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Authors: Katherine Neville

El ocho (61 page)

BOOK: El ocho
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Era el día de la Bastilla, pero no compartía el espíritu festivo. Esa mañana, al llegar a la Convención, se había enterado de que la noche anterior habían asesinado a Marat. Y la mujer a la que se había llevado a la Bastilla, la asesina, era la visitante de Mireille, Charlotte Corday.

Además, Mireille no había regresado en toda la noche. David estaba muy asustado. Su posición no era tan segura como para que no pudiera alcanzarlo el largo brazo de la Comuna de París si descubrían que el complot anarquista se había fraguado en su comedor. Solo deseaba encontrar a Mireille… sacarla de París antes de que la gente atara cabos…

Bajó del carruaje y sacudió el polvo que cubría el sombrero con la escarapela tricolor, que él mismo había diseñado para los delegados de la Convención, para representar el espíritu de la revolución. Cuando se disponía a cerrar la verja, una figura esbelta salió de entre las sombras y se acercó a él. David se encogió de miedo cuando el hombre lo agarró del brazo. En el cielo brilló un cohete, cuyo resplandor le permitió ver la cara pálida y los ojos verde mar de Maximilien Robespierre.

—Tenemos que hablar, ciudadano —susurró este con voz escalofriante, mientras en el cielo crepuscular estallaban los cohetes—. Esta tarde no has asistido al juicio…

—¡Estaba en la Convención! —exclamó David asustado, porque era evidente a qué juicio se refería Robespierre—. ¿Por qué has salido de ese modo de entre las sombras? —agregó, tratando de disimular la verdadera causa de su temblor—. Si deseas hablarme, entra.

—Amigo mío, lo que tengo que decir no debe ser oído por sirvientes o fisgones —dijo Robespierre muy serio.

—Mis sirvientes libran esta noche para celebrar el día de la Bastilla. ¿Por qué, si no, crees que he cerrado yo mismo la puerta?

Temblaba de tal manera que se sintió agradecido por la oscuridad que los rodeaba mientras atravesaban el patio.

—Es una pena que no hayas podido venir al juicio —dijo Robespierre cuando entraron en la casa vacía y oscura—. Verás, la acusada no es Charlotte Corday, sino la muchacha cuyo dibujo me mostraste… la que hemos estado buscando por toda Francia. ¡Mi querido David, la asesina de Marat es tu pupila Mireille!

Pese al cálido tiempo de julio, David sentía un frío mortal. Estaba sentado en el pequeño comedor frente a Robespierre, que después de encender una lámpara de aceite le servió un brandy de una licorera. David temblaba tanto que apenas podía sostener la copa.

—No se lo he comentado a nadie porque prefería hablar primero contigo —decía Robespierre—. Necesito tu ayuda. Tu pupila tiene una información que me interesa. Sé por qué fue a ver a Marat: quiere el secreto del ajedrez de Montglane. Debo averiguar qué sucedió entre ellos durante la entrevista que mantuvieron antes de la muerte de Marat y si ella tuvo la oportunidad de comunicar lo que sabe a otros.

—¡Te digo que no sé nada de esos terribles acontecimientos! —exclamó David, mirando horrorizado a Robespierre—. Jamás creí en la existencia del ajedrez de Montglane hasta el día que salí del café de la Régence con André Philidor… ¿te acuerdas? Fue él quien me habló del juego, pero cuando repetí esa historia a Mireille…

Robespierre se inclinó sobre la mesa para cogerle del brazo.

—¿Ella ha estado aquí? ¿Has hablado con ella? Dios mío, ¿por qué no me lo dijiste?

—Dijo que nadie debía saber que estaba aquí —gimió David con la cabeza entre las manos—. Llegó hace cuatro días, Dios sabe de dónde… vestida con ropajes árabes…

—¡Ha estado en el desierto! —Robespierre se levantó de un salto y empezó a pasearse por la habitación—. Querido David, tu pupila no es una inocente escolar. Ese secreto se remonta a los moros… al desierto. Lo que ella busca es el secreto de las piezas. Por eso asesinó a Marat a sangre fría. ¡Está en el centro mismo de este peligroso juego de poder! Debes decirme qué más te contó… antes de que sea demasiado tarde.

—¡Fue por contarte la verdad como provoqué este horror! —exclamó David, a punto de llorar—. Si descubren quién es la acusada, soy hombre muerto. Tal vez temieran y odiaran a Marat cuando vivía… pero, ahora que ha muerto, van a poner sus cenizas en el Panteón… han guardado su corazón en el Club de los Jacobinos como si fuera una santa reliquia.

—Lo sé —dijo Robespierre con esa voz suave que hacía estremecer a David—. Por eso he venido. Querido David, tal vez pueda hacer algo para ayudaros a ambos… pero solo si tú me ayudas primero. Creo que tu pupila confía en ti… Te dirá lo que sabe, mientras que a mí ni siquiera me hablaría. Si pudiera introducirte en secreto en la prisión…

—¡Por favor, no me pidas eso! —David casi gritaba—. Haré todo lo que pueda por ayudarla… pero lo que propones podría costarnos la cabeza a todos.

—No lo comprendes —repuso con calma Robespierre, y sentándose junto a David, tomó su mano entre las suyas—. Amigo mío, sé que eres un revolucionario entusiasta, pero no sabes que el ajedrez de Montglane está en el centro mismo de la tormenta que está destruyendo las monarquías en toda Europa… que eliminará para siempre el yugo de la opresión. —Se inclinó hacia la mesita y tras servirse una copa de oporto continuó—: Tal vez si te explico cómo entré yo en el juego lo comprenderás. Porque se está desarrollando un juego, querido David, un juego peligroso y letal que destruye el poder de los reyes. El ajedrez de Montglane debe reunirse bajo el control de aquellos que, como nosotros, utilizarán esta poderosa herramienta para apoyar las virtudes preconizadas por Jean-Jacques Rousseau. Porque fue él quien me eligió para el juego.

—¡Rousseau! —murmuró David asombrado—. ¿Él buscaba el ajedrez de Montglane?

—Philidor conocía al filosofo… y yo también —respondió Robespierre. Arrancó de su libreta una hoja y buscó algo con que escribir. David tanteó el desorden de papeles que cubrían la mesita y le tendió un lápiz de dibujo. Robespierre empezó a trazar un diagrama, mientras proseguía—: Lo conocí hace quince años, cuando yo era un joven abogado que asistía a las sesiones de los Estados Generales en París. Me enteré de que el reverenciado filósofo Rousseau había caído enfermo de gravedad en las afueras de la ciudad. Sin perder tiempo, solicité una entrevista y fui a caballo a visitar al hombre que, a los sesenta y seis años, dejaba un legado que pronto cambiaría el futuro del mundo. Desde luego, lo que me dijo aquel día alteró mi futuro… tal vez el tuyo cambie también.

David permanecía en silencio mientras al otro lado de las ventanas, los cohetes estallaban como crisantemos en la profunda oscuridad. Robespierre, con la cabeza inclinada sobre su dibujo, inició su relato…

LA HISTORIA DEL ABOGADO

A unos cincuenta kilómetros de París, cerca de la ciudad de Ermenonville, se encuentran las propiedades del marqués de Girardin, donde Rousseau y su amante Thérèse Levasseur habitaban una casita desde mediados de mayo de 1778.

Corría el mes de junio. El tiempo era agradable y el olor de la hierba recién cortada y las rosas impregnaba los prados que rodeaban el castillo del marqués. Dentro de la propiedad había un lago con una islita en el centro, llamada isla de los Álamos. Allí encontré a Rousseau, vestido con el traje de moro que, según decían, usaba siempre: un holgado caftán violeta, un chal verde con flecos, zapatos de cuero marroquí rojo con las puntas levantadas como babuchas, una gran bolsa de piel amarilla colgada en bandolera y un gorro bordeado de pieles que enmarcaba su rostro atezado. Un hombre exótico y misterioso, que parecía moverse entre los árboles y el agua como si obedeciera a una música interna que solo él escuchaba. Crucé el puentecillo y me presenté, aunque lamentaba interrumpir esa concentración tan profunda. Yo lo ignoraba, pero Rousseau estaba contemplando su encuentro con la eternidad… que estaba a pocas semanas de distancia.

—Os esperaba —dijo con voz queda después de saludarme—. Señor Robespierre, según me han dicho, sois adepto a esas virtudes naturales que preconizo. En el umbral de la muerte, conforta saber que hay por lo menos un ser humano que comparte nuestras creencias.

En aquel entonces yo tenía veinte años y era un gran admirador de Rousseau, un hombre que se había visto obligado a ir de un lado a otro, exiliado de su país, forzado a depender de la caridad a pesar de su fama y el valor de sus ideas. No sé qué esperaba al ir a verlo… tal vez alguna intuición filosófica profunda, una conversación edificante sobre política, un extracto romántico de La nouvelle Héloïse, pero al parecer Rousseau, sintiendo la proximidad de la muerte, tenía otra cosa en la cabeza.

—Voltaire murió la semana pasada —prosiguió—. Nuestras vidas estaban uncidas como las de aquellos caballos de los que hablaba Platón… uno tiraba hacia la tierra, y el otro, hacia los cielos. Voltaire defendía la razón, mientras que yo he abogado por la naturaleza. Entre nosotros, la filosofía de ambos servirá para desvencijar el carro de la Iglesia y el Estado.

—Pensé que no simpatizabais con ese hombre —dije desconcertado.

—Lo odiaba y lo amaba. Lamento no haberlo conocido. Una cosa es segura: no lo sobreviviré mucho tiempo. La tragedia es que Voltaire tenía la clave de un misterio que he tratado de desentrañar durante toda mi vida. A causa de su testaruda observancia de lo racional, jamás conoció el valor de lo que había descubierto. Ahora es demasiado tarde. Ha muerto. Y con él murió el secreto del ajedrez de Montglane.

Mientras él hablaba, mi interés iba en aumento. ¡El ajedrez de Carlomagno! Todo escolar francés conocía la historia… ¿acaso era algo más que una leyenda? Contuve la respiración, rogando que continuara.

Rousseau se había sentado en un tronco caído y buscaba algo en su bolsa de piel amarilla. Para mi sorpresa, sacó una delicada tela de cañamazo y encaje, y mientras hablaba empezó a trabajar con una diminuta aguja de plata.

—Cuando era joven —prosiguió—, me ganaba la vida en París vendiendo mis encajes y bordados, porque mis óperas no interesaban a nadie. Aunque había deseado ser un gran compositor, me pasaba las veladas jugando al ajedrez con Denis Diderot y André Philidor, que eran tan pobres como yo. Diderot me consiguió un empleo provechoso como secretario del conde de Montaigu, embajador francés en Venecia. Era la primavera de 1743… no lo olvidaré nunca, porque ese año, en Venecia, sería testigo de algo que recuerdo tan vívidamente como si hubiese sucedido ayer; un secreto en el centro mismo del ajedrez de Montglane.

Rousseau pareció sumirse en un ensueño. Su labor de aguja cayó al suelo. Me incliné a cogerla y se la devolví.

—Decíais que presenciasteis algo —lo urgí—, ¿algo relacionado con el ajedrez de Carlomagno?

El viejo filósofo volvió a la realidad.

—Sí… Venecia era una ciudad muy antigua, cargada de misterio —recordó con tono soñador—. Había en ella algo oscuro y siniestro, pese estar rodeada de agua y llena de brillantes luces. Yo sentía esa oscuridad que lo invadía todo mientras vagaba por el laberinto de calles, atravesaba antiguos puentes de piedra, me trasladaba en sigilosas góndolas por los canales secretos donde solo el sonido del agua rompía el silencio de mi meditación…

—Un lugar apropiado para creer en lo sobrenatural —apunté.

—Exacto —dijo entre risas—. Una noche, fui solo a San Samuele, el teatro más bonito de Venecia, para ver una nueva comedia de Goldoni, titulada La Donna di Garbo. El teatro era como una joya en miniatura: las filas de palcos llegaban al techo, todos azules y dorados, cada uno con una pequeña canasta de frutas y flores pintadas e hileras de brillantes luces, de modo que se veía a los expectadores tan bien como a los actores. La sala estaba atestada de pintorescos gondoleros, cortesanas envueltas en plumas, burgueses enjoyados… un público totalmente distinto de las damas y caballeros sofisticados y aburridos que acuden a los teatros parisienses… y todos participaban ruidosamente en la obra. Cada palabra de los diálogos se seguía de silbidos, risas, exclamaciones, de modo que apenas se oía a los actores.

»En mi palco había un jovencito más o menos de la edad de André Philidor… unos dieciséis años. Llevaba el pálido maquillaje, los labios color rubí, la peluca empolvada y el sombrero con plumas tan de moda en aquel tiempo en Venecia. Se presentó como Giovanni Casanova. Se había formado para ser abogado, como vos, pero tenía otros muchos talentos. Era hijo único de dos cómicos venecianos, actores que frecuentaban los escenarios desde aquí a San Petersburgo, y se ganaba la vida tocando el violín en varios teatros locales. Estaba encantado de conocer a alguien recién llegado de París. Ansiaba visitar esa ciudad tan famosa por su riqueza y su decadencia, dos características que apreciaba sobremanera. Dijo que le interesaba la corte de Luis XV, un hombre conocido por su extravagancia, sus amantes, su inmoralidad y sus incursiones en el ocultismo. Esto último le interesaba especialmente… y me hizo muchas preguntas sobre las sociedades de francmasones, tan populares en el París de entonces. Yo sabía poco de esas cosas y se ofreció a mejorar mi educación a la mañana siguiente, domingo de Pascua.

»Tal como habíamos convenido, nos encontramos al amanecer, cuando ya se había reunido una gran multitud ante la Porta della Carta… la puerta que separa la famosa catedral de San Marcos del Palacio Ducal anejo. La muchedumbre, despojada de los coloridos trajes de la semana anterior de Carnaval, vestía de negro… y esperaba entre murmullos el comienzo de algún acontecimiento. “Estamos a punto de presenciar el ritual más antiguo de Venecia —me dijo Casanova—. Cada Pascua, al salir el sol, el dux de Venecia encabeza una procesión a través de la piazzetta y de regreso a San Marcos. Se llama la Larga Marcha… una ceremonia tan antigua como la propia Venecia.” “Pero sin duda Venecia es más antigua que la Pascua… que el cristianismo”, observé, mientras esperábamos entre la multitud expectante que se agolpaba tras los cordones de terciopelo. “No he dicho que sea un ritual cristiano —repuso Casanova con una sonrisa misteriosa—. Venecia fue fundada por los fenicios… de quienes procede su nombre. Fenicia fue una civilización construida sobre islas. Adoraban a la diosa de la luna, Car. Así como la luna controla las mareas, los fenicios controlaban el mar, de donde surge el mayor misterio de todos: la vida.”

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