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Authors: Katherine Neville

El ocho (79 page)

BOOK: El ocho
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Detuvimos el automóvil en una de las callejas que formaban la laberíntica región alta de Argel. Tenía mil preguntas que hacer mientras trataba de ver si aparecía el coche de Sharrif. Estaba segura de que no los habíamos despistado, pero se hallaban lo bastante lejos para que no se vieran sus faros cuando apagamos los nuestros. Bajamos del coche y nos adentramos en el laberinto.

Lily iba detrás de Kamel, cogida de su manga, y yo los seguía. Las calles estaban oscuras y eran tan estrechas que tropecé y estuve a punto de caer de bruces.

—No lo entiendo —murmuró Lily con su voz ronca, mientras yo continuaba mirando hacia atrás para ver si nos seguían—. Si Minnie era la esposa del cónsul holandés Renselaas, ¿cómo podía estar también casada con su padre? Por estos pagos la monogamia no parece ser muy popular.

—Renselaas murió durante la revolución —explicó Kamel—. Minnie necesitaba quedarse en Argel y mi padre le ofreció su protección. Aunque se querían mucho como amigos, sospecho que fue un matrimonio de conveniencia. En todo caso, al cabo de un año mi padre murió…

—Si él era el Rey Negro —siseó Lily— y lo mataron, ¿por qué no terminó el juego? ¿No es eso lo que quiere decir Shah mat, «el rey ha muerto»?

—El juego continúa, como en la vida —respondió Kamel—. El rey ha muerto… viva el rey.

Miré la angosta franja de cielo entre los edificios mientras nos internábamos cada vez más en la casbah. Oía el ulular del viento, que no podía penetrar los pasajes estrechos por los que avanzábamos. Desde lo alto caía sobre nosotros un polvo fino y una película roja se deslizaba por la cara de la luna. Kamel también levantó la mirada.

—Llega el siroco —afirmó—. Tenemos que darnos prisa. Espero que esto no dé al traste con nuestros planes.

Miré al cielo con inquietud. El siroco era una tormenta de arena, una de las más famosas del mundo. Quería estar a cubierto antes de que se iniciara. Kamel se detuvo en un pequeño callejón sin salida y sacó una llave del bolsillo.

—¡El fumadero de opio! —susurró Lily recordando nuestra excursión—. ¿O era hachís?

—Esta es otra entrada —dijo Kamel—. Es una puerta cuya llave solo tengo yo.

La abrió, me hizo pasar primero a mí, luego a Lily, y la cerró a nuestras espaldas.

Estábamos en un pasillo largo y oscuro, al fondo del cual se veía una luz tenue. Noté una gruesa alfombra bajo los pies y el frío damasco que cubría las paredes.

Cuando llegamos al fondo, entramos en una habitación amplia, con el suelo cubierto de hermosas alfombras persas, cuya única iluminación provenía de un gran candelabro de oro colocado sobre una mesa de mármol, en el extremo más alejado. Su luz permitía distinguir el opulento mobiliario: mesitas de oscuro mármol de Carrara, otomanas de seda amarilla con borlas doradas, sofás del color de los licores añejos y grandes esculturas sobre pedestales y mesas aquí y allá, magníficas incluso para mi ojo no experto. En aquella líquida luz dorada la habitación parecía un tesoro encontrado en el fondo de un mar antiguo. Mientras la atravesaba lentamente en compañía de Lily, en dirección a las dos figuras que esperaban en el otro extremo, me sentía como si me moviera en una atmósfera más densa que el agua.

Allí, a la luz del candelabro, estaba Minnie Renselaas, con un traje de brocado dorado adornado con resplandecientes monedas. A su lado, con un vaso de licor en la mano, mirándonos con sus ojos verdes, estaba Alexander Solarin, que me dedicó una sonrisa arrebatadora. Yo pensaba a menudo en él desde aquella noche en que desapareció en la tienda de la playa, y siempre con la secreta convicción de que volveríamos a vernos. Se adelantó para estrecharme la mano y después se volvió hacia Lily.

—No nos han presentado —le dijo. Ella se encrespó, como si deseara arrojarle un guante (o un tablero de ajedrez) y desafiarlo a jugar en ese mismo instante—. Soy Alexander Solarin… y usted es la nieta de uno de los mejores maestros del ajedrez vivos. Espero poder devolverla a su abuelo muy pronto.

Lily, algo apaciguada por estas alabanzas, le estrechó la mano.

—Es suficiente —dijo Minnie, mientras Kamel se acercaba—. No tenemos mucho tiempo. Supongo que tienes las piezas.

En una mesa cercana vi una caja metálica que reconocí: era la que contenía el paño. Di unas palmaditas a mi bolso y nos acercamos a la mesa, donde lo deposité y saqué los trebejos uno a uno. A la luz de las velas, relumbraban con todas aquellas gemas de colores y despedían el mismo resplandor extraño que había observado en la cueva. Todos los miramos un momento en silencio: el brillante camello, el caballo puesto de manos, los deslumbrantes rey y reina. Solarin se inclinó para tocarlos y después miró a Minnie. Ella fue la primera en hablar.

—Por fin. Después de todo este tiempo, se reunirán con las otras. Y es a ti a quien debo agradecértelo. Con tus actos, redimirás la muerte inútil de tantos en el transcurso de tanto tiempo…

—¿Las otras? —pregunté.

—En América —respondió con una sonrisa—. Esta noche Solarin os llevará a Marsella, donde os hemos conseguido un billete para que regreséis.

Kamel metió la mano en el bolsillo y devolvió su pasaporte a Lily. Ella lo cogió… pero ambas mirábamos sorprendidas a Minnie.

—¿A América? —dije—. Pero ¿quién tiene las otras piezas?

—Mordecai —respondió sin dejar de sonreír—. Tiene otras nueve. Con el paño —agregó cogiendo la caja y dándomela—, tendréis más de la mitad de la fórmula. Será la primera vez que se reúnen en casi doscientos años.

—¿Y qué pasará cuando estén reunidas? —inquirí.

—Eso tienes que descubrirlo tú —afirmó Minnie mirándome con expresión seria. A continuación volvió a contemplar las piezas, que seguían brillando en el centro de la mesa—. Ahora te toca a ti… —Lentamente dio media vuelta y puso las manos en el rostro de Solarin—. Mi amado Sascha —le dijo con lágrimas en los ojos—. Cuídate mucho, mi niño. Protégelas… —Y le dio un beso en la frente.

Para mi sorpresa, Solarin la abrazó y hundió la cabeza en su hombro. Todos miramos estupefactos cómo el joven maestro de ajedrez y la elegante Mojfi Mojtar se abrazaban en silencio. Después se separaron y ella se volvió hacia Kamel y le apretó la mano.

—Que lleguen a puerto sanas y salvas —susurró.

Luego, sin dirigirnos una palabra más a Lily o a mí, se volvió y salió de la habitación.

Solarin y Kamel la miraban en silencio.

—Debes irte —dijo el ministro volviéndose hacia Solarin—. Cuidaré de ella. Que Alá vaya contigo, amigo mío.

Empezó a recoger las piezas y guardarlas en mi bolso junto con la caja del paño, que me había arrebatado de las manos. Lily apretaba a Carioca contra su pecho.

—No lo entiendo —dijo con voz queda—. ¿Esto es todo? ¿Nos vamos? ¿Cómo llegaremos a Marsella?

—Hemos conseguido un barco —respondió Kamel—. Vengan, no hay tiempo que perder.

—¿Qué pasa con Minnie? —pregunté—. ¿La veremos otra vez?

—Por ahora, no —contestó Solarin—. Debemos zarpar antes de que llegue la tormenta. La travesía es sencilla una vez que nos alejemos del puerto.

Estaba aturdida cuando volví a salir a las calles oscuras de la casbah en compañía de Lily y Solarin. Corríamos por los silenciosos callejones, donde las casas se apretujaban e impedían el paso de la luz. Por el olor salobre comprendí que nos acercábamos al puerto. Salimos a la amplia plaza junto a la mezquita de los Pescadores, donde había conocido a Wahad tantos días antes. Tenía la impresión de que habían pasado meses. Ahora la arena azotaba la plaza. Solarin me cogió del brazo para cruzarla mientras Lily, con Carioca en brazos, corría detrás de nosotros.

Habíamos empezado a bajar por las escaleras hacia el puerto, cuando contuve el aliento y le solté a Solarin:

—Minnie te ha llamado «mi niño». ¿No será también tu madrastra?

—No —respondió, mientras bajábamos los escalones de dos en dos—. Ruego poder verla otra vez antes de morir. Es mi abuela…

El silencio antes de la tormenta

Porque caminaba solo,

bajo las silenciosas estrellas, y en ese momento

percibí lo que de poderoso tiene el sonido…

Y me quedé

en la noche ennegrecida por la tormenta inminente,

bajo una roca, escuchando notas que son

el fantasmal idioma de la antigua tierra

o que tienen su penumbrosa morada en los vientos distantes.

Y allí bebí el poder de la visión.

William Wordsworth,

Preludio

Vermont, mayo de 1796

Talleyrand caminaba cojeando por el frondoso bosque, en el que los haces de la luz del sol, brillante de motas doradas, atravesaban la catedral de follaje primaveral. Aquí y allí, colibríes de un verde intenso se lanzaban a recoger el néctar de las sedosas flores de una bignonia que colgaba como un velo de un viejo roble. El suelo estaba todavía húmedo tras el reciente chaparrón, y de los árboles caían gotas de agua que destellaban como diamantes a la luz del sol.

Llevaba más de dos años en Estados Unidos, país que no había defraudado sus expectativas, pero sí sus esperanzas. El embajador francés, un burócrata mediocre, comprendía las ambiciones políticas de Talleyrand y conocía también los cargos de traición formulados contra él. Le había impedido el acceso al presidente Washington, y la sociedad de Filadelfia le cerró sus puertas con la misma rapidez que la de Londres. Solo Alexander Hamilton seguía siendo su amigo y aliado, aunque no había logrado conseguirle un trabajo. Así pues, agotados sus últimos recursos, Talleyrand no tuvo más remedio que dedicarse a vender propiedades en Vermont a los nuevos emigrados franceses. Al menos servía para mantenerlo con vida.

Ahora, mientras recorría con la ayuda del bastón el terreno escabroso, midiendo las parcelas que vendería al día siguiente, suspiró al pensar en su vida arruinada. ¿Qué estaba tratando de salvar? A sus cuarenta y dos años, de poco le servían su venerable linaje y su refinada educación. Los estadounidenses, salvo contadas excepciones, eran salvajes y criminales expulsados de los países civilizados de Europa. Hasta las clases superiores de Filadelfia eran menos educadas que bárbaros como Marat, que había estudiado medicina, o que Danton, que había estudiado leyes.

Pero la mayoría de aquellos caballeros habían muerto, los hombres que primero habían dirigido y después minado la revolución. Marat, asesinado; Camille Desmoulins y Georges Danton conducidos a la guillotina en el mismo carro; Hérbert, Chaumette, Couthon, Saint-Just… Lebas, que se había levantado la tapa de los sesos para no someterse a la detención, y los hermanos Robespierre, Maximilien y Augustin, cuyas muertes bajo la hoja de la guillotina señalaron el fin del Terror. Él habría podido tener el mismo destino si hubiera permanecido en Francia. Pero ahora había llegado el momento de salir a flote. Dio unas palmaditas a la carta que llevaba en el bolsillo y sonrió para sus adentros. Su lugar estaba en Francia, en el resplandeciente salón de Germaine de Staël, tejiendo brillantes intrigas políticas, no en esa tierra inhóspita.

De pronto advirtió que hacía bastante tiempo que no oía nada más que el zumbido de las abejas. Se inclinó para clavar la estaca en el suelo y, tratando de ver entre el follaje, dijo:

—Courtiade, ¿estás ahí?

No hubo respuesta. Volvió a preguntar, en voz más alta. A través de los arbustos llegó la voz pesarosa del ayuda de cámara.

—Sí, monseñor… por desgracia sí, estoy aquí.

Courtiade se abrió paso por el sotobosque y salió al pequeño claro. Una gran bolsa de cuero, colgada en bandolera, le atravesaba el pecho. Talleyrand le pasó el brazo por los hombros y caminaron entre la maleza de regreso al sendero pedregoso donde habían dejado carro y caballo.

—Veinte parcelas —murmuró—. Vamos, Courtiade, si mañana las vendemos, volveremos a Filadelfia con fondos suficientes para pagar nuestro pasaje de regreso a Francia.

—Entonces, ¿la carta de madame de Staël dice que podéis regresar? —preguntó Courtiade, y en su rostro serio e impasible se dibujó algo parecido a una sonrisa.

Talleyrand metió la mano en el bolsillo y sacó la carta que guardaba ahí desde hacía unas semanas. Courtiade miró la letra y los ornados sellos con el nombre de la República Francesa.

—Como de costumbre —dijo Talleyrand agitándola—, Germaine ya ha entrado en liza. En cuanto regresó a Francia, instaló a su nuevo amante, un suizo llamado Benjamin Constant, en la embajada sueca, delante de las narices de su marido. Sus actividades políticas han despertado tal furia que fue denunciada en la Convención por tratar de urdir una conspiración monárquica mientras le ponía los cuernos a su marido. Ahora le han ordenado que permanezca a treinta kilómetros de París… pero incluso allí se las arregla para obrar milagros. Es una mujer de gran poder y encanto, a quien siempre contaré entre mis amistades.

Con un gesto había indicado a Courtiade que podía abrir la carta, y el criado iba leyendo mientras seguían en dirección al carro.

… Tu día ha llegado, mon cher ami. Vuelve pronto y recoge los frutos de la paciencia. Todavía tengo amigos con la cabeza pegada a los hombros, que recordarán tu nombre y los servicios que prestaste a Francia en el pasado. Afectuosamente, Germaine.

Courtiade levantó la mirada con indisimulada alegría. Habían llegado junto al carro, donde el viejo y cansado caballo mascaba la dulce hierba. Talleyrand le acarició el cuello y se volvió hacia Courtiade.

—¿Has traído las piezas? —preguntó.

—Aquí están —contestó el criado dando una palmada a la bolsa de cuero que colgaba de su hombro—. Y el recorrido del caballo de monsieur Benjamin Franklin, que el secretario Hamilton ha copiado para vos.

—Eso podemos llevarlo, porque no significa nada para nadie, salvo para nosotros, pero las piezas son demasiado peligrosas para transportarlas a Francia. Por eso quería traerlas aquí, a esta tierra inhóspita, donde nadie puede imaginar que estén ocultas. Vermont… un nombre francés, ¿no es cierto? Monte Verde. —Señaló con su bastón la elevada cadena de montañas verdes y ondulantes que se alzaban ante ellos—. Allá, en aquellos picos de color esmeralda, cerca de Dios. Así Él podrá vigilarlas por mí.

Sus ojos resplandecían cuando miró a Courtiade, cuya expresión volvía a ser seria.

—¿Qué ocurre? —preguntó Talleyrand—. ¿No te gusta la idea?

—Habéis arriesgado mucho por estas piezas, señor —explicó cortésmente el ayuda de cámara—. Han costado muchas vidas. Dejarlas atrás parece… —Se interrumpió, buscando el modo de expresar sus pensamientos.

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