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Authors: Katherine Neville

El ocho (60 page)

BOOK: El ocho
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—Dadme vuestros papeles —ordenó Mireille tendiendo la mano—, por si necesito pruebas para entrar.

—Rezo por vos —dijo Charlotte tras entregarle los papeles, que Mireille escondió en su corpiño, junto al cuchillo—. Esperaré aquí vuestro regreso.

Mireille cruzó la calle y subió los escalones de la desvencijada casa de piedra. Se detuvo en la entrada, donde en una placa ajada se leía:

JEAN-PAUL MARAT, MÉDICO

Respiró hondo y dio unos golpes en la puerta con la aldaba metálica, cuyo sonido resonó en las paredes del interior. Por fin oyó ruido de pasos que se acercaban lentos y se abrió la puerta.

En el umbral apareció una mujer alta, de cara grande y pálida llena de arrugas. Con un movimiento de la muñeca apartó un mechón de cabellos que se habían soltado del moño descuidado. Mientras se limpiaba las manos cubiertas de harina en la toalla que rodeaba su ancha cintura, miró a Mireille de pies a cabeza, examinando el elegante vestido de algodón, el sombrero con lazos y los rizos que caían sobre los hombros.

—¿Qué queréis? —preguntó con desdén.

—Me llamo Corday. El ciudadano Marat me espera —respondió Mireille.

—Está enfermo —replicó la mujer, y empezó a cerrar la puerta.

Mireille se adelantó y la obligó a retroceder un paso.

—¡Insisto en verlo!

—¿Qué sucede, Simone? —preguntó otra mujer que había aparecido al final del largo pasillo.

—Una visita, Albertine… para vuestro hermano. Le he dicho que está enfermo…

—Marat querría verme —dijo Mireille en alta voz— si supiera qué noticias traigo de Caen… y de Montglane.

A través de una puerta entreabierta en medio del pasillo se oyó una voz:

—¿Una visita, Simone? ¡Hazla pasar de inmediato!

La mujer se encogió de hombros e indicó a Mireille que la siguiera.

Era una gran habitación azulejada con un ventanuco alto a través del cual se veía el cielo, que pasaba del rojo al gris. Hedía a medicinas astringentes y putrefacción. En un rincón había una bañera en forma de bota. Allí, en las sombras solo rotas por la luz de una vela colocada sobre una escribanía que tenía sobre las rodillas, estaba Marat. Con la cabeza envuelta en un trapo mojado y la piel, de un blanco enfermizo a la luz de la vela, llena de pústulas, trabajaba inclinado sobre la escribanía atestada de plumas y papeles.

Mireille clavó la mirada en el hombre. Cuando Simone la introdujo en la habitación y le indicó por señas que se sentara en un taburete de madera que había junto a la bañera, Marat no levantó la vista. Siguió escribiendo mientras Mireille, cuyo corazón latía con furia, lo miraba de hito en hito. Ansiaba saltar sobre él, hundirle la cabeza en el agua tibia y mantenerlo allí hasta que… pero Simone seguía de pie a sus espaldas.

—Llegáis en el momento oportuno —dijo Marat, inclinado todavía sobre los papeles—. Precisamente estoy preparando una lista de girondinos que al parecer se están sublevando en las provincias. Si venís de Caen, podréis ratificarla. También decís que traéis noticias de Montglane…

Miró a Mireille y sus ojos se abrieron de par en par. Guardó silencio un momento y después indicó a Simone:

—Ahora puedes dejarnos, querida amiga.

Simone permaneció inmóvil unos segundos, pero finalmente, bajo la mirada penetrante de Marat, se volvió y se fue cerrando la puerta tras de sí.

Mireille sostuvo la mirada de Marat sin pronunciar palabra. Era extraño, pensó. Ahí estaba la encarnación de la maldad, el hombre cuyo espantoso rostro había perturbado sus inquietos sueños durante tanto tiempo; ahí estaba, sentado en una bañera de cobre llena de sales hediondas, pudriéndose como un trozo de carne rancia. Un anciano agostado, muriendo por su propia maldad. Si en su corazón hubiera habido lugar para la piedad, lo habría compadecido.

—De modo que por fin habéis venido —susurró él sin quitarle los ojos de encima—. ¡Cuando vi que las piezas habían desaparecido, supe que algún día volveríais!

Sus ojos destellaban a la temblorosa luz de la bujía. Mireille sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—¿Dónde están? —preguntó.

—Eso era exactamente lo que quería preguntaros —dijo él con tranquilidad—. Habéis cometido un gran error al venir aquí, mademoiselle, con nombre falso o sin él. Jamás saldréis de este lugar con vida… a menos que me digáis qué ha sido de las piezas que sacasteis del jardín de David.

—Vos tampoco —repuso Mireille, sintiendo que su corazón se apaciguaba mientras sacaba el cuchillo de su corpiño—. Cinco de mis hermanas han desaparecido. Quiero saber si terminaron como mi prima.

—Ah… habéis venido a matarme —dijo Marat con una sonrisa terrible—. Pero no creo que lo hagáis. Soy un hombre moribundo. No necesito que me lo digan los médicos… yo mismo soy médico.

Mireille tocó el filo del cuchillo con la yema de un dedo.

Marat cogió una pluma de la escribanía y se dio unos golpes con ella en el pecho desnudo.

—Os aconsejo que clavéis la daga aquí… a la izquierda, entre la segunda costilla y la tercera. Cortaréis la aorta. Rápido y seguro. Pero antes de que muera os interesará saber que tengo las piezas. Y no cinco, como creíais, sino ocho. Entre los dos, mademoiselle, podríamos controlar la mitad del tablero.

Mireille trató de permanecer impasible, mientras el corazón volvía a desbocársele. La adrenalina corría con su sangre como una droga.

—¡No os creo! —exclamó.

—Preguntad a vuestra amiga, mademoiselle Corday, cuántas monjas recurrieron a ella en vuestra ausencia —dijo Marat—. Mademoiselle Beaumont… mademoiselle Defresnay… mademoiselle D’Armentieres… ¿os dicen algo esos nombres?

Todas eran monjas de Montglane. ¿Qué estaba diciendo ese hombre? Ninguna de ellas había viajado a París… ninguna de ellas había escrito esas cartas que David entregó a Robespierre…

—Fueron a Caen —prosiguió Marat, como si le hubiera leído el pensamiento—. Esperaban encontrar a Corday. ¡Qué triste! Enseguida se dieron cuenta de que la mujer que salía a su encuentro no era una monja…

—¿Una mujer? —preguntó Mireille.

En ese instante alguien llamó a la puerta y entró Simone Évrard con una fuente de riñones y mollejas humeantes. Atravesó la habitación con una expresión agria mientras miraba a Marat y su visitante con el rabillo del ojo. Dejó la fuente en el alféizar de la ventana.

—Para que se enfríen y podamos picarlos para el pastel de carne —dijo con tono seco clavando sus ojillos brillantes en Mireille, que había ocultado a toda prisa el cuchillo entre los pliegues de sus faldas.

—Por favor, no vuelvas a molestarnos —le dijo Marat.

Simone lo miró estupefacta y salió presurosa de la habitación con una expresión ofendida en su feo rostro.

—Cerrad la puerta con llave —indicó Marat a Mireille, que lo miró sorprendida. Luego se reclinó en la bañera y sus pulmones emitieron un silbido áspero a causa del esfuerzo por respirar—. Mi querida mademoiselle, la enfermedad ha invadido todo mi cuerpo. Si queréis matarme, no disponéis de mucho tiempo, pero me parece que lo que más deseáis es información… y yo también. Cerrad la puerta y os diré lo que sé.

Sin soltar el cuchillo, Mireille fue hacia la puerta e hizo girar la llave hasta que oyó el sonido del pestillo. Le palpitaban las sienes. ¿Quién era la mujer de la que hablaba Marat… la que se había apoderado de las piezas de las desprevenidas monjas?

—Vos las matasteis. ¡Las asesinasteis por las piezas!

—Yo soy un inválido —repuso él con una sonrisa horrible y su blanca cara, rodeada de sombras—, pero como el rey en el tablero, la pieza más débil puede ser también la más valiosa. Las maté… pero solo con información. Sabía quiénes eran y adónde era probable que se dirigiesen en caso de peligro. Vuestra abadesa fue necia… los nombres de las monjas de Montglane eran de dominio público. Pero no, no las maté yo mismo. Os diré quién lo hizo cuando me digáis lo que habéis hecho con las piezas que os llevasteis. Os diré incluso dónde están las que capturamos nosotros, aunque no os servirá de nada…

La incertidumbre y el miedo atormentaban a Mireille. ¿Cómo podía confiar en él, cuando la última vez que le dio su palabra había asesinado a Valentine?

—Decidme cómo se llama la mujer y dónde están las piezas —exigió, mientras volvía a acercarse a la bañera—. Si no, nada.

—Sois vos quien tiene el cuchillo —repuso Marat con voz áspera—, pero mi aliada es la jugadora más poderosa. ¡Jamás la destruiréis… jamás! Vuestra única esperanza es uniros a nosotros y reunir las piezas. Por separado no son nada, pero juntas poseen un poder inmenso. Si no me creéis, preguntad a vuestra abadesa. Ella la conoce. Sabe de su poder. Su nombre es Catalina… ¡es la Reina Blanca!

—¡Catalina! —exclamó Mireille, mientras mil pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¡La abadesa había ido a Rusia! Su amiga de la infancia… el relato de Talleyrand… la mujer que había comprado la biblioteca de Voltaire… ¡Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias! Pero ¿cómo podía esa mujer ser al mismo tiempo aliada de Marat y amiga de la abadesa?—. Mentís —dijo—. ¿Dónde está ahora? ¿Y dónde están las piezas?

—Os he dicho su nombre —exclamó Marat, lívido de furia—. Antes de que os diga más, debéis demostrarme la misma confianza. ¿Dónde están las piezas que sacasteis del jardín de David? ¡Decídmelo!

Mireille respiró hondo, apretando el mango del cuchillo.

—Las he sacado del país —respondió—. Están a salvo en Inglaterra.

El rostro de Marat se iluminó al oír sus palabras. Mireille vio los cambios que se operaban en el hombre, cuyo semblante adoptó esa máscara de maldad que ella había evocado en sus sueños.

—¡Por supuesto! —exclamó él—. ¡He sido un necio! ¡Se las habéis dado a Talleyrand! Dios mío… ¡es más de lo que esperaba! —Trató de ponerse de pie en la bañera—. ¡Está en Inglaterra! —exclamó—. ¡En Inglaterra! Dios mío… ¡ella puede obtenerlas! —Luchaba por apartar la escribanía con sus débiles brazos. El agua de la bañera se agitaba—. ¡A mí! ¡A mí!

—¡No! —exclamó Mireille—. ¡Os habéis comprometido a decirme dónde están las piezas!

—¡Pequeña idiota! —Marat rompió a reír y apartó la escribanía, que cayó al suelo manchando de tinta las faldas de Mireille.

La joven oyó pasos que se acercaban por el pasillo y el ruido del picaporte agitado por una mano. Empujó a Marat, que volvió a caer en la bañera. Le alzó la cabeza cogiendo su grasiento cabello y apoyó el cuchillo en su pecho.

—¡Decidme dónde están! —gritó, mientras el ruido de los puños que aporreaban la puerta ahogaba sus palabras—. ¡Decídmelo!

—¡Cobarde! —masculló él con los labios llenos de saliva—. ¡Hacedlo o que Dios os maldiga! ¡Habéis llegado demasiado tarde… demasiado tarde!

Mireille se lo quedó mirando mientras los golpes en la puerta continuaban. Oyó gritos de mujeres mientras miraba la cara horrible y su sonrisa perversa. «¿Cómo tendréis fuerza para matar a un hombre? Huelo en vos la venganza como se huele el agua en el desierto.» La voz de Shahin susurraba en su cabeza imponiéndose a los gritos de las mujeres y a los golpes en la puerta. ¿Qué significaba que «había llegado demasiado tarde»? ¿Qué importancia tenía que Talleyrand estuviera en Inglaterra? ¿Y qué quería decir Marat con que «ella» podía obtenerlas?

El cerrojo estaba a punto de ceder ante las embestidas del pesado cuerpo de Simone Évrard y la madera podrida que rodeaba la cerradura se astillaba. Mireille observó la cara llena de pústulas de Marat, respiró hondo y clavó el cuchillo en su pecho. La sangre que brotó de la herida le manchó el vestido. Hundió la hoja hasta la empuñadura.

—Enhorabuena… el punto exacto… —murmuró él, mientras la sangre llegaba a su boca.

Su cabeza cayó hacia un lado; con cada contracción del corazón, la sangre manaba a borbotones. Mireille sacó el cuchillo y lo arrojó al suelo en el momento en que se abría la puerta.

Simone Évrard irrumpió en la habitación, seguida de Albertine. La hermana de Marat miró hacia la bañera, gritó y se desmayó. Mientras Mireille avanzaba hacia la puerta como en un sueño, Simone aullaba.

—¡Dios mío! ¡Lo habéis matado! ¡Lo habéis matado! —vociferaba mientras se precipitaba hacia la bañera y caía de rodillas para detener con su delantal el flujo de sangre. Mireille siguió caminando por el pasillo como si estuviera en trance. De pronto se abrió la puerta de la calle y varios vecinos entraron en la casa. Mireille pasó junto a ellos moviéndose como una autómata, con la cara y el vestido manchados de sangre. Oyó los gritos y gemidos detrás de ella mientras avanzaba hacia la puerta abierta como si estuviera hipnotizada. ¿Qué había querido decir Marat con que llegaba demasiado tarde?

Tenía la mano apoyada en la puerta cuando la golpearon por la espalda. Sintió el dolor y oyó el ruido de madera que se rompía. Se desplomó. Los fragmentos de la silla con que la habían atacado yacian dispersos sobre el suelo sucio. Trató de levantarse. Un hombre la cogió por el escote del vestido, arañando sus senos, y la puso en pie. La aplastó contra la pared, donde volvió a golpearse la cabeza y se derrumbó. No pudo levantarse. Oyó ruido de pisadas, el crujido de los tablones flojos del suelo al entrar mucha gente en la casa, gritos y exclamaciones de hombres… el llanto de una mujer.

Yacía en el suelo sucio, incapaz de moverse. Al cabo de un largo rato sintió que unas manos se deslizaban bajo su cuerpo… Trataba de levantarla. Eran hombres con uniformes oscuros que la ayudaban a ponerse en pie. Le dolía la cabeza y notaba palpitantes la nuca y la columna vertebral. Cogiéndola por los codos la condujeron hacia la puerta, mientras ella trataba de caminar.

Fuera se había juntado una multitud que rodeaba la casa. Con la vista nublada, Mireille observó la masa de rostros, cientos de ellos, que se movían como un mar de lemmings… todos ahogándose, pensó… todos ahogándose. La policía hacía retroceder a la muchedumbre con sus bastones. Oyó exclamaciones y gritos de «¡Asesina! ¡Carnicera!», y muy lejos, al otro lado de la calle, vio una cara blanca, enmarcada en la ventana abierta de un carruaje. Trató de fijar la vista en ella. Durante un segundo vio los ojos aterrados, los labios pálidos y los nudillos blancos sobre la puerta del coche: era Charlotte Corday. Después todo se volvió negro.

14 de julio de 1793

Cuando Jacques-Louis David regresó agotado de la Convención, eran las ocho de la noche. La gente ya había comenzado a lanzar petardos y a correr por las calles como locos borrachos cuando su carruaje se detuvo en el patio.

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