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Authors: Katherine Neville

El ocho (82 page)

BOOK: El ocho
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Era verdad… no había dormido nada, aparte de la cabezada que había echado en el avión a Orán, hacía doce horas, aunque parecían doce días. Y exceptuando aquella zambullida en el mar, tampoco me había bañado.

Sin embargo, antes de rendirme a la fatiga y el hambre había cosas que necesitaba saber.

—Dijiste que íbamos a Marsella —observé—. ¿No será ese uno de los primeros lugares donde nos buscarán Sharrif y sus matones, en cuanto se convenzan de que no estamos en Argel?

—Atracaremos cerca de La Camargue —explicó Solarin empujándome hacia un asiento mientras girábamos y el botalón pasaba por encima de nuestras cabezas—. Kamel tiene un avión privado esperándonos en un aeropuerto cercano. No esperará para siempre (le resultó difícil arreglarlo), de modo que es una suerte que haya buen viento.

—¿Por qué no me cuentas qué está sucediendo en realidad? —pregunté—. ¿Por qué nunca me dijiste que Minnie era tu abuela o que conocías a Kamel? ¿Y cómo te metiste en este juego? Pensábamos que era Mordecai quien te había introducido.

—Y así fue —respondió con la vista fija en el mar oscuro—. Antes de ir a Nueva York solo había visto una vez a mi abuela, cuando era niño. No debía de tener más de seis años, pero jamás olvidaré… —Hizo una pausa, como si estuviera absorto en sus recuerdos. No lo interrumpí. Esperé a que continuara—. No conocí a mi abuelo —añadió—. Murió antes de que yo naciera. Más tarde ella se casó con Renselaas… y, cuando él murió, se casó con el padre de Kamel. Yo no conocía a Kamel hasta que vine a Argel. Fue Mordecai quien viajó a Rusia para introducirme en el juego. No sé cómo lo conoció Minnie, pero sin duda es el jugador de ajedrez más despiadado que ha existido desde Alekhine, y mucho más encantador. En el poco tiempo que tuvimos para jugar aprendí mucho de él.

—Pero no fue a Rusia para jugar al ajedrez contigo —apunté.

—Claro que no —dijo Solarin entre risas—. Estaba buscando el tablero y pensó que yo podía ayudarle a conseguirlo.

—¿Y fue así?

—No —contestó Solarin mirándome con una expresión que no pude definir—. Los ayudé a conseguirte. ¿No es bastante?

Yo tenía otras preguntas, pero su mirada me hizo sentir incómoda, no sé por qué. El viento arreciaba, arrastrando la dura y punzante arena. De pronto me sentí muy fatigada. Empecé a levantarme, pero Solarin me lo impidió.

—Cuidado con el botalón —dijo—. Estamos girando otra vez. —Y empujando la vela hacia el otro lado me indicó que podía bajar—. Te llamaré si te necesito —agregó.

Cuando bajé la empinada escalerilla, Lily estaba sentada en la litera de abajo dando a Carioca unos bizcochos secos empapados en agua. A su lado, había un tarro abierto de mantequilla de cacahuete que de alguna manera había logrado encontrar, junto con varias bolsas de frutos secos y tostadas. De pronto me pareció más bien delgada, con la nariz quemada por el sol y el sucio minivestido que se adhería a curvas esbeltas más que a grasa gelatinosa.

—Será mejor que comas —dijo—. Este bamboleo me está mareando… No he podido dar ni un mordisco.

En la cabina se notaba más el balanceo de las olas. Comí algunos frutos secos con mucha mantequilla de cacahuete, los bajé con el resto de mi coñac y subí a la litera superior.

—Creo que deberíamos dormir un poco —dije—. Tenemos una larga noche por delante… y mañana un día aún más largo.

—Ya es mañana —observó Lily mirando su reloj.

Apagó la lámpara. Oí el chirrido de los muelles bajo su colchón cuando ella y Carioca se acomodaron para pasar la noche. Fue lo último que oí antes de perderme en el mundo de los sueños.

No sé cuándo oí el primer golpe. Soñaba que estaba en el fondo del mar, arrastrándome por la arena blanda. Las piezas del ajedrez de Montglane habían cobrado vida y trataban de salir de mi bolso. Por más que me esforzara por avanzar hacia la playa, mis pies seguían hundiéndose en el limo. Tenía que respirar. Estaba tratando de salir a la superficie cuando una ola volvió a sumergirme.

Abrí los ojos y al principio no supe dónde estaba. Miré por un ojo de buey totalmente sumergido en el agua. Después el barco escoró, caí de la litera y me estampé contra la cocina. Me puse en pie, empapada. El agua me llegaba hasta las rodillas e inundaba todo el camarote. Las olas golpeaban contra la litera donde Lily dormía y Carioca, sentado sobre ella, trataba de mantener secas las patitas.

—¡Despierta! —exclamé, y el ruido del agua y el crujido de la madera ahogaron mis palabras. Procuré mantener la calma mientras tiraba de ella en dirección a la hamaca.

—Dios mío —balbuceó Lily tratando de ponerse en pie—. Voy a vomitar.

—No; ahora no —dije, y sosteniéndola con un brazo cogí los salvavidas con la mano libre.

La dejé en la balanceante hamaca, agarré a Carioca y lo puse a su lado en el preciso momento en que el estómago de Lily se rebelaba. Cogí un cubo de plástico que flotaba y lo acerqué a su cara. Vomitó los bizcochos y después me miró con expresión agónica.

—¿Dónde está Solarin? —preguntó entre el ruido del viento y el agua.

—No lo sé —respondí. Le arrojé un salvavidas y me puse el otro mientras caminaba por el agua, que seguía subiendo—. Pontelo. Iré a ver.

El agua bajaba por los escalones. La puerta golpeaba contra la pared. La agarré y la cerré al salir.. Después miré en torno… y ojalá no lo hubiera hecho.

El barco, escorado hacia la derecha, retrocedía en diagonal hacia un enorme hoyo en el agua. La cubierta y la caseta del timón estaban inundadas. El botalón se había soltado y se movía de un lado a otro. Una de las velas frontales, mojada y pesada, también se había desprendido. A unos dos metros, Solarin yacía con medio cuerpo fuera de la cabina y los brazos caídos hacia cubierta. Una ola lo levantó… y empezó a arrastrarlo.

Me aferré al timón y estirándome hacia él así su pie desnudo y la pernera del pantalón, mientras el agua golpeaba su cuerpo y seguía arrastrándolo. No pude seguir sujetándolo y el agua lo llevó por la estrecha cubierta y lo lanzó contra la barandilla; después lo levantó hacia la borda.

Me lancé de bruces e intenté acercarme a él impulsándome con los pies y las manos y sujetándome a las cabillas metálicas de cubierta. El barco avanzaba hacia el vientre de una ola, mientras otra pared de agua, alta como un edificio de cuatro pisos, se hinchaba al otro lado de la hondonada.

Me abalancé sobre Solarin y cogiéndolo por la camisa tiré de él con todas mis fuerzas contra el agua y la inclinación de la cubierta. Solo Dios sabe cómo conseguí llevarlo hacia la cabina y meterlo dentro. Lo apoyé contra un asiento y lo abofeteé muy fuerte varias veces. La sangre brotaba de una herida que tenía en la cabeza. Yo gritaba por encima del ruido del viento y el agua mientras el barco escoraba y se precipitaba hacia el muro de agua.

Solarin abrió los ojos, aturdido, y volvió a cerrarlos para protegerlos de las rociadas de agua.

—¡Estamos girando! —chillé—. ¿Qué hay que hacer?

Se incorporó de golpe y, apoyándose contra la pared de la cabina, miró alrededor para evaluar la situación.

—Arriar las velas… —Me cogió las manos y las puso en el timón—. ¡Vira a estribor! —exclamó, intentando mantener el equilibrio.

—¿A la izquierda o a la derecha? —pregunté aterrada.

—¡Derecha! —respondió, y acto seguido volvió a derrumbarse en el asiento, sin dejar de sangrar, mientras el agua nos cubría.

Giré el timón con todas mis fuerzas y sentí que el barco se hundía. Seguí girándolo hasta que estuvimos totalmente escorados. Yo estaba segura de que el barco iba a darse la vuelta… La gravedad lo llevaba cada vez más abajo, mientras la pared de agua se alzaba e impedía ver la luz del cielo matutino.

—¡Las drizas! —exclamó Solarin sujetándome.

Lo miré un instante y a continuación lo acerqué al timón, al que se aferró con todas sus fuerzas.

Sentía el sabor del miedo en la boca. Solarin, que acercaba el barco a la base de la siguiente ola, cogió un hacha y me la entregó. Me arrastré por el tejado de la cabina hacia el mástil frontal. La ola crecía cada vez más, mientras la cresta empezaba a curvarse. Cayó sobre el barco y no pude ver nada. El rugido de miles de toneladas de agua era ensordecedor. Procurando no pensar en nada, repté hacia el mástil.

Me agarré a él y descargué el hacha sobre las drizas hasta que el cáñamo se soltó describiendo espirales, como un baile de serpientes de cascabel. Caí de bruces cuando el cabo suelto me golpeó con la fuerza de un tren. Había velas por todas partes y oía el ruido espantoso de la madera que se astillaba. El muro de agua se desplomó sobre nosotros. La nariz se me lleno de guijarros y arena, y el agua bajaba por mi garganta, mientras me esforzaba por no toser ni respirar. Fui arrancada de mi refugio del mástil y arrojada hacia atrás, de modo que perdí el sentido de la orientación. Trataba de asirme a todo contra lo que chocaba, mientras el agua seguía cayendo.

La proa del barco se elevó y después cayó pesadamente. Una sucia lluvia gris nos azotaba mientras atravesábamos una ola tras otra, pero seguíamos a flote. Había velas por todas partes, flotando en el mar y enredadas sobre la cubierta, de modo que tropecé con ellas cuando traté de incorporarme. Empecé a retroceder hacia el mástil trasero después de coger el hacha, que había quedado atrapada bajo un montón de vela, a un metro de distancia. Hubiera podido ser mi cabeza, pensé mientras corría por un costado del barco, agarrada a la barandilla para no perder el equilibrio.

Solarin, en la cabina, apartaba las velas cogido del timón. La sangre manchaba su cabello rubio como un pañuelo carmesí y caía en su camisa.

—¡Ata esa vela! —aulló—. Usa lo que tengas a mano, pero sujétala antes de que vuelva a golpearnos. —Tiraba de las velas delanteras, que flotaban como un animal ahogado.

Corté la driza trasera, pero el viento era tan fuerte que me costaba mantener la vela sujeta. Cuando la bajé y la até como pude, atravesé la cubierta agachada, con los pies desnudos chapoteando en el agua, golpeándome los dedos con las cabillas. Estaba calada hasta los huesos. Tiré del foque de proa con todas mis fuerzas y lo saqué del agua que anegaba la cubierta. Solarin estaba sujetando la sobremesana, que colgaba como un brazo roto.

Mientras él manejaba el timón, entré en la cabina. El barco seguía brincando como un corcho en el vacío oscuro y lodoso. Aunque el mar, encabritado y violento, escupía agua por todos lados y nos llevaba de un lado a otro, ya no había olas como la que acababa de golpearnos. Era como si un extraño genio hubiera salido de una botella depositada en el negro suelo marino y, tras un breve ataque de cólera, hubiera desaparecido. Al menos eso esperaba.

Estaba exhausta… y sorprendida de seguir con vida. Me senté, temblando de frío y miedo, y miré el perfil de Solarin. Parecía tan concentrado como ante el tablero de ajedrez, como si una partida también fuera cuestión de vida o muerte. Recordé sus palabras: «Soy un maestro de este juego». Entonces yo le había preguntado: «¿Y quién gana?», a lo que él contestó: «Yo. Siempre gano».

Solarin siguió manejando el timón durante lo que parecieron horas, mientras yo seguía sentada, aterida de frío y con el cuerpo entumecido, sin pensar en nada. El viento empezaba a amainar, pero las olas eran aún tan altas que parecíamos avanzar por una montaña rusa. En el Mediterráneo había visto esas tormentas, que producían olas de tres metros de altura en los escalones del puerto de Sidi Fredj y luego desaparecían súbitamente. Rezaba por que esta vez sucediera lo mismo.

Cuando vi que el cielo comenzaba a despejarse en la distancia, dije:

—Si no me necesitas, bajaré a ver si Lily sigue viva.

—Podrás irte enseguida. —Se volvió hacia mí. Tenía un costado de la cara manchado de sangre y el pelo empapado de agua, que caía por su nariz y su mentón—. Primero quiero darte las gracias por salvarme la vida.

—Has sido tú quien me ha salvado a mí —repuse con una sonrisa, pese a que seguía temblando de miedo y frío—. No hubiera sabido qué hacer…

Solarin me miraba fijamente, con las manos apoyadas en el timón. Antes de que yo pudiera reaccionar se inclinó hacia mí… Sus labios eran cálidos. El agua goteó de su cabello sobre mi cara cuando una ola barrió la cubierta y nos azotó con sus punzantes dedos, Solarin se apoyó contra el timón y me atrajo hacia él. Noté que sus manos eran cálidas en los lugares en que la camisa se me pegaba a la piel. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo como una corriente eléctrica cuando volvió a besarme, esta vez de manera más prolongada. Las olas subían y bajaban. Seguramente por eso tenía aquella sensación extraña en el estómago. No podía moverme y sentía que su calor me penetraba cada vez más. Luego se apartó y me miró a los ojos con una sonrisa.

—Si sigo así, seguro que nos hundiremos —murmuró a pocos centímetros de mis labios. Se obligó a poner las manos sobre el timón, frunció el ceño y clavó la vista en el mar—. Es mejor que bajes —dijo despacio, como si estuviera pensando en algo. No se volvió a mirarme.

—Buscaré algo para curarte la herida —dije, y me puse furiosa al observar que mi voz sonaba débil.

El mar seguía encrespado y las oscuras paredes de agua nos rodeaban, pero eso no bastaba para explicar cómo me sentía al mirar su cabello mojado y las zonas donde su camisa desgarrada se pegaba a su cuerpo esbelto y musculoso.

Temblaba todavía cuando descendí por las escaleras. Por supuesto, su abrazo era una manifestación de gratitud, nada más, pensé. Entonces, ¿por qué tenía esa extraña sensación en el estómago? ¿Por qué veía todavía sus ojos verdes, tan penetrantes un segundo antes de que me besara?

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