monarcas absolutos de otras partes de Europa

Jorge trató de ser un rey. No podía abolir los poderes del Parlamento y convertirse en un monarca absoluto. Si hubiese intentado hacerlo, seguramente habría sido derrocado de inmediato por una nación que desde hacía largo tiempo había puesto límites estrictos a los poderes regios. Lo que hizo, pues, fue tratar de gobernar mediante el Parlamento, eligiendo a políticos que estuviesen a su lado y actuasen en su nombre. De este modo, hizo todo lo posible para poner al Parlamento bajo su control.

Le disgustaba William Pitt, por ejemplo. Pitt (el ministro que había asumido la dirección de la política británica en los oscuros días en que los franceses parecían a punto de obtener la victoria, y había conducido a Gran Bretaña a la recuperación y el triunfo) era la encamación misma de todo lo que Jorge III detestaba. Pitt era un político poderoso y resuelto que se comportaba como si él fuese el rey.

Después de un año de haber subido al trono, Jorge halló medios para obligar a renunciar a Pitt, en octubre de 1761. Pudo hacerlo sin problemas, desde luego, porque para entonces la victoria británica era segura. Desplazado Pitt, el Tratado de París de 1763 lanzó un destello de gloria sobre Jorge III. Estaba en el trono a la sazón y recibió el mérito de la victoria, aunque ésta se hallaba asegurada ya antes de que él subiese al trono.

Era en las colonias americanas donde Jorge III podía tener más éxito en su ambición de «ser un rey». En las colonias, no había parlamento alguno que le disputase el control. Allí, al menos, podía gobernar a su gusto, nombrando y destituyendo a funcionarios, estableciendo la política y ajustando los tornillos a los transgresores. Había legislaturas coloniales, sin duda, pero en conjunto tenían escaso poder contra el rey.

Jorge III no ejerció su poder en las colonias de mala manera, pues no era un hombre malo. La queja americana era sencillamente que lo pudiera ejercer, para bien o para mal, sin consultar a los mismos americanos.

Los choques empezaron casi tan pronto como Jorge III subió al trono, y concernían al problema del contrabando. Este era siempre un mal para los británicos, pero durante la Guerra contra Franceses e Indios, pareció absolutamente insoportable. Al menos parte del comercio ilegal americano se realizaba con el enemigo, con lo que apoyaba a los franceses y contribuía a la muerte de soldados británicos (y de soldados americanos también).

Los británicos se sintieron totalmente justificados en hacer esfuerzos especiales para poner fin al contrabando y aplicar las leyes que el Parlamento había aprobado regulando el tráfico y el comercio americanos. Esto había sido decidido por Pitt en 1760, por la época en que Jorge III subió al trono, y en este caso Jorge III estuvo de acuerdo con Pitt.

Pero poner en práctica las leyes sobre el comercio a un gran territorio escasamente poblado y situado a cinco mil kilómetros de distancia, donde la población, en general, no estaba dispuesta a admitir que se aplicaran, era más fácil de planear que de lograr. La búsqueda de artículos de contrabando y probar, una vez hallados, que habían entrado de contrabando eran cosas casi imposibles sin la cooperación de la gente del lugar.

Por esta razón, el gobierno británico decidió promulgar «mandatos de asistencia». Estas eran órdenes de búsqueda generalizada. Un funcionario de aduanas, provisto de un mandato de asistencia, tenía derecho de entrar en cualquier lugar en busca de artículos. No era necesario especificar el lugar particular o la naturaleza de los artículos buscados.

Tales mandatos de asistencia no eran algo nuevo. Habían sido expedidos ya en 1751. Pero en 1761, cuando salieron los nuevos mandatos, los americanos ya no temían a los franceses ni dependían de la ayuda militar británica. Eran más conscientes de sus derechos y más dispuestos a hacerlos valer.

No estaba en discusión lo bueno o lo malo del contrabando (¿quién podía defender honestamente el comercio con el enemigo?). La cuestión era si tales mandatos de asistencia eran legales. Esas órdenes de búsqueda generalizadas eran ilegales en Gran Bretaña, donde un axioma de la ley era que «la casa de un hombre es su castillo». Por humilde o desvencijada que fuese la casa de un hombre, en ella no podían entrar el rey ni sus representantes sin un proceso judicial en regla concerniente a una casa específica y para un fin específico.

¿Por qué, pues, en las colonias la casa de un hombre no era su castillo?

En Massachusetts, particularmente, donde el contrabando era desenfrenado, se levantó una enorme oposición y se puso en tela de juicio la legalidad de los mandatos.

Contra los mandatos se levantó James Otis (nacido en West Barnstable, Massachusetts, el 5 de febrero de 1725), hijo de uno de los más respetados jueces de la colonia. Su argumento, expuesto con la mayor elocuencia, era que los derechos poseídos por los ingleses, como consecuencia del «derecho natural», no podían ser violados por decretos del rey ni por edictos del Parlamento. Había una «constitución» básica que, aunque no estuviese escrita, encarnaba esos derechos naturales, y «un decreto contra la constitución es vacío», decía.

Otis sostenía, en efecto, que el gobierno británico, al promulgar mandatos de asistencia, era subversivo, y los americanos, al negarse a obedecer a esa ley particular, defendían los principios básicos del derecho. (Predicaba lo que hoy llamamos «desobediencia civil».)

Los británicos no se inmutaron por ese argumento y prosiguieron su política de expedir mandatos de asistencia. Mas para muchos americanos, Otis había encendido un faro que iba a guiarlos en adelante y a justificarlos en su rebelión contra la ley británica en nombre de una ley superior.

Un suceso similar tuvo lugar en Virginia un poco más tarde.

En Virginia, era costumbre desde 1662 pagar a los clérigos en tabaco. El dinero en efectivo era escaso, y el tabaco era una mercancía valiosa.

El problema era que el valor del tabaco fluctuaba.

Aunque su precio era generalmente de dos peniques la libra, hubo una serie de años malos en los que la cosecha de tabaco fue escasa por la sequía y el precio subió a seis peniques la libra. Esto significaba que, si el clero recibía su asignación habitual de tabaco (17.000 libras el año), su salario se triplicaba.

La legislatura de Virginia, la Casa de los
Burgesses
, que estaba dominada por los plantadores de tabaco, abandonó el pago en tabaco, en 1755, y estableció en cambio un pago en dinero a una tasa de dos peniques la libra.

El clero, por supuesto, se opuso, y llevó el caso ante el gobierno británico. El 10 de agosto de 1759, cuando Jorge II todavía era rey, el gobierno británico anuló la ley de Virginia y restableció el pago en tabaco.

Los virginianos ignoraron el fallo británico y, final mente, un clérigo llevó el caso ante los tribunales de Virginia a fines de 1763. Fue llamado el «caso Parsons».

En contra del clérigo y en defensa de la ley aprobada por la Casa de los Burgesses, actuó Patrick Henry (nacido en el condado de Hanover, Virginia, el 29 de mayo de 1736), hijo de un inmigrante escocés. Había tenido poca instrucción y no pudo abrirse camino como tendero o como granjero. Sólo cuando ensayó la abogacía encontró su vocación, pues demostró ser un notable orador.

En su discurso contra el pleito del clérigo, pronunciado el 1 de diciembre de 1763, Henry no se ocupó de si la ley aprobada por la Casa de los Burgesses era juiciosa o absurda, humanitaria o cruel. La cuestión era si el gobierno británico podía, a su voluntad, anular una ley aprobada por la Casa de los
Burgesses
. Henry arguyo que no podía; que, nuevamente, el «derecho natural» había sido violado por esa arbitraria acción británica y que, por tanto, tal acción carecía de validez.

El jurado se sintió suficientemente conmovido por la elocuencia de Henry como para otorgar al clérigo solamente un penique por daños y perjuicios.

La noción de «derecho natural» era atractiva para los intelectuales de la época.

Cien años antes, el gran científico ingles Isaac Newton había hallado las leyes del movimiento y de la gravitación universal, y había mostrado cómo el funcionamiento del Universo podía expresarse en esas leyes, que podían ser enunciadas sencillamente e interpretadas con claridad.

Así surgió el entusiasmo de la llamada «Edad de la Razón», en la que muchos pensaron, con exceso de optimismo, que todo en el Universo podía ser reducido a leyes tan generales, tan poderosas y tan sencillamente formuladas como las de Newton. Algunos pensaron que leyes semejantes gobernaban la sociedad, leyes tan naturales e inevitables como las del movimiento y esencialmente inviolables por los gobiernos.

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