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Authors: Katherine Neville

El ocho (83 page)

BOOK: El ocho
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Avancé hacia el camarote a la débil luz que entraba por la portilla. La hamaca había sido arrancada de la pared. Lily estaba sentada en el rincón. Carioca, desaliñado, estaba en su regazo, con las patitas apoyadas en su pecho, tratando de lamerle la cara. Cuando me oyó avanzar con paso vacilante se puso contento. Yo me tambaleaba entre la cocina y las literas, sacaba cosas del agua y las metía en el fregadero.

—¿Estás bien? —pregunté a Lily.

El camarote hedía a vómitos; no quería mirar con demasiada atención el agua que me rodeaba.

—Vamos a morir —gimió—. Dios mío, después de todo lo que hemos pasado… vamos a morir. Y todo por esas malditas piezas.

—¿Dónde están? —pregunté asustada de repente, pensando que al fin y al cabo mi sueño podía haber sido una premonición.

—Aquí, en la bolsa —dijo sacándola de debajo del trasero—. Cuando el barco dio aquella sacudida, salió despedida y me golpeó… y la hamaca se cayó. Estoy llena de magulladuras…

Vi que tenía churretes de lágrimas y agua sucia.

—Yo las guardaré —dije. Cogí la bolsa, la metí debajo del fregadero y cerré la puerta del armario—. Creo que saldremos de esta. La tormenta amaina. Pero Solarin tiene una fea herida en la cabeza. He de encontrar algo para limpiarla.

—En el lavabo hay un botiquín —indicó con un hilo de voz. Trató de incorporarse—. Dios mío, me encuentro fatal.

—Vuelve a la cama —dije—. Tal vez la litera superior esté más seca. Subiré a ayudar a Solarin.

Cuando salí del pequeño lavabo con el botiquín lleno de agua que había conseguido encontrar entre los despojos, Lily yacía de costado en la litera, gimiendo. Carioca trataba de meterse bajo su cuerpo en busca de calor. Di una palmadita a cada una de las cabezas mojadas y volví a subir trabajosamente mientras el barco se bamboleaba.

El cielo estaba más claro, del color de la leche con cacao, y a lo lejos se veía lo que parecía un charco de luz del sol sobre el agua. ¿Había pasado lo peor? Me senté junto a Solarin con un suspiro de alivio.

—No hay una venda seca en todo el barco —dije. Abrí la caja de hojalata y examiné el contenido empapado—. Aquí hay yodo y tijeras…

Solarin echó un vistazo y sacó un tubo grueso de pomada lubricante. Me lo tendió sin mirarme.

—Puedes ponerme eso si quieres —dijo mirando al frente, mientras empezaba a desabotonarse la camisa con una mano—. Desinfectará la herida y detendrá un poco la hemorragia… Luego, si desgarras la camisa para hacer vendas…

Lo ayudé a quitársela mientras él seguía mirando el mar. Percibí el olor de su cálida piel. Traté de no pensar en eso mientras él hablaba.

—El temporal va amainando —dijo, como si hablara consigo mismo—, pero los problemas no han acabado. El botalón está resquebrajado y el foque, desgarrado. No conseguiremos llegar a Marsella. Además, hemos perdido el rumbo. Tendré que orientarme. En cuanto me hayas vendado, ponte al timón mientras consulto las cartas de navegación.

Contemplaba el mar con rostro inexpresivo y yo trataba de no mirar su cuerpo mientras estaba allí sentado, desnudo hasta la cintura. ¿Qué me ocurría?, pensé. El miedo que había pasado debía de haberme afectado a la cabeza. Mientras el barco se balanceaba sobre las olas, yo solo podía pensar en la calidez de sus labios y el color de sus ojos cuando me miraba…

—Si no llegamos a Marsella —dije, obligándome a pensar en otra cosa—, ¿el avión despegará sin nosotros?

—Sí —respondió Solarin con una sonrisa extraña mientras seguía mirando el mar—. Qué contratiempo… Tal vez nos veamos obligados a atracar en algún lugar remoto. Podríamos quedar aislados durante meses, sin transporte.

Yo estaba arrodillada sobre el barco: aplicándole pomada, mientras hablaba.

—¡Qué horror! ¿Qué harías, perdida con un ruso loco que solo sabe jugar al ajedrez?

—Supongo que aprendería a jugar —respondí.

Cuando empecé a vendarlo, hizo una mueca.

—Creo que eso puede esperar —dijo cogiéndome por las muñecas.

Me obligó a ponerme en pie sobre el banco y rodeándome las piernas con sus brazos me cargó sobre los hombros como si fuera un saco de patatas y salió de la caseta, mientras el barco oscilaba sobre las olas.

—¿Qué haces? —pregunté entre risas, con la cara apretada contra su espalda, mientras la sangre de su herida me caía en la cabeza.

Una vez en cubierta, me deslizó hacia abajo pegada a su cuerpo. El agua nos cubría los pies mientras nos mirábamos.

—Voy a mostrarte qué más saben hacer los maestros de ajedrez rusos —dijo.

Sus ojos verdes no sonreían. Me atrajo hacia él y nuestros cuerpos y labios se encontraron. Yo sentía el calor de su piel desnuda a través de la tela mojada de mi camisa; cuando besó mis ojos y mi rostro, el agua salada goteó de su cara y entró en mi boca entreabierta. Sus manos estaban hundidas en mi cabello húmedo. A pesar de las frías telas mojadas que me cubrían, sentí cómo aumentaba mi propio calor y me fundía por dentro como hielo bajo el cálido sol del estío. Aferré sus hombros y enterré la cara en su pecho desnudo. Solarin me susurraba al oído mientras el barco se balanceaba y nos mecía.

—Te deseé aquel día en el club de ajedrez —dijo mirándome a los ojos—. Quería poseerte allí mismo, en el suelo… delante de los hombres que trabajaban en la sala. La noche que fui a tu apartamento para dejar aquella nota, estuve a punto de quedarme…

—¿Para darme la bienvenida al juego? —pregunté sonriendo.

—Al diablo con el juego —exclamó con amargura. Sus ojos eran dos oscuros pozos de pasión—. Me dijeron que no me acercara a ti… que no me implicara. No ha pasado una sola noche sin que pensara en esto… sin desearte. Dios, hace meses que debí hacerlo…

Estaba desabotonándome la camisa. Mientras sus manos se deslizaban sobre mi piel, sentí la fuerza que pasaba entre nosotros, invadiéndome y dejándome vacía de todo, salvo una idea.

Me levantó y me depositó sobre las velas arrugadas y mojadas. Noté cómo las olas me salpicaban. Sobre nuestras cabezas crujían los mástiles y el cielo estaba pálido, bañado en una luz amarilla. Solarin me miraba con la cabeza inclinada. Sus labios y sus manos se deslizaban por encima de mi piel como agua. Su cuerpo se fundió en el mío con el calor y la violencia de un catalizador. Me aferré a sus hombros y sentí que su pasión me recorría entera.

Nuestros cuerpos se movían con una fuerza tan intensa y primitiva como la del mar. Me sentí caer… caer mientras oía los gemidos de Solarin. Noté que sus dientes se hundían en mi carne y su cuerpo en el mío.

Solarin estaba tendido sobre mí entre las velas, con una mano hundida en mi cabello. Sus rubios cabellos goteaban en mi pecho y el agua se deslizaba hasta mi vientre. Mientras le acariciaba la cabeza, pensé que era extraño que me sintiera como si lo conociese de toda la vida, cuando solo nos habíamos visto cuatro veces. No sabía nada de él, aparte de los chismes que Lily y Hermanold me habían contado en el club y lo poco que había recordado Nim de sus lecturas de revistas especializadas. No tenía ni la menor idea de dónde residía, qué clase de vida llevaba, quiénes eran sus amigos, si desayunaba huevos fritos o usaba pijama para dormir. No le había preguntado cómo se había librado de los agentes del KGB, ni siquiera por qué lo acompañaban. Ahora comprendía cómo era posible que hubiese visto a su abuela solo dos veces.

De pronto supe por qué había pintado su retrato antes de conocerlo. Tal vez lo hubiera visto dar vueltas en torno a mi casa con la bicicleta, sin fijarme demasiado en él. Pero ni siquiera eso era importante.

En realidad, aquellos eran datos que no necesitaba saber: relaciones y acontecimientos superficiales en torno a los cuales gira la vida de la mayor parte de la gente. Pero no la mía. Tras el misterio, la máscara, el barniz frío… veía la esencia de Solarin, y lo que veía era pasión, una insaciable sed de vida, la pasión por descubrir la verdad oculta detrás del velo. Era una pasión que yo conocía muy bien porque también la poseía.

Eso era lo que Minnie había visto en mí, por lo que me había elegido: esa pasión, que ella canalizaría hacia la búsqueda de las piezas. Por eso había encargado a su nieto que me protegiera, pero sin distraerme de mi misión, sin «implicarse». Cuando Solarin se movió y apretó los labios contra mi estómago, sentí un estremecimiento delicioso. Le acaricié el cabello. Minnie había cometido un error, pensé. Había un ingrediente que había pasado por alto en el preparado alquímico que estaba elaborando a fin de derrotar el mal para siempre. El ingrediente que había olvidado era el amor.

Cuando Solarin y yo nos desperezamos, el mar se había aquietado y lo recorrían unas olas suaves de color marrón. El cielo era de un blanco brillante, que cegaba sin sol. Buscamos nuestras ropas frías y mojadas. Sin pronunciar palabra, Solarin cogió algunas tiras de su camisa y me limpió allí donde me había manchado con su sangre. Después me miró con sus ojos verdes y sonrió.

—Tengo muy malas noticias —dijo.

Me rodeó con un brazo y levantó el otro para señalar un punto más allá de las olas oscuras.

A lo lejos se levantaba una forma reluciente que parecía un espejismo.

—Tierra —me susurró Solarin al oído—. Hace dos horas habría dado cualquier cosa por ver esto, pero ahora preferiría fingir que no es real…

La isla se llamaba Formentera y estaba en la punta meridional de las Baleares, frente a la costa oriental de España. Calculé rápidamente que eso significaba que la tormenta nos había desviado doscientos cuarenta kilómetros al este de nuestro rumbo; ahora estábamos en un punto equidistante entre Gibraltar y Marsella. Era evidente que resultaba imposible llegar al avión que nos esperaba cerca de La Camargue, aun cuando el barco estuviera en buenas condiciones, pero con el foque roto, las velas desgarradas y el desastre general de la cubierta, necesitábamos detenernos para hacer inventario y reparaciones. Cuando Solarin consiguió trabajosamente atracar en una bahía solitaria del extremo meridional de la isla, bajé para despertar a Lily y esbozar juntos un plan alternativo.

—Jamás pensé que me sentiría aliviada de pasar la noche dando tumbos en ese ataúd marino —dijo Lily asombrada cuando echó un vistazo a la cubierta—. Esto parece un campo de batalla. Gracias a Dios que estaba demasiado mareada para ser testigo de la catástrofe.

Aunque todavía tenía mala cara, parecía haber recobrado casi las fuerzas. Cruzó la maltrecha cubierta, llena de desechos y lona mojada, aspirando el aire fresco.

—Tenemos un problema —le dije en cuanto nos sentamos a analizar la situación con Solarin—. No vamos a coger ese avión. Hemos de encontrar la forma de llegar a Manhattan sin pasar esas piezas por la aduana —continué—, mientras esquivamos también a los de Inmigración.

—Los ciudadanos soviéticos —explicó Solarin ante la mirada inquisitiva de Lily— no tenemos lo que se dice carta blanca para viajar a todas partes. Además, Sharrif estará vigilando todos los aeropuertos comerciales, entre ellos los de Ibiza y Mallorca, estoy seguro. Como prometí a Minnie que os llevaría de vuelta sanas y salvas, y con las piezas, me gustaría proponer un plan.

—Dispara. A estas alturas estoy dispuesta a todo —dijo Lily.

Estaba deshaciendo los nudos del pelaje mojado y enredado de Carioca, que trataba de huir de su regazo.

—Formentera es una pequeña isla de pescadores. Sus habitantes están acostumbrados a los turistas que llegan de Ibiza para pasar el día. Esta cala está muy resguardada… ni nos verán. Propongo que vayamos al pueblo, compremos ropas y víveres y veamos si podemos conseguir otra vela y las herramientas que necesitaré para reparar los desperfectos. Puede resultar caro, pero en una semana podríamos hacernos a la mar y nos iríamos con tanto sigilo como hemos venido, sin que nadie lo advierta.

—Parece una buena idea —dijo Lily—. Todavía me quedan bastantes billetes empapados que podemos usar. Me vendría muy bien cambiar de traje y descansar unos días después de tanta histeria. ¿Y adónde propones que vayamos?

—A Nueva York —respondió Solarin—, vía las Bahamas, y al llegar al continente, por ríos y canales.

—¿Qué? —gritamos Lily y yo a un tiempo.

—¡Deben de ser siete mil kilómetros! —agregué horrorizada—. ¡En un barco que apenas ha sobrevivido a seiscientos en una tormenta!

—De hecho, por la ruta que propongo serán casi nueve mil kilómetros —apuntó Solarin con una sonrisa—. Si Colón salió airoso, ¿por qué no nosotros? Tal vez sea la peor estación para navegar por el Mediterráneo, pero es la mejor para cruzar el Atlántico. Con una brisa adecuada, no tardaremos más de un mes… y, cuando lleguemos, ambas seréis excelentes marineras.

Lily y yo estábamos demasiado agotadas, sucias y hambrientas para discutir. Por otro lado, más reciente aún que la escena de la tormenta era mi recuerdo de lo que había pasado entre Solarin y yo hacía un rato. Un mes así no parecía una perspectiva desdeñable. Así pues, Lily y yo partimos en busca de un pueblo, mientras Solarin se quedaba arreglando el estropicio.

Con los días de trabajo duro y el magnífico tiempo nos relajamos un poco. La isla de Formentera tenía casas encaladas y calles de tierra, olivares y manantiales silenciosos, ancianas vestidas de negro y pescadores con camisetas de rayas. Todo esto, con el interminable mar azul como telón de fondo, era un bálsamo para los ojos y un consuelo para el alma. Tres días comiendo pescado fresco y frutas recién arrancadas de los árboles, bebiendo buen vino mediterráneo y respirando el saludable aire salabre obraron maravillas en nuestro ánimo. Lucíamos un hermoso bronceado y Lily no solo había adelgazado, sino que había desarrollado unos buenos músculos trabajando en la reparación del barco.

BOOK: El ocho
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